El New York Times recogía separadamente dos historias a principios de esta semana, sin darse cuenta aparentemente de que pudieran guardar relación. El 12 de septiembre, David Brooks publicaba una columna en la que deploraba «el relativismo y la despreocupación en su juicio» de los jóvenes. El 13 de septiembre, un artículo publicado en primera […]
El New York Times recogía separadamente dos historias a principios de esta semana, sin darse cuenta aparentemente de que pudieran guardar relación. El 12 de septiembre, David Brooks publicaba una columna en la que deploraba «el relativismo y la despreocupación en su juicio» de los jóvenes. El 13 de septiembre, un artículo publicado en primera página anunciaba que «Soaring Poverty Casts Spotlight on ‘ Lost Decade'» [«La pobreza en aumento arroja luz sobre la ‘Década Perdida’], y explicaba de qué manera el declive económico de la última década ha empeorado durante la crisis financiera.
¿Qué tienen que ver estas dos historias la una con la otra? Brooks escribe como si el país tuviera – o debiera tener – un conjunto de valores compartidos. Sin embargo, ignora la clase y las diferencias culturales en el modo cómo se forman y expresan los valores. Al hacer esto, no consigue encarar la cuestión más crucial a la que se enfrenta hoy el país: ¿cómo podemos mantener el sentido de los valores compartidos cuando las instituciones que apoya una parte del país florecen a expensas de aquellos que se muestran críticos con la parte del país en declive? En resumen, el declive de la clase media y las tasas de pobreza en aumento que describe el segundo artículo son asuntos de bastante mayor enjundia que cualquier cosa que encontremos en la columna de Brooks.
Brooks no llega a ver la conexión entre ambos porque hace equivalente un fenómeno que ha durado siglos – el desarrollo de lo moderno – con cambios más recientes que son justamente fuente de preocupación: el declive de la comunidad. Los estudios de las diferencias de valores entre partidarios de lo moderno y tradicionalistas ponen de relieve, al igual que Brooks, la importancia de la comunidad. Estos investigadores concluyen que las comunidades tradicionales, ya consistan en grupos de iglesia concretos, países en vías de desarrollo o vecindarios de clase trabajadora, tienden a caracterizarse por redes de estrecho parentesco, mientras que las comunidades modernas disponen de redes que es más probable que se definan por otra cosa que no sean los lazos de sangre. Estas diferencias vienen a significar que el origen y contenido de la transmisión moral varía: los modernos tienden a atenerse a valores individualizados introyectados transmitidos en el seno de redes privadas, mientras que los tradicionalistas dependen más de la salud de instituciones que articulan y refuerzan valores públicos.
En los Estados Unidos, las diferencias entre las redes tradicionalistas basadas en el parentesco y aquellas individualistas, modernas tienden a quedar fuertemente asociadas a la clase. En la comunidad italo-americana de mi juventud, por ejemplo, mi padre simplemente se mudó con mi madre y abuelo cuando se casaron. Vivíamos puerta con puerta con una tía y un tío. Otra tía y tío y tres de sus hijos ya crecidos vivían en el bloque de al lado. Mi madre hablaba con sus hermanas todos los días. Nunca tuve una niñera con la que no guardase estrecho parentesco. Y todos asistíamos a la misma iglesia. Sólo al hacerme adulto me di cuenta de que si bien todos nos identificábamos como católicos, nuestras opiniones iban de la honda devoción al profundo escepticismo. Sin embargo, estábamos insertos en redes familiares estrechamente ligadas que tendían a reforzar las enseñanzas católicas acerca del comportamiento admisible.
Todo eso cambió cuando mis primos y yo nos fuimos a la universidad, lejos de casa. Hemos tomado decisiones individuales respecto a la iglesia a la que acudir y las identidades a las que adherirnos. Yo he tenido discusiones más intensas acerca de mis opiniones morales y filosóficas con mis colegas de origen universitario de las que nunca tuve con los miembros de mi familia o los correligionarios de mi juventud. Las discusiones se producen en parte porque no compartimos los mismos supuestos sobre el origen de los valores.
Esta selección, articulación y promoción de valores individuales requiere más esfuerzo que la lealtad a mi comunidad madre o a una religión o etnia en particular. También exige respeto por los valores de los demás. La capacidad de combinar valores individuales con tolerancia en una sociedad con diversidad es lo que significa la educación para la democracia. En eso se cifra el legado crítico de la Ilustración y el fundamento de las sociedades de la modernidad.
Por contraposición, los enfoques tradicionalistas, que descansan sobre una moralidad que es «revelada, heredada y compartida», exigen instituciones fuertes. El liderazgo institucional, más que la virtud individual, es necesario para combinar las lealtades de grupo con la tolerancia pública y mediar en las tensiones entre grupos de interés y la pertenencia a una sociedad más amplia.
Lo que Brooks no nos cuenta es que la verdadera crisis de la Norteamérica contemporánea estriba en el debilitamiento de las instituciones al servicio de quienes están en el lado de los perdedores en la escala económica estadounidense. Una de las observaciones más alarmantes del Informe Moynihan de mediados de los años 60 era su hallazgo de que a medida que desaparecían los empleos del centro de las ciudades industriales, también lo hacía la asistencia a la iglesia. Medio siglo más tarde, Brad Wilcox ha descubierto lo mismo de forma más general entre la clase trabajadora. Frente a un declive que ha afectado de manera más desproporcionada a la Norteamérica tradicionalista, las instituciones que producen comunidades cohesionadas, entre las que se cuentan iglesias, escuelas, familias y organizaciones cívicas, están en decadencia. Con todos sus defectos, la modernidad no constituye, empero, la fuente principal del problema. Y el riesgo que Brooks no reconoce es que los ataques a la modernidad en nombre de la moralidad a menudo se convierten en ataques a la tolerancia. Enfrentémonos a los verdaderos orígenes de la decadencia institucional y dejemos de hacer equivalentes los desafíos de estos últimos años con los cambios culturales de un milenio en formación.
June Carbone ocupa la cátedra Edward A. Smith/Missouri de Derecho Constitucional y Sociedad de la Universidad de Missouri-Kansas Cit.