Traducido para Rebelión por Caty R.
La transición política en Túnez parece, una vez más, hecha a la medida de su revolución: llena de sorpresas y resurgimientos. Mientras apenas hace un mes la mayoría de los medios de comunicación nacionales y extranjeros ponían titulares respecto su estancamiento y el callejón sin salida irresoluble en el que se había hundido, hoy la mayoría celebra «el modelo tunecino». Es cierto que comparado con Egipto, Libia, Siria, Yemen, Irak o Bahréin, Túnez parece estar en el buen camino. El «diálogo nacional», las concesiones de la coalición gobernante, las presiones internacionales y la movilización de la sociedad civil -sobre fondo de revueltas y disturbios que desaparecen apenas surgen- han permitido encarrilar los trabajos de la Asamblea Constituyente. Así, la constitución estaría a punto de aprobarse (*). Además el Gobierno islamista de Alí Laaraiedh ha dimitido oficialmente y está a punto de nombrarse un Gobierno de «tecnócratas independientes» dirigido por el antiguo ministro de Industria Mehdi Jomaa; la composición de la comisión electoral encargada de organizar las próximas elecciones se ha ratificado.
En estas circunstancias no es cuestión de aguar la fiesta ni de señalar ahora lo que está mal, pero hay que revisar los fundamentos de esto que aparece como un «milagro». Se trata de saber de qué es exactamente Túnez un modelo. Más allá de los discursos alternativamente denigrantes y laudatorios en torno la «transición democrática», el análisis del proceso revolucionario en marcha desde diciembre de 2010 muestra que los avances políticos de los últimos meses no deben ocultar la incertidumbre de la dinámica que se abrió desde que el pueblo exigió «la caída del régimen», pero que dichos avances constituyen un garantía firme para la consolidación de un nuevo contrato social en el que el Estado y las instituciones representativas son los principales pilares.
Hacia un Túnez democrático
La aprobación de la nueva constitución es una reivindicación central de la revolución tunecina expresada durante los acontecimientos de la Qasba 2, en febrero-marzo de 2011. La Unión General de Trabajadores de Túnez y algunos partidos políticos (como Enhada) se unieron entonces al movimiento revolucionario en la plaza de la Qasba de Túnez para exigir la salida del Gobierno provisional, la disolución de la Unión Constitucional Democrática (el partido del presidente Ben Alí) y la formación de una Asamblea Constituyente. La nueva constitución debe organizar las condiciones de atribución del poder, así como las relaciones entre los poderes públicos, y fijar los derechos y libertades fundamentales con un espíritu acorde con el impulso revolucionario del cual esta constitución es el fruto. Hay que celebrar el afianzamiento de los derechos de expresión, de creencia y de edición junto con las libertades académicas, la independencia de la justicia, la igualdad entre los ciudadanos (que no significa, hablando con propiedad, igualdad entre hombres y mujeres), el derecho al trabajo y la separación de poderes. Todos esos avances son las garantías reales para el establecimiento de un Túnez democrático en el cual, al contrario de lo que pasaba hasta ahora, los tunecinos serán iguales tanto en derechos como en deberes y en el que los abusos del poder y la ley del más fuerte como fundamentos de la legitimidad se eliminan explícitamente del Estado.
¿Una constitución «moderna» y «laica»?
Sin embargo el modelo tunecino no reside en la adopción de una constitución «moderna» y «laica», aunque se regocijen los modernistas y los progresistas tunecinos y extranjeros, que tienen en común su profunda aversión hacia el islamismo político. Por muy escandalosa que pueda parecer esta declaración, en efecto importa poco que ese texto supremo dé prueba de «modernidad» o al contrario de «tradición» -sabemos que se trata de un par de nociones artificiales- o incluso que garantice la neutralidad del Estado en materia religiosa. Porque al contrario de lo que difunden los medios de comunicación occidentales, y repiten los locales, Túnez no tiene que dar garantías a nadie… excepto a los propios tunecinos. La focalización mediática en las referencias al texto religioso en la constitución y su corolario, a saber, el lugar de los derechos de las mujeres, refleja un desconocimiento de la realidad social tunecina en particular y árabe en general, así como una proyección de los peores fantasmas sobre el «diablo islamista» y sus aliados. La concentración de las miradas en las libertades individuales -especialmente las de las mujeres- constituye una recuperación consciente o inconsciente de los tópicos a propósito del Túnez imaginado por Habib Bourguiba «bânî Tûnis al jadîda wa muharrir al-mar’a» (el fundador del nuevo Túnez es el liberador de la mujer) como señala la divisa oficial, pero sobre todo el primer instigador del régimen autoritario. Es una manera de pasar de puntillas sobre las exacciones cometidas por su régimen y después el de Ben Alí contra las propias mujeres en nombre del laicismo y los valores universales. También es olvidar que es ese régimen el que instituyó la desigualdad entre hombres y mujeres, particularmente en materia de herencias, en el célebre Código del Estatuto Personal erigido en dogma inviolable. ¿Merecen los tunecinos y tunecinas la difusión de esta imagen de un «Túnez verde» y abierto a los valores presuntamente forjados por Bourguiba y su modernismo, que en la realidad permanece profundamente desigual y discriminatorio no solo con respecto a las mujeres, sino también respecto a las clases populares, precarias y desfavorecidas?
Las esperanzas frustradas de la democracia social
La constitución como tal solo es una reivindicación revolucionaria entre otras. Los derechos económicos y sociales, y sobre todo la garantía de que la sociedad organice la protección de los más débiles, constituyen el mínimo de este edificio constitucional, a pesar de que era una reivindicación fundamental en los primeros días de diciembre de 2010. Esto explica el poco interés de numerosos tunecinos de las clases populares en los trabajos de la Asamblea Constituyente así como en las negociaciones del diálogo nacional precedente. Para ellos, la democracia social a la que aspiran y de la que tienen, al contrario de lo que se dice, una conciencia aguda y un conocimiento muy preciso, no la realizan las élites políticas en ese texto supremo. Esos tunecinos saben, como los demás, que sin una voluntad política que vigile la creación de instituciones realmente democráticas y justas, la constitución tiene todas las posibilidades de quedarse en papel mojado sin efecto en la realidad. También son conscientes de que su aprobación no cambiará por sí misma a la sociedad tunecina, que sigue siendo una sociedad atravesada por múltiples fracturas y desigualdades sociales y espaciales en todos los géneros y fundada sobre un modelo económico ampliamente obsoleto y generador de exclusión. El empleo de los titulados en paro, la protección social universal, la cobertura de los riesgos sociales, en resumen el Estado social, siguen siendo quimeras acerca de las cuales no se ha llevado a cabo ningún debate público realmente serio. De la misma manera, los expedientes de la justicia de la transición y de las cuentas que deben rendir los antiguos verdugos hasta ahora se han tratado sin profesionalidad, con ligereza y cálculos políticos, a pesar de una ley recientemente aprobada al respecto.
La Asamblea Constituyente en el centro del proceso
Frente a todos esos desafíos, el trabajo de la Asamblea Constituyente ha dado a las clases medias y superiores la oportunidad de proyectar sus miedos y sus fantasmas. Porque la aprobación de una constitución que recoge el asentimiento de la mayoría de los actores políticos, representados en la Asamblea o fuera de ella (como los sindicatos de trabajadores, la patronal o la Liga Tunecina de los Derechos Humanos), no ha sido fácil. Desde el 3 de enero de 2014, los debates de las votaciones artículo por artículo, que en teoría no debían eternizarse, han sido apasionados y a veces incluso violentos, pero todos han llegado a una forma de consenso. Incluso las disposiciones relativas a las prerrogativas del jefe del Gobierno (artículo 90) o sobre la independencia de la justicia (artículo 103), que han hecho verter ríos de tinta, han encontrado una puerta de salida celebrada por todos los protagonistas. El contenido de esos debates ha mostrado que a despecho de la falta de responsabilidad de una parte de la élite política -islamistas y oportunistas mezclados- dispuesta a movilizarse en tono a asuntos secundarios y a exacerbar tensiones ya activas, hasta el punto de amenazar la propia transición política, el marco legal de la Asamblea Constituyente es claramente el único lugar de discusión y construcción del futuro contrato social. A pesar de la mediatización del trabajo de la Asamblea (las sesiones se transmiten en directo por el canal de TV Nacional 2) que exacerba los comportamientos agresivos y las intervenciones demagógicas, el funcionamiento de la Asamblea ha ganado eficacia. Digan lo que digan sus detractores, que exigen su disolución desde octubre de 2012, la organización en comisiones especializadas, y particularmente la comisión de los consensos, así como la preparación de las diferentes versiones de la constitución, muestran que el trabajo ha sido considerable y que las apuestas tienen todas las posibilidades de adoptarse finalmente. Este éxito, que todavía no es total, solo puede fortalecer la confianza de los tunecinos en las instituciones legales y finalmente en el Estado, que todavía hoy constituye al mismo tiempo el principal temor y la principal esperanza de la población.
En conclusión se pueden sacar dos enseñanzas de la experiencia revolucionaria tunecina. En primer lugar contribuye a sacudir un poco más el mito de la alergia de los países árabes-musulmanes a la democracia. Este mito tenaz, mantenido al mismo tiempo en Occidente y también por las élites autoritarias de sus aliados objetivos, se reactivó desde los reveses sufridos por los movimientos revolucionarios, especialmente en Egipto y en Siria. La alternancia pacífica del poder, la libertad de expresión, el debate constante y abierto, a veces violento, el respeto a las instituciones legales, de dudosa legalidad, la edición de reglas del juego iguales y respetuosas de todos contribuyen cada día un poco más a enraizar la cultura democrática en tierra árabe-musulmana. Sin embargo, y esta es la segunda lección de la experiencia tunecina, no hay que olvidar que los auténticos avances políticos de los últimos meses están limitados al terreno político y que queda mucho por hacer para que las palabras «trabajo, libertad y dignidad nacional» encuentren una traducción concreta que se decline especialmente en un programa político coherente y reciba una aprobación popular. Por el momento, no obstante, conviene no aguar la «fiesta democrática» y esperar que la hoja de ruta establecida por el diálogo nacional sea efectivamente respetada por todos los protagonistas de esta revolución.
(*) Este artículo se publicó el día 23 de enero de 2014. Ayer, 27 de enero, se aprobó la Constitución con el apoyo de 200 diputados de los 216 que componen la Asamblea (Nota de la traductora).
El doctor Choukri Hmed es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de París Dauphine e investigador en el CNRS (Instituto de investigación interdisciplinaria en ciencias sociales). Dirige desde hace dos años una larga investigación de campo sobre la revolución tunecina. Sus trabajos se basan en la sociología de la inmigración en Francia y en la sociología de los movimientos sociales. Su web es: http://tinyurl.com/aaggy3l