En más de una ocasión, el premio Nobel de la Paz ha sido concedido a personas con cuestionables atributos para merecerlo, pero al único que se le otorgó «a crédito» fue a Barack Obama. La causa debió haber sido las esperanzas que despertó su elección en todo el mundo. Parecía anunciar el fin de una […]
En más de una ocasión, el premio Nobel de la Paz ha sido concedido a personas con cuestionables atributos para merecerlo, pero al único que se le otorgó «a crédito» fue a Barack Obama.
La causa debió haber sido las esperanzas que despertó su elección en todo el mundo. Parecía anunciar el fin de una escalada belicista que, con la excusa de combatir el terrorismo, nos aterrorizó a todos. Para Bush no existían demarcaciones legales, éticas o humanitarias con tal de extender la hegemonía de Estados Unidos en el «nuevo siglo americano». Nada importaba al poco ilustre tejano la opinión internacional ni la de sus propios conciudadanos, mucho menos la veracidad de sus argumentos.
Obama regalaba otra imagen de gobernante: inteligente, culto, crítico de la política injerencista y exponente de una voluntad renovadora con raíces en su propia historia personal. Con su inmensa capacidad de comunicación, convenció a muchos que realmente privilegiaba la diplomacia sobre la guerra, que sería respetuoso del orden internacional y, sobre todo, que era un hombre honesto.
Cualquiera, mínimamente informado, sabe que las pretensiones imperialistas de Estados Unidos establecen obligaciones que ningún presidente puede evadir. Pero la discusión respecto a la política de Obama no era que no trataría de satisfacer estos objetivos, sino cómo lo haría y cuáles serían sus límites. El «poder inteligente», incluso en función de los mismos propósitos, no dejaba de ser un alivio comparado con el actuar de su predecesor.
Debo reconocer que nunca compré completo el paquete obamista, pero todavía creo que es un hombre consciente de la responsabilidad del legado que representa. Otra cosa es que tenga el valor de asumirlo con todas sus consecuencias. Conciencia versus consecuencia ha sido el dilema que ha caracterizado la ejecutoria de Obama durante todo su gobierno, pero nunca llegó tan lejos contra sí mismo como en el caso de Siria.
En Iraq y Afganistán, su carácter no lo ha dejado avanzar más allá de una paz a medias. En Libia, trató de guardar la ropa antes de meterse en el río y dejó que algunos de sus aliados cargaran con los «méritos» de la victoria y el costo político del desastre. En el caso de Siria, parecía que tendríamos más de lo mismo, mientras no dejaba de alentar la guerra, hablaba de la necesidad de moderación, argumentando, con razón, la naturaleza terrorista de parte de la oposición que enfrentaba al gobierno de ese país y sus posibles consecuencias para la propia seguridad de Estados Unidos.
Sin embargo, inesperadamente, tomó en sus manos la trompeta de la guerra y la sopló con su propia boca, echando mano a la desacreditada excusa de las armas de destrucción masiva. Recordando al peor Bush, dijo que actuaría al margen del orden internacional y del criterio de sus propios aliados, si ello fuese necesario. Ante tamaña mutación, es lógico suponer que hasta su esposa y sus hijas dudaran de la decisión del presidente, como él mismo ha confesado.
Con seguridad, al igual que Bush lo supo en su momento, Obama era consciente de que ni dentro ni fuera de su país tendría un apoyo mayoritario para atacar militarmente a Siria; que para actuar de esa manera tendría que pasar por encima del Consejo de Seguridad de la ONU y que incluso muchos de sus aliados no se sumarían a la aventura. La diferencia entre ambos, es que todo eso a Bush le importaba un bledo y a Obama le debe importar mucho, toda vez que entra en contradicción con la doctrina que lo puso en la presidencia de Estados Unidos y determinó que le prestaran un premio Nobel.
Lo peor, es que tampoco como guerrero Obama es consistente y determinado. Frente a la crisis originada por su decisión, salió a buscar la aprobación del Congreso, colocándose en una posición donde no existe una opción ganadora: si obtiene los votos gracias al apoyo republicano, quedará enajenado de buena parte de su partido. Si sucede lo contrario, será como resultado de que demócratas y republicanos se unieron en su contra. Tal parece que Obama se ha propuesto hundir las esperanzas demócratas en las próximas elecciones.
¿Qué puede entonces haber arrastrado a Obama a tamaño dislate?
Creo que solo él tiene la respuesta, pero tiendo a pensar que no es fruto de su imaginación, sino de sus debilidades. El hecho de que sus principales colegas, especialmente Kerry como Hagel, hayan cerrado filas junto al presidente y empujado con ganas por la guerra, nos indica que Obama no se volvió loco, sino que importantes intereses presionaron para que actuara de esta manera y no tuvo el valor de enfrentárseles.
Para colmo, Rusia se apareció con una propuesta tan hábil que colocó a Estados Unidos en una posición de absoluta indefensión frente a la opinión pública internacional. Bush hubiese actuado de todas formas, pero Obama no es capaz de tomar una decisión definitiva y vuelve a dejar las cosas a medias, como corresponde a su naturaleza.
Nada, que al primer presidente mestizo de Estados Unidos le quedó grande el Nobel, no tanto por lo que ha hecho como por lo que ha dejado de hacer, y ahora los que le concedieron el premio anuncian reunirse en Noruega para decidir su posible revocación. Lo que se discute debe ser que no ha pagado la deuda contraída.