Me piden título, pues tengo uno que me otorgó quien conoce los adentros de esta alma montuna: «Inmigrante indocumentada con maestría en discriminación y racismo»
País de llegada: el retorno constante
El Síndrome de Ulises: conocido también como el síndrome del emigrante con estrés crónico y múltiple. El psiquiatra Joseba Achotegui fue quien lo descubrió dice que hay cuatro factores asociados: la soledad, el sentimiento interno de fracaso, el miedo y la lucha por sobrevivir.
Sus síntomas: todos depresivos; tristeza y llanto, pensamientos de muerte obsesivos, ansiedad, irritabilidad con menores problemas somáticos, pérdida de memoria.
No voy a hablar en términos psicológicos porque no soy psicóloga, los libros aguantan con todo, también las teorías y se podrá tener maestrías y doctorados pero vivirlo en carne propia otorga propiedad para hablar del tema ante cualquier público: letrado o no. Y solo quien tiene sensibilidad humana es capaz de entenderlo sin que esté de por medio la plataforma de un cartón de universidad.
Y aprovechando que toco el tema de la propiedad, me ha sucedido que cuando escribo de la cuestión que viven los migrantes sin documentos en este país, en este Estado he sido amenazada por «representantes de migrantes» estos personajes que por lo general tienen documentos pero no los arrestos para trabajar honradamente y ganarse el pan con el sudor de su frente, son del tipo de personas que jamás irán a limpiar una casa o a empacar en una maquila y muchos menos al jornal de los campos de cultivo. Me han acusado de escribir falsedades porque la cuestión con los migrantes sin documentos no es tan mala, ¿qué es malo? ¿Qué es bueno? ¿Qué es falso y verdadero cuando la persona explotada no existe para el sistema? Me han dicho que asusto a la gente contando mentiras, pero ellos no son los millones que han cruzado la frontera sin documentos, pero a costillas de estos millones de invisibles compran casas, edificios, autos de último modelo, viajan alrededor del mundo, tienen contactos en medios de comunicación nacionales e internacionales, son invitados a las mejores galas y tienen el descaro de plantarse sobre cualquier alfombra y decir que son defensores de los derechos humanos de los migrantes.
¿Qué derechos pueden defender cuando niegan la realidad que vivimos? Me han acusado de perturbada, de amargada, de irracional, todo por decir la verdad cruda y seca. Estos personajes van a las manifestaciones solo al momento del cierre, llevan una cámara fotográfica y piden a alguien que les tome la foto con el tumulto y después esta fotografía la envían a los medios de comunicación y salen pues las notas: el defensor de los derechos humanos de migrantes sin documentos, fulano de tal, estuvo presente en la manifestación tal, demostrando que trabaja arduamente hombro a hombro con su gente para buscar la legalización de todos.
Me han dicho que con un tronar de dedos me pueden hacer deportar y sé que es cierto y sé que puede suceder en cualquier momento, por eso no me afano con nada en este país y la deportación también puede no venir por medio de ellos porque no soy importante pero soy indocumentada y un día me encuentro a un policía racista que al verme el color de piel me deporte, eso es así y es una realidad y hay que vivir con ello todos los días. Aprender a que no nos doblegue. Pero es un proceso de años perder el miedo.
Me han dicho que con un comunicado que envíen a los medios de comunicación pueden desprestigiarme, ¿qué es el prestigio? Yo no vivo de apariencias, a mí nadie me paga por escribir, lo hago porque me nace, porque quiero, porque es mi derecho, porque es mi responsabilidad y obligación no callar lo que sucede con nosotros los parias. Yo no tengo nada que perder, mi dignidad se defiende sola.
Y está el otro bando, el que me ha visto como material adecuado para explotar, quieren utilizar mi rostro, mi voz, mi letra para causas disfrazadas de humanitarias que solo enriquecen a los infames; me ha invitado a galas para otorgarme reconocimientos, plaquetas, diplomas, aplausos, presentaciones y no voy. No me interesa bañarme de reconocimientos ni de falsos halagos, yo no voy a traicionar a mi gente, a la clase de donde vengo, a la que pertenezco, a mí no me marean las labias, tengo la potestad de hablar desde mi experiencia migrante sin documentos y ése es un privilegio que me ha dado la vida y no lo voy a malograr.
Y qué decir de quienes se creen con la capacidad -y arrogancia- de dar consejo sin que se lo pidan, queriendo demostrar con esto que están más letrados que una vendedora de helados y limpia casas, critican mi forma de forma de escribir, mi gramática, ortografía, estilo, y aprovechan esas debilidades para restregarme en la cara que tienen el conocimiento científico de lo que yo hablo en tono campechano.
Quieren corregir mis letras para volverlas literarias y decir: «es que ella mejoró su estilo porque yo la ayudé. Ella aprendió de gramática porque yo se lo aconsejé. Ella ahora escribe de tal forma porque yo la corregí.
Ella mejoró la dicción porque yo le envié documentos para que los leyera y le aconsejé lecturas.» Y por si fuera poco se presentan con la alfombra de títulos, para que yo vea que no son cualquier mozo, que les debo respeto por lo cultos y escucharlos porque son mejores que yo. Pero ninguno, ni uno habla de mi letra de la esencia de cada palabra, de lo que trato de expresar: ese exilio migratorio de miles, ¿ a quién le importa lo que sienten? Si lo vital es lo que se hace con ellos, son máquinas, objetos que hacen dinero que envían en remesas. Eso es todo y eso es lo más importante. Pero como yo escribo para letrados sabiondos, yo sé a qué clase pertenezco y escribo para mi gente, la que siente, la que lucha, la que trabaja a brazo partido, la que no me puede leer porque no tiene los medios, la que se curte la espalda de sol a sol. Para ellos escribo y los letrados encopetados por mí que pasen de largo. Que cuando quiero consejo sé muy bien a quién pedírselo. Por preocuparnos por dicciones, gramáticas, sonidos, fonemas y otras vainas, perdemos de vista lo esencial…, lo esencial que es lo que transforma el mundo. Ingratos.
Me piden título, pues tengo uno que me otorgó quien conoce los adentros de esta alma montuna: «Inmigrante indocumentada con maestría en discriminación y racismo». Creo que ése es aceptable a la hora de una presentación formal que me pida una etiqueta. Y no se estudia en universidad privada, nacional ni extranjera. Lo da la vida cuando se aprende a subsistir sin documentos.
He recibido golpes bajos y más cuando dije públicamente que soy luna y sol. Trataron de utilizar mi condición sui géneris para descalificar mi letra y mi palabra, pero mi voz es la de millones, somos una legión en el mundo entero. Y aquí estoy hablando desde el sentimiento, desde la añoranza, desde la realidad que por más ficción que le achaquen respira por sí misma. Yo lo único que hago es escribirla. No obligo a nadie a que crea en mis letras, con que las crea yo es suficiente.
Viví lo que millones alrededor del mundo: la depresión post frontera. No es fácil vivir sin documentos porque no se existe cuando no hay un número de seguro social que permita tener beneficios laborales. Poder entrar y salir del país de residencia. No tener documentos reduce las escasas oportunidades para buscar el progreso económico porque es imposible acceder a trabajos con salarios dignos, nosotros los indocumentados tenemos las sobras de las sobras, lo que nadie quiere hacer y con todo y eso nos pagan limosnas. Y de esas limosnas juntamos las remesas, ¿quién tienen la capacidad para entender el valor humano de un envío monetario por un indocumentado?
A nosotros con contratan y nos despiden de palabra, no firmamos documentos donde se aclare que tenemos derechos laborales y humanos. Valemos poco menos que los perros que envían a amaestrar, que duermen dentro de las casas, que les pagan masajes, vacaciones en hoteles para mascotas. La condición humana de una persona sin documentos es inexistente. Eso y el ramillete de trabas y muros dentro del país, la sociedad, la cultura y el sistema hacen que nuestra añoranza se profundice, que caigamos en hondas depresiones que nos arrastran a muchos de por vida a la mayoría durante años. Se aprende a reconocer la depresión post frontera hasta que se sale de ésta, antes es imposible porque todo es borroso, inconsecuente, todo es abismo y oscuridad.
Una sorda melancolía por lo dejado atrás, por lo que está al otro lado de la frontera: la familia, los amigos, la planta de tomate, la calle preferida, el café, las tardes de domingo, el cumpleaños familiar. Y es peor aun para quien es padre y madre y dejó hijos.
Debido a mi naturaleza de vivir todo con intensidad también mis depresiones fueron letales, me duró cinco años la oscuridad en que todos los días decía que me iba a regresar, que no soportaba tanto hielo de la gente, tanta traición, tanto abuso, tanta explotación laboral, tanta invisibilidad. Crecí invisible pero dentro de mi arrabal había calor, amor, amistad, solidaridad, aquí no existe nada de eso; ni los familiares, ni los paisanos muchos menos las otras culturas extienden la mano al indocumentado, que vea cómo se las arregla cada quién, aquí cada cual paga si cuota de estadía y la de unos es más cara que la de los otros. Entre indocumentados se traicionan y no se espera menos de quien tiene documentos eso ya es de ley.
En el país de llegada es mejor vivir con extraños que con familiares o conocidos, porque en casa de un familiar o conocido aunque se pague renta nunca deja de ser un arrimado, es canción de todos los días lo de echar en cara los favores que ya están pagados con creces, la condición de arrimado obliga a quien recién llegó a que haga los mandados, tire la basura, preste dinero que nunca le devolverán porque: «agradecido debería de estar que le estoy dando dónde vivir y encima de arrimado.»
«Qué se vaya a vivir solo a ver si puede. Qué vea a dónde le alquilan un cuarto sin que le roben el dinero. Qué vaya a ver quién le da de hartar. Qué busque el calor de familia en otro lado a ver si lo encuentra. Si vino sin nada y lo que tiene es gracias a nosotros. Qué no se olvide que cuando vino parecía mendigo y aquí lo volvimos gente decente. Qué dé las gracias porque si no fuera por nosotros no enviara remesas. Esa su casa que tiene es gracias a que nosotros le rentamos el cuarto a precio cómodo, ¡y eso nos lo va tener que agradecer toda la vida! Mal agradecido que gracias a nosotros logró enviar el dinero para celebrar los quince años a su hija, sino hubiera sido porque le prestamos el dinero.» Dinero que le tocó pagar con intereses triples a los de un banco.
Venir y encontrarse con eso, sin ningún tipo de apoyo moral hace que desistamos todos los días al caer la tarde y que la noche no sea de desasosiego, por supuesto que se pierde el deseo de continuar, no hay motivo que nos haga florecer, que nos haga festejar los pequeños logros, porque no hay logros, todo es abismo caer y caer. Así es el país de llegada.
El deseo de retornar es constante, todos los días a todas horas. «Me regreso, no tengo nada qué estar haciendo aquí, fracasé». «Extraño a mi familia, mejor me voy pero, ¿cómo les doy estudio a mis hijos?»
La mayoría no emigra buscando riquezas, es la necesidad la que obliga, la falta de trabajo y de oportunidades de desarrollo en los países de origen. Vienen buscando la sobrevivencia. Y no importa lo que le toque vivir aquí nunca lo cuenta en la llamadas telefónicas de los fines de semana, porque no desea que los familiares que se quedaron se angustien, sufran con la desgracia migratoria que ellos están viviendo en el país de llegada. Tal vez esto sea clave para que quienes se quedan no valoren las remesas.
En el caso de mi familia por ejemplo que cuando les preguntan en qué trabajamos mi hermana y yo se inventan cualquier cosa para no decir que trabajamos limpiando baños porque les da vergüenza, pero no les apena ponerse la ropa que va de aquí, o los zapatos. Que no envío yo, porque cinco años tuve para que el alma se me secara, cinco años esperando una tarjeta, una llamada de agradecimiento, un saludo. Sin embargo nunca, nunca fallé como madre de crianza, las remesas fueron puntuales, mi palabra la respeté. Y no por el lazo sanguíneo, no. Fue por conciencia humana, porque siempre una quiere que la generación que viene tenga más y mejores oportunidades de desarrollo. Porque una quiere que este mundo cambie. Quiere que los de abajo tengan voz y herramientas para enfrentar la vida. Porque una busca la equidad.
Por ejemplo cuando hablábamos por teléfono cuando recién llegaban las encomiendas que enviábamos, me decían que: «eché chile con los zapatos que me mandaste, vieras cómo se me quedaban viendo». «No cualquiera se pone esas blusas aquí, y cuando me preguntaron cuánto me costó les dije que no sabía porque mis hermanas me la habían enviado de Estados Unidos.» Mi palabra letal: «¿Pero les dijiste que las compramos en tienda de ropa usada y con el dinero que ganamos limpiando baños?» «Ay, Negra vos me caés mal, tan amargada que sos.»
Es que hay que hablar las cosas claras para que allá sepan lo que cuesta una remesa y una encomienda. Que ese par de zapatos lleva sudor, añoranza, dolor, depresión, frustración, ansiedad, cólera. Que lleva abrazos, deseos de volver, recuerdos, palabras, promesas… El retorno constante.
Y aunque en el país de llegada se tenga el deseo de agarrar camino lo que detiene no es lo que se vivió en la frontera, lo que detiene es la responsabilidad moral que hay con quienes se quedaron, porque hay que sacarlos adelante a costa de lo que sea, ese «a costa de lo que sea» muchas veces es nuestra propia estabilidad emocional y felicidad.
Yo duré cinco años con sus días y sus noches repitiendo que: mañana me voy, mañana me regreso. Pero debía el dinero que prestó mi hermana para el viaje, mis hermanos no había salido de la escuela y eran mi prioridad, eso fue como estar atada de pies y manos dentro de una piscina y saliendo a respirar por segundos para caer nuevamente en la profundidad de un océano del que nunca pensé salir.
El país de llegada es una inestabilidad emocional grotesca cuando en lugar de una puerta una se encuentra con una celda. La Jaula de Oro no es falsa, aunque no es de oro, nos la pintan como de oro pero su condición de jaula no cambia. Venimos a encerrarnos, física y emocionalmente porque estamos escondiéndonos de las autoridades migratorias, tememos que en cualquier momento nos atrapen y nos deporten y ¿Cómo vamos a pagar lo que debemos? Eso nos da inestabilidad, ansiedad, depresión. Es una angustia constante, perenne. No dormimos, tenemos paranoia, complejo de persecución. Todo lo comparamos con lo que dejamos y no nos satisface lo nuevo, el cambio.
Lleva años dejar de comparar, entre que unas cosas maravillan otras duelen. Duele el desperdicio de comida, maravilla la cantidad de áreas verdes y recursos en los establecimientos educativos. Duele el racismo y la discriminación y maravilla ver conductores que respetan y abren paso cuando una ambulancia va pidiendo permiso en la carretera. No me maravillan los rascacielos en cambio levito con la belleza del lago Michigan. Belleza que durante cinco años fui incapaz de ver porque la depresión no me dejaba respirar. Lo veía y lo comparaba con el lago de Atitlán, cuando hay cosas que no tienen nivel de comparación para cada una es única y tiene su particular belleza. Pero eso lo entendí en el camino cuando mi proceso de ascenso comenzó, cuando comencé a salir del abismo en el que estaba. Cuando dejé de pensar en el constante retorno y decidí vivir mi realidad y enfrentarla. En ese instante la melancolía dejó de oprimir mi corazón.
(Continúa)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.