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El último suspiro de la democracia estadounidense

Fuentes: Blog Contrapunto2002

«Este es nuestro último suspiro como una democracia. La intrusión al por mayor del estado en nuestras vidas y la destrucción de la privacidad son ahora hechos. Y el reto para nosotros -uno de los últimos, sospecho- es levantarse con indignación y poner fin a esta incautación de nuestros derechos a la libertad y la […]

«Este es nuestro último suspiro como una democracia. La intrusión al por mayor del estado en nuestras vidas y la destrucción de la privacidad son ahora hechos. Y el reto para nosotros -uno de los últimos, sospecho- es levantarse con indignación y poner fin a esta incautación de nuestros derechos a la libertad y la libre expresión. Si no lo hacemos así nos veremos convertidos en una nación de cautivos.

Los debates públicos sobre las medidas del Gobierno para prevenir el terrorismo, el asesinato mediático de Edward Snowden y sus partidarios, las garantías ofrecidas por los poderosos de que nadie está abusando de la colección y almacenamientos masivos de nuestras comunicaciones electrónicas olvidan lo más importante. Cualquier estado que tiene la capacidad de vigilar a todos sus ciudadanos, cualquier estado que tiene la capacidad de enterrar el debate público de hecho a través del control de la información, cualquier estado que tiene las herramientas para apagar al instante toda disidencia es totalitario. Nuestro estado corporativo no puede usar este poder en la actualidad. Pero va a utilizarlo si se siente amenazado por una población descontenta por su corrupción, ineptitud y creciente represión. En el momento en que surja un movimiento popular -y surgirá- que se enfrente de verdad a nuestros amos corporativos, nuestro sistema venal de vigilancia total empezará a funcionar a toda máquina.

El mal más radical, como Hannah Arendt señaló, es el sistema político que aplasta con eficacia a sus oponentes marginados y hostigados y, a través del miedo y la destrucción de la vida privada, incapacita a todos los demás. Nuestro sistema de vigilancia masiva es la máquina por la que se activará este mal radical. Si no desmontamos inmediatamente el aparato de seguridad y vigilancia, no habrá periodismo de investigación o supervisión judicial para hacer frente a los abusos de poder. No habrá disidencia organizada. No habrá pensamiento independiente. Las críticas, por tibias que sean, serán tratadas como actos de subversión. Y el aparato de seguridad protegerá el cuerpo político como moho negro hasta que incluso lo banal y ridículo se considere una cuestión de seguridad nacional. Vi esta clase de mal como reportero en el estado de la Stasi de Alemania Oriental. Fui seguido por hombres, siempre con cortes de pelo militar y vistiendo chaquetas de cuero, a los que suponía agentes de la Stasi -el Ministerio de Seguridad del Estado, que el Partido Comunista gobernante describía como el «escudo y espada» de la nación. Las personas que entrevisté fueron visitadas por agentes de la Stasi poco después de que me fui de sus hogares. Mi teléfono estaba pinchado. Algunos con quien trabajé fueron presionados para convertirse en informantes. El miedo colgaba como carámbanos en todas las conversaciones. La Stasi no estableció campos de exterminio masivo y gulags. No tenía por qué. La Stasi, con una red de unos 2 millones de informantes en un país de 17 millones estaba en todas partes. Había 102.000 policías secretos empleados a tiempo completo para supervisar la población -uno por cada 166 alemanes orientales. Los nazis rompían huesos; la Stasi rompía almas. El gobierno de Alemania Oriental fue pionero en la deconstrucción psicológica que torturadores e interrogadores en los sitios negros estadounidenses, y dentro de nuestro sistema penitenciario, han llevado a una perfección espantosa. El objetivo de la vigilancia masiva, como Arendt escribió en Los orígenes del totalitarismo, no es, en última instancia, descubrir los delitos «sino estar a mano cuando el gobierno decide detener a una determinada categoría de la población.» Y debido a que los correos electrónicos de los estadounidenses, las conversaciones telefónicas, las búsquedas en la Web y los movimientos geográficos son registrados y almacenados a perpetuidad en las bases de datos del gobierno, habrá más que suficiente «evidencia» para detenernos cuando el estado lo considere necesario. Esta información espera como un virus mortal dentro de las bóvedas del gobierno a ser utilizada contra nosotros. No importa cuán trivial o inocente sea la información. En los estados totalitarios, la justicia, como la verdad, es irrelevante. El objetivo de los estados totalitarios eficientes, como George Orwell entendió, es crear un clima en el que la gente no piense en rebelarse, un clima en el que el asesinato y la tortura del gobierno se usen contra un puñado de renegados inmanejables. El Estado totalitario logra este control, Arendt escribió, aplastando sistemáticamente la espontaneidad humana, y por extensión la libertad humana. Se pregona incesantemente el miedo para mantener a la población traumatizada e inmovilizada. Convierte a los tribunales, junto con los órganos legislativos, en los mecanismos para legalizar los crímenes de Estado. El Estado corporativo, en nuestro caso, ha utilizado la ley para abolir discretamente la Cuarta y Quinta Enmienda de la Constitución, que fueron establecidas para protegernos de la intrusión injustificada del gobierno en nuestras vidas privadas. La pérdida de la representación y la protección judicial y política, parte del golpe de Estado corporativo, significa que no tenemos voz ni protección legal contra los abusos de poder. El reciente fallo apoyando el espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional, dictado por el Juez de Distrito de EE.UU. William H. Pauley III, es parte de una muy larga y vergonzosa lista de decisiones judiciales que han sacrificado en repetidas ocasiones nuestros derechos constitucionales más preciados en el altar de la seguridad nacional desde los ataques del 11 de septiembre. Los tribunales y los órganos legislativos del Estado corporativo ahora invierten sistemáticamente nuestros derechos más básicos para justificar el saqueo corporativo y la represión. Declaran que las donaciones masivas y secretas -una forma legalizada de soborno- están protegidas por la Primera Enmienda. Definen lobby corparativo -en virtud del cual las corporaciones otorgan financiación a los funcionarios electos y escriben nuestra legislación- como el derecho de petición popular al gobierno. Y podemos, de acuerdo a las nuevas leyes y la legislación, ser torturados o asesinados o encerrados indefinidamente por los militares, ver negado el debido proceso y ser espiados sin orden judicial. Cortesanos obsequiosos que se hacen pasar por periodistas santifican debidamente el poder del Estado y amplifican su falsedades -MSNBC hace esto tan servilmente como Fox News- y al mismo tiempo llenan nuestras cabezas con la inanidad de los chismes de la farándula y la banalidad. Nuestras guerras culturales, que permiten a los políticos y expertos hiperventilar por cuestiones no sustantivas, enmascaran un sistema político que ha dejado de funcionar. La historia, el arte, la filosofía, la investigación intelectual, nuestros últimas luchas sociales e individuales por la justicia, el mundo de las ideas y la cultura, junto con una comprensión de lo que significa vivir y participar en una democracia que funciona, se arrojan al agujero negro del olvido. El filósofo político Sheldon Wolin, en su libro esencial Democracia Incorporated, llama a nuestro sistema de gobierno corporativo «totalitarismo invertido», que representa «la mayoría de edad política del poder corporativo y la desmovilización política de los ciudadanos». Se diferencia de las formas clásicas de totalitarismo, que giran en torno a un demagogo o un líder carismático, pues encuentra su expresión en el anonimato del estado corporativo. Las fuerzas corporativas detrás de totalitarismo invertido no reemplazan, como hacen los movimientos totalitarios clásicos, las estructuras decadentes con nuevas estructuras. En su lugar, pretenden honrar a la política electoral, la libertad de expresión y de prensa, el derecho a la privacidad y las garantías de la ley. Pero son tan corruptos y capaces de manipular la política electoral, los tribunales, la prensa y las palancas esenciales del poder como para hacer una verdadera participación democrática de las masas imposible. La Constitución de EE.UU. no se ha vuelto a escribir, pero ha sido mutilada de manera constante a través de la interpretación judicial y legislativa radical. Nos hemos quedado con una cáscara ficticia de democracia y un núcleo totalitario. Y el ancla de este totalitarismo corporativo es el poder sin control de nuestros sistemas de seguridad internos. Nuestros gobernantes totalitarios corporativos se engañan a sí mismos con la frecuencia que engañan al público. La política, para ellos, es poco más que relaciones públicas. No mienten para alcanzar cualquier meta discernible de las políticas públicas, sino para proteger la imagen del Estado y de sus gobernantes. Estas mentiras se han convertido en una forma grotesca de patriotismo. La capacidad del Estado a través de la vigilancia global para impedir una investigación desde fuera del ejercicio del poder engendra una esclerosis intelectual y moral terrible dentro de la élite gobernante. Nociones absurdas tales como la implantación de la «democracia» en Bagdad por la fuerza con el fin de difundirla por toda la región o la idea de que podemos aterrorizar el Islam radical en todo el Oriente Medio para que se vuelva sumiso ya no se verifican en la realidad, en la experiencia o en el debate sobre la base de los hechos. Datos y hechos que no encajan en las teorías caprichosas de nuestras élites políticas, los generales y los jefes de inteligencia son ignoradas y ocultadas de la vista del público. La capacidad de la ciudadanía para tomar medidas autocorrectivas se bloqueó con eficacia. Y al final, como en todos los sistemas totalitarios, los ciudadanos se convierten en víctimas de la locura del gobierno, de las mentiras monstruosas, la corrupción rampante y el terror de Estado.

El poeta rumano Paul Celan capturó la lentitud de la ingestión de un veneno ideológico -en su caso el fascismo- en su poema «Fuga de la muerte»: «Negra leche del alba la bebemos al atardecer la bebemos al mediodía y al alba la bebemos de noche bebemos y bebemos estamos cavando una tumba en el aire hay lugar para todos nosotros»

Nosotros, al igual que en todos los estados totalitarios emergentes, hemos sido dañados mentalmente por una amnesia histórica cuidadosamente orquestada, una estupidez inducida por el estado. Estamos cada vez más cerca de no acordarnos de lo que significa ser libre. Y porque no nos acordamos, no reaccionamos con la ferocidad apropiada cuando se revela que nuestra libertad nos ha sido arrebatada. Las estructuras del Estado corporativo deben ser derribadas. Su aparato de seguridad debe ser destruido. Y los que defienden el totalitarismo corporativa, incluyendo a los líderes de los dos principales partidos políticos, académicos, expertos fatuos y una prensa en quiebra, deben ser expulsados ​​de los templos de poder. Protestas callejeras masivas y una prolongada desobediencia civil son nuestra única esperanza. El hecho de no levantarse -que es lo que el Estado corporativo espera de nosotros- nos convertirá en esclavos.»

Original en inglés «The Last Gasp of American Democracy», Thruthdig.

Fuente: http://contrapunto2002.blogspot.com/2014/01/el-ultimo-suspiro-de-la-democracia.html