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Túnez

Comentarios sobre la revolución con motivo de las elecciones (y III)

Fuentes: indigenes-republique.fr

Traducido del francés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

Decepciones en la extrema izquierda

Este mismo fenómeno también explica el fracaso de las listas de extrema izquierda, aunque sólo en parte. En una entrevista el secretario general del PCOT, Hamma Hammami, cuestiona las irregularidades constatadas durante la campaña electoral y durante el escrutinio, la modestia de los medios financieros de su partido, la menor mediatización de la que se ha beneficiado en relación a otros candidatos y la confusión suscitada por la denominación «Al badil etthaouri» (la alternativa revolucionaria) de las listas del PCOT cuyo nombre, en cambio, empezaba a ser conocido. Lamenta también la fragmentación de las candidaturas de extrema izquierda.

Por supuesto, estos factores no son desdeñables. Sin embargo, no bastan para explicar por qué los candidatos de la izquierda radical que han hecho campaña en torno a una democracia ampliada, a un proyecto nacional antiimperialista orientado a la satisfacción de las aspiraciones y necesidades de las clases populares, al desmantelamiento de las instituciones del régimen anterior y al juicio de los antiguos responsables corruptos o implicados en actos de violencia, han atraído tan pocos sufragios, incluido en las zonas más desfavorecidas y los barrios populares. Sobre todo no permiten comprender por qué los militantes de la izquierda radical que desempeñaron un papel fundamental en la movilización revolucionaria, en Gafsa, en Sidi Bouzid y otros lugares, tanto antes de la caída de Ben Ali como en los meses que la siguieron, no vieron este papel reconocido y aprobado por los electores. Se podrían mencionar las distorsiones en la expresión y la representación de la opinión pública provocadas por el mecanismo electoral. Pero una vez que se tienen en cuenta estas distorsiones se plantea la cuestión de la estrategia adoptada para hacerle frente.

¿Habría bastado la unificación de las fuerzas de la extrema izquierda para contrarrestar los efectos perversos de la representación electoral? Parece poco probable en el marco de las relaciones de fuerzas existentes. Si había una alternativa, ¿acaso no se situaba ésta en un sitio diferente de la progresiva ampliación del espacio político de sólo la izquierda radical o de uno de sus componentes?¿No se sitaba más bien en la única organización de masas que, mucho más que Ennahdha (al menos hasta las elecciones), estaba muy vinculada a las clases populares, en este caso la UGTT?

Desde su fundación en la época colonial, la UGTT ha desempeñado un papel político fundamental que no siempre ha sido, lejos de eso, el de intermediario de la política del partido desturiano* . Bien al contrario, a pesar de las relaciones ambivalentes de solidaridad conflictiva que mantuvo con el poder durante décadas, también fue un contrapoder a través del cual se expresaron las oposiciones políticas hasta el punto de que el proyecto de constituir un partido a partir de la UGTT o de presentar listas a las elecciones estuvo muchas veces en el orden del día a todos los niveles de la Central Sindical. Efectivamente, desde mediados de la década de 1990 había perdido una parte de su fuerza y el margen de maniobra de los sindicalistas en relación a las redes burocráticas vinculadas al poder se había restringido considerablemente pero, como hemos visto, en un contexto de movilización revolucionaria, bajo la presión conjunta de los acontecimientos, de los militantes de base y de sus organismos sectoriales y regionales, la UGTT volvió a desempeñar un papel político central que llegó hasta la participación en el Consejo de Protección de la Revolución. A continuación convergieron los intereses de sus cumbres burocráticas y las estrategias de las formaciones de la izquierda radical, cada una desempeñando su división, para que la UGTT se atuviera a un papel social reivindicativo y apoyara al gobierno de Béji Caïd Essebsi. No puedo afirmarlo pero es razonable pensar que exigir la constitución de listas UGTT o emanar cuando menos de sus estructuras más combativas era un apuesta estratégica posible y quizá portadora de una dinámica revolucionaria que solamente las fuerzas de la izquierda radical no podrían infundir. Si hubiera sido posible este enfoque habría impuesto en el debate los verdaderos retos de la revolución (en vez de la absurda controversia de «modernistas contra islamistas»). Hubiera podido llevar a la Asamblea Constituyente a una cantidad considerable de diputados, que probablemente no se habrían unido en torno a un proyecto revolucionario radical pero al menos [estarían unidos] por las reivindicaciones nacionales, democráticas y sociales más urgentes de las clases populares. Que no se vea en estos comentarios la tentación de dar una lección a unos militantes que con frecuencia son inflexibles y valientes. Yo, por mi parte, soy incapaz de hacer una milésima parte de lo que ellos trataron de hacer para que triunfara la revolución. Mi intención, más modesta, es subrayar, tanto aquí como en el resto de este artículo, que el resultado de las elecciones no estaba inscrito en unos datos culturales o sociales implacables sino en la política y las estrategias de los diferentes actores.

¿Modernistas contra islamistas?

Este artículo, ya muy fragmentario, estaría totalmente incompleto si no yo volviera sobre la famosa separación «modernistas contra islamistas». Los mejores resultados de los partidos considerados modernistas, aunque se negaran a llevar a cabo una campaña en contra de Ennahdha, se obtuvieron en las zonas urbanizadas más favorecidas de la capital y del noreste costero. Desde este punto de vista es notable que el Polo Modernista y Democrático, formado por el antiguo Partido Comunista convertido en Ettajdid y por el Partido Socialista de Izquierda (PSG), surgido de la extrema izquierda, haya obtenido sus mejores resultados, por lo demás muy débiles, en los barrios residenciales y de alto copete de Túnez capital. Esta situación es tanto más paradójica cuanto que tanto Ettajdid como el PSG han conservado de su pasado un apego real a la cuestión social. Sin embargo, ésta sólo tiene sentido para ellos en el marco de una modernidad laica cuya defensa sería prioritaria en relación a cualquier otra consideración.

En efecto, muy rápidamente, tras la huida de Ben Ali, mientras que el partido Ennahdha empezaba a penas a reestructurarse, una franja del movimiento democrático volvió a entroncar con un discurso que se podía pensar superado, el de la década de 1990 que había visto a la gran mayoría de los demócratas tunecinos y militantes de izquierda apoyar, más o menos explícitamente, la represión de la corriente islamista. La figura emblemática de esta corriente fue el «modernista» Mohamed Charfi cuya participación en el gobierno había justificado para muchos el silencio que se impusieron ante la feroz represión del movimiento Ennahdha, aun cuando ésta permitía la mutación policial y «mafiosa» del sistema político. Muchas personas que, sin embargo, se alegraban por la revolución privilegiaron rápidamente su voluntad de hacer barrera al islam político en relación al desmantelamiento de las instituciones represivas del régimen anterior [1], buscando con mucha frecuencia negociar una «transición democrática» en unas condiciones que garantizarían la marginalidad de Ennahdha. La solución que encontraron, y debo decir que era la más torpe, fue preconizar el laicismo como principio del Estado. Además, al tiempo que se felicitaban por el éxito de la revolución no pararon hasta tomar sus distancias en relación a sus formas populares, caóticas, no encuadradas, irracionales, no integrables en la modernidad institucional; en una palabra, no históricas.

Mi hipótesis es que anterior a la campaña contra Ennahdha eran los intereses estatutarios de una fracción de las clases medias que yo calificaría de bourguibistas. El Polo Modernista y Democrático representan en su seno la expresión extrema de una ideología eurocentrista, herencia de la colonización y del bourguibismo, que atraviesa en diversos grados a toda la sociedad, incluidos los partidarios de Ennahdha en unas formas particulares. Esta ideología que contribuye a perpetuar la condición subalterna de los tunecinos en las relaciones sociales mundiales funciona, en el mismo movimiento, como uno de los principales dispositivos de distinción estatutaria a beneficio de las clases medias y superiores, y como uno de los procedimientos de exclusión de las clases populares del campo político y de la definición de las normas sociales, culturales y simbólicas. Desde el punto de vista de las clases medias, es uno de los principales retos de la revolución.

Las motivaciones que sustentan las opciones políticas de las clases medias no se expresan solamente en términos de promoción socioeconómica que garantiza un acceso más amplio a los bienes de consumo, sino también en términos de estatuto simbólico y de reconocimiento. Contra la indignidad generalizada promovida por el régimen de Ben Ali, es decir, la desvalorización moral y la autodesvalorización colectiva e individual, los tunecinos tratan de reconstuirse una subjetividad positiva. En este proceso las clases medias urbanas y en particular, los intelectuales entre ellos, desempeñan un papel de mediación que les permite al mismo tiempo reafirmar su estatuto superior en la estratificación social, un estatuto que se construye en una matriz ideológica y normativa muy marcada por la supremacía del mundo euroestadounidense a escala internacional.

A pesar de las apariencias, Ennahdha tampoco se libra de ello. Aun cuando para ciertas dimensiones culturales esta partido tenga la mirada vuelta a «Oriente» más que a «Occidente», aun cuando revalorice una concepción del islam que se dice más cercana del mensaje divino y de los tiempos magnificados de la profecía, aun cuando reactive igualmente unas referencias tildadas de no modernas en algunos dominios de la organización de lo político, del papel del individuo, de las costumbres y de las cuestiones de género, a su manera sigue estando bajo la influencia del modo de pensamiento hegemónico de la modernidad occidental (tecnologismo y cientifismo, fascinación por la fuerza de las burocracias estatales, productivismo, culto a la empresa y al libre mercado, etc.). Oponiéndose en este punto a la ideología bourguibista en sus formas antiguas y contemporáneas, el movimiento Ennahdha no considera el Estado tunecino independiente y anclado en el mundo occidental como un fin en sí mismo sino como un momento del proceso de «renacimiento» del mundo musulmán, un renacimiento basado no en el poder popular sino en la fuerza del Estado, el capital, la ciencia, cimentados por la norma islámica tal como él la interpreta. Así, pretende revalorizar a los tunecinos a través del islam y revalorizar el islam ante la jerarquía eurocéntrica de las culturas y de las fuerzas materiales.

A este ideal que moviliza a una parte de las clases medias se opone otra fracción de las clases medias que en el fondo es profundamente bourguibista, aunque en su seno muchos son sinceramente solidarios de las luchas antiimperialista, apoyan las reivindicaciones de las categorías desfavorecidas contra la explotación y esperan la liberación del pueblo palestino. El modo de consumo, las costumbres y prácticas culturales, el apego a ciertas formas de democracia y a un cierto laicismo, la defensa de los valores normativos de la modernidad como la igualdad de sexos, etc., expresan a la vez su diferencia respecto a las clases populares y el hecho de que su dignidad se construye en el mimetismo en relación al antiguo colonizador, siempre todopoderoso. Demócratas o de izquierda, convencidos de ser «progresistas», identifican la fuente de su salvación en el modelo de la modernidad democrática europea (o en su variante marxista) y en sus referencias filosóficas y morales. Tienen prisa por entrar en la historia moderna, es decir, en la historia europea, y el islamismo, demasiado rápidamente identificado con las clases populares, parece cerrar el camino a ello. A través de su oposición al supuesto «oscurantismo» del partido Ennahdha y de su carácter supuestamente «medieval», las corrientes laicas afirman su distinción en relación a las clases populares, sobre todo rurales, consideradas atrasadas, anacrónicas y pertenecientes la pasado (¡de Europa!), y a la fuente de la irracionalidad, de la superstición y de la antimodernidad.

Frente a la insistencia en la «identidad árabo-islámica» de las corrientes que afirman ser islamistas se ha movilizado, por citar este ejemplo, el tema de la «identidad tunecina», que se supone incluye a la anterior entre sus componentes. Así, al igual que Bourguiba en su época, los «modernos» reafirman la centralidad de una «tunicidad» que se arraiga en un Túnez milenario, cuya arabización e islamización no habrían sido sino un momento más de su historia. No se trata aquí de negar que la historia del territorio tunecino estuvo atravesada por múltiples corrientes de civilización ni de negar las particularidades que forjaron esta historia, sino de preguntarse por los actuales retos políticos de la reactivación por parte de las franjas «modernistas de las clases medias, de un modelo identitario construido principalmente sobre el modelo de las identidades forjadas por los Estados nación europeos. Personalmente veo tres retos en esta reactivación.

Por razones evidentes, hoy apenas les es posible reivindicar una «comunidad de destino» con los países occidentales; en cambio, aunque se jacte de constituir el espacio privilegiado de la lucha contra la dominación imperialista, la referencia a la tunicidad permite, sin traicionarse en apariencia, orientar Túnez hacia el norte del Mediterráneo más que hacia «Oriente». Esta referencia, que descansa en la identificación entre identidad, comunidad nacional y Estado nación según el modelo promovido por el modelo europeo, permite además insertar Túnez en esta trayectoria histórica supuestamente universal que Occidente quiere imponer tal mundo. Finalmente, esta tunicidad privilegia la historia de las regiones costeras, urbanizadas, estatizadas y «reformistas» del país, la historia de las clases medias y de la burguesía, y relega a la no historia a su otra historia, la de las profundidades del oeste y del sur del país, la de esas mismas capas populares que desencadenaron la revolución. No iré más lejos en esta cuestión que merece una exploración más precisa. Pero me parece que estos pocos elementos apenas esbozados proporcionan ya unos puntos de apoyo para captar los retos que camuflan las imprecaciones contra el «integrismo islámico». Los menciono brutalmente: apartar a las clases populares más desfavorecidas (ya sean sensibles a las tesis islámicas o no) de los centros de poder y anclar Túnez en la historia de Europa.

Una ruptura «en el orden»

En el estadio actual de la trayectoria política tunecina la revolución ha alterado los objetivos limitados de las estrategias de normalización transicional para retroceder institucionalizándose en una ruptura parcial pero fundamental con la forma anterior de gobernar. Si bien no se ha desmantelado y reconstituido el ejército y la policía, si la sombra de las negociaciones con las elites del RCD y otras esferas dirigentes del régimen de Ben Ali nunca ha dejado de determinar las opciones de las antiguas oposiciones, en adelante en el poder, sin embargo se ha operado una ruptura efectiva con sesenta años de sistema político. Ya se alegre uno del resultado de las elecciones o se disguste por él no es menos cierto que por primera vez desde hace mucho tiempo Túnez está dotado de una Asamblea plural que en los próximos días y semanas designará a un nuevo presidente de la República, a un primer ministro y a un gobierno antes de ponerse a redactar una nueva Constitución. Es una ruptura tanto mayor cuanto que la mayoría que ha emergido del escrutinio afirma pertenecer al islam político.

El régimen autoritario establecido por Bourguiba se basaba en un sistema constitucional en el seno del cual el presidente de la república concentraba casi todos los poderes en sus manos, se basaba en una enorme maquinaria burocrática que entrelazaba administración y partido único, el Neo-Destur, convertido más tarde en Partido Socialista Desturiano y después, con la llegada de Ben Ali, en el RCD. Durante mucho tiempo se basó en una especie de compromiso social basado en un equilibrio conflictivo entre el partido en el poder, la UGTT y los diferentes sectores de la clase dominante, un compromiso que hizo posible el intervencionismo económico del Estado y unos dispositivos de redistribución cuyos platos rotos pagaron el campesinado y en particular las zonas rurales del interior del país a beneficio de las grandes ciudades costeras. Se consagraba así la permanencia de una fractura histórica entre el este y el oeste del país. El régimen de Bourguiba también obtenía su legitimidad de la lucha por la independencia y de un proyecto de modernización centrado en Europa. Los resortes de este régimen empezaron a encasquillarse desde la década de 1970 pero fue sobre todo en la de 1980 cuando la incapacidad del poder para reformarse a sí mismo llevó a unas crisis sucesivas que desembocaron en la toma de poder de Ben Ali, el cual, lejos de tratar de renovar un sistema profundamente dañado, se contentó con acompañar su descomposición y con acorazar su autoridad por medio de la multiplicación de los servicios de policía y de control de la población, por medio de la represión, del peinado de los barrios, de la constitución de una pléyade de redes subterráneas que garantizaban la dependencia clientelista, a partir de entonces forma privilegiada de la «redistribución», así como por medio de una apertura económica y la ampliación del acceso al consumo de la que se pudo beneficiar una parte de las clases medias.

Se me perdonará haber presentado una imagen un tanto esquemática y fragmentaria del sistema político tunecino tal como se constituyó desde la Independencia, pero de todos modos me parece útil para cuantificar la importancia de la ruptura introducida por la revolución y que consagrará, por una parte, la Constituyente, y, en primer lugar, los fundamentos de la legitimidad de las nuevas autoridades. Surgido de las nuevas generaciones sin relación con la historia del movimiento nacional ni con su apuesta histórica, a partir de ahora el poder que se instaura obtiene su legitimidad de la resistencia a Ben Ali y de la revolución, pero también de las referencias a la democracia, al islam y a la proximidad «de civilización» con el mundo árabo-musulman, sin que, en todo caso por el momento, se cuestione de manera fundamental la matriz centrada en Europa del bourguibismo. Por supuesto, todo esto no se ha llevado a cabo todavía, como es sobre todo el caso de la institución de las formas más o menos democráticas de gobierno. En cambio, es evidente que ya no existe el partido que dominó el poder desde la Independencia y que la pareja partido único/UGTT pertenece definitivamente al pasado: al menos durante un tiempo la nueva formación hegemónica deberá pactar con los demás partidos en el marco de las instituciones representativas. El movimiento sindical ya no jugará el papel central que durante mucho tiempo fue el suyo como principal apoyo social del régimen en el poder y, al mismo tiempo, como fuerza de represión y canal de expresión principal de la oposición política.

Además, los equilibrios sociales característicos del bourguibismo y ya bastante conmocionados bajo Ben Ali con la subordinación de la burocracia sindical y la liberalización económica corren un grave peligro de bascular aún más en detrimento de las clases trabajadoras y de los más desheredados. Efectivamente, nada está firmemente establecido. Las relaciones de fuerza siguen siendo inestables. La revolución ha ido acompañada de una muy amplia politización y ha desarrollado una fuerte capacidad de resistencia y de contestación que no se destruirán fácilmente. Además, los cambios en Túnez se insertan en una conmoción general del mundo árabe cuyas consecuencias hoy son difíciles de prever. Todavía pueden cambiar muchas cosas en los próximos meses y años, pero lo que es seguro es que la disgregación de los cimientos del régimen establecido en la Independencia ha alcanzado un punto de no retorno. Con todo, por el momento esta ruptura no significa la desarticulación de todas las esferas de poder surgidas del régimen anterior. La víspera de las elecciones para la Constituyente los tres partidos que hoy son mayoritarios no se privaban de denunciar, con toda justicia, la autoridad todavía predominante de ciertas redes surgidas del régimen de Ben Ali en los círculos de poder, las instancia nacionales, regionales y locales del ministerio del Interior, la institución judicial y burocrática del Estado. Es probable que, sin alterar demasiado la burocracia estatal ni amenazar a los intereses de las clases dominantes, las nuevas autoridades sean llevadas a negociar y a maniobrar para neutralizar a los unos e incorporar a los otros al nuevo sistema de poder en vías de constitución. En todo caso, no hay que apresurarse a sacar conclusiones; es particularmente difícil diferenciar las estrategias de las opciones tácticas operadas por los diferentes actores. Además, se sabe por experiencia que las tácticas no son inocentes; por sutiles que sean, pueden resultar ser una trampa.

Quizá en la naturaleza de una revolución esté el ser inacabada

La revolución es un momento y un movimiento. El momento en el que «quienes están en lo alto» ya no pueden «gobernar como antes», según la fórmula clásica de Lenin, y en el que «quienes están abajo» están decididos a ya no ser más «gobernados como antes», y el movimiento a través del cual el pueblo se apropia de la política, para sí mismo. El momento triunfó con la huida de Ben Ali; el movimiento se interrumpió, o quizá simplemente se suspendió, en el curso de los acontecimientos que siguieron a la derrota de Kasbah II. Así, empujado por la movilización revolucionaria, el proceso político emprendido con la salida de Ben Ali fue más lejos que los acuerdos de una «transición en el orden» negociada en la cumbre. Pudo imponer una profunda ruptura, una ruptura sin duda «en el orden», por hablar como la Casa Blanca, pero que en el contexto de la revolución árabe en curso podría abrir nuevas perspectivas de liberación a las clases populares. Hay que esperar que otra consigna suceda a la de «el pueblo quiere la caída del régimen»: el pueblo quiere que el gobierno le obedezca.

 

Sadri Khiari es autor de muchos artículos sobre Túnez y de una obra titulada Tunisie, le délitement de la cité, editorial Karthala, París, 2003. Véase también «La révolution ne vient pas de nulle part», entrevista realizada por Béatrice Hibou a S. Khiari, en Politique africaine, n°121, ed. Karthala, París, marzo de 2011, disponible en francés e inglés en http://www.decolonialtranslation.com/francais/

También ha publicado Sainte Caroline contre Tariq Ramadan. Le livre qui met un point final à Caroline Fourest, editorial LaRevanche, París, 2011, La Contre-révolution coloniale en France. De de Gaulle à Sarkozy, editorial La Fabrique, París, 2009 y Pour une politique de la racaille. Immigrés, indigènes et jeunes de banlieue, editorial Textuel, Paría, 2006.

Notas:

* Se refiere al partido de Bourguiba; véase más adelante en el artículo. (N. de la T.)

[1] El poder siempre ha jugado con ello. Así fue con Beji Caïd Essebsi cuando para oponerse al hecho de que los antiguos responsables del RCD no pudieran ser electos, puso de relieve que esto podría favorecer a los candidatos de Ennahdha.

Fuente: http://www.indigenes-republique.fr/article.php3?id_article=1511