Foto: El colectivo senegalés de grafitis RBS Crew pinta murales informativos sobre cómo detener la expansión del coronavirus. Dakar, Senegal, 25 de marzo de 2020 (Sylvain Cherkaui, AP)
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
El distanciamiento social y el confinamiento destinados a frenar la epidemia de coronavirus no pueden imitarse según el modelo europeo e imponerse a poblaciones que viven al día, en hogares abarrotados, con poco agua y jabón, ni hacerse cumplir mediante la violencia ejercida por el Estado. Es preciso encontrar un modelo diferente
El confinamiento, el encierro o la cuarentena –algunas de las maneras de describir medidas sociales y económicas para aislar a unos seres humanos de otros– tienen una larga historia. Han servido para abordar una amplia gama de asuntos, desde la lepra a la locura, pasando por todo tipo de comportamientos antisociales.
Según Foucault, el confinamiento es una herramienta de la que se sirve el Estado para definir la desviación y la conformidad. Aunque pueda parecer una medida punitiva, el confinamiento raras veces se presenta como tal y, a lo largo de la historia, se le ha enmarcado principalmente en términos morales y, solo posteriormente, como respuesta a problemas médicos.
El siglo XVII fue testigo de la proliferación de “casas de confinamiento” en Europa. En Paris se encerraba a los delincuentes junto con los pobres, los desempleados y los enfermos mentales –aunque, curiosamente, estas casas de confinamiento carecían de certificación médica y no proporcionaban servicios clínicos. En su apogeo, la multitud heterogénea que albergaban estas instituciones equivalía al 1 por ciento de la población total de París.
Hoy el ciento por ciento de París está en cuarentena, al igual que países enteros en todo el mundo. Las personas solo pueden salir del propio domicilio con una nota especial y bajo circunstancias específicas. En caso contrario están expuestas a multas. A diferencia de la explicación del confinamiento de Foucault, el nuevo confinamiento define lo normal en vez de lo anormal. El encierro es lo opuesto a otra justificación de la antigua cuarentena: en lugar de separar a aquellos incapaces de seguir la ética protestante del trabajo y mantener la fortaleza del capitalismo, en el colapso económico provocado por el covid-19 no hay ganadores.
Burundeses repatriados se lavan las manos como medida de prevención contra el covid-19 a su llegada a la frontera de la República Democrática del Congo, 18 de marzo de 2020 (AFP).
Los estados autoritarios e incluso las iglesias tienen la potestad de declarar el confinamiento forzado. Pero cuando el que impone dicha medida es un virus externo, las personas están menos preparadas para ello y son más vulnerables: la gama de penalidades oscila entre las pequeñas molestias relacionadas con la banda ancha de Netflix y los graves problemas causados por el paro y la depresión severa. Cuando muchos países inician una nueva semana de movimientos restringidos, una búsqueda en Google de “qué hacer durante el confinamiento” (“what to do under lockdown”) produce 370 millones de resultados. La angustia de la gente es evidente.
Pero a pesar de la ansiedad que provoca vérselas con la peor pandemia desde la gripe española, vale la pena recordar que la distancia social es un lujo que muchos no pueden permitirse. El pasado fin de semana en Kinshasa, los 14 millones de personas de la capital del Congo respondieron a la exigencia del Estado de quedarse en casa con aglomeraciones y colas por todas partes, en bancos, mercados y negocios, ante lo cual el gobierno de turno respondió con las fuerzas policiales y militares.
Pero los habitantes de Kinshasa que inundaron mercados y bancos al enterarse del próximo confinamiento no estaban siendo “indisciplinados” o “indiferentes” ante el riesgo de la pandemia. Todo lo contrario.
Con el recuerdo aún fresco del ébola y el sarampión, el congolés medio puede contar mucho más sobre una epidemia que el italiano, israelí o estadounidense medio. Y, a diferencia de muchos europeos que atribuyen una cierta omnipotencia al sistema de salud, los africanos son conscientes del frágil estado de los servicios públicos de sus países, algunos de los cuales apenas poseen una docena de camas de UCI, o poco más.
El distanciamiento social (evitar las grandes concentraciones de personas y mantenerse a unos dos metros de distancia) cobra especial importancia en países cuyas instalaciones médicas se verían inmediatamente desbordadas. Sin embargo, por muy difícil que pueda resultar psicológica o económicamente, el tipo de confinamiento practicado en países de renta alta o media, sencillamente no es práctico en países de baja renta.
Y eso no solo incluye a países como la República Democrática del Congo. Los dirigentes de economías más sólidas como Sudáfrica, Kenia, Senegal, o de los Territorios Palestinos deben tener en cuenta que el distanciamiento social tal como se aplica en las provincias más ricas de China, en EE.UU., Francia, España, Alemania o Israel no es adecuado para sus ciudadanos.
Una mujer lleva una mascarilla protectora a causa de la epidemia de coronavirus mientras espera el cambio en un mercado de Dakar, Senegal, el 18 de marzo de 2020 (Zohra Bensemra/Reuters).
Es realmente urgente descubrir el modo de contener la difusión del virus sin imitar al detalle el modelo empleado en el mundo rico. La imposición del confinamiento y el inminente desastre del contagio generalizado ya ha provocado una situación extrema en la India y en algunos países del sudeste asiático, lo que hace pensar en que las perspectivas para África pueden ser aún peores.
En África las familias pueden agrupar hasta una docena de individuos. Las viviendas están abarrotadas, particularmente en los suburbios de las ciudades. Los contactos entre generaciones son integrales y frecuentes. El acceso al agua y jabón supone, en el mejor de los casos, todo un desafío, las cadenas de suministro son inconsistentes y muchas personas carecen de cuenta bancaria. Pero, además, una gran proporción de la economía es informal y muchos africanos ganan cada día el dinero necesario para la cena que prepararán a sus familias.
Por importante que sea el distanciamiento social, es inimaginable pensar que los africanos puedan pasar a hacer su trabajo mediante sesiones remotas por Zoom y agotar sus ahorros inexistentes para acumular comida y suministros básicos para varias semanas.
Imitar el confinamiento al estilo europeo exigirá indefectiblemente el uso liberal de la fuerza. Ya circulan en África numerosos videos por las redes sociales que muestran cómo la policía obliga a seguir el toque de queda, en ocasiones con una violencia desproporcionada, desde Dakar a Kinshasa o a Nairobi.
Al mismo tiempo que Kinshasa intenta hacer cumplir este confinamiento al estilo europeo, IDinsight, una organización sin ánimo de lucro dedicada a combatir la pobreza presentaba un informe sobre cómo organizar un confinamiento adaptado a los países de renta baja. En él se recomienda a prácticamente todos los gobiernos del continente la puesta en marcha de medidas como el cierre de fronteras y la prohibición de grandes concentraciones religiosas, deportivas o sociales, al tiempo que se reconoce que el distanciamiento social no es una medida adecuada para todo el mundo y que el intento de imponer un confinamiento absoluto fracasara o causará daños.
Aquellos servicios considerados “esenciales” variarán de uno a otro país. Los gobiernos deben reconocer este hecho y centrar los recursos en ofrecer herramientas prácticas a los negocios semiformales e informales para poner en marcha el distanciamiento social. Donde no hay agua corriente, será esencial disponer de cubos con tapa, jabón y cloro para el lavado de manos.
Además, es preciso tener en cuenta que las medidas que pueden aplicarse sin apenas repercusiones en un país pueden tener un efecto devastador en otro. El cierre de escuelas en ciertos países de renta baja provocará más horas de contacto entre los niños infectados y los adultos con quienes comparten espacio vital. También puede provocar malnutrición en poco tiempo, si la dieta de los niños depende de la comida que reciben en la escuela.
Escolares asisten a una clase sobre prevención del coronavirus en la aldea Haliouri, próxima a Matal, Senegal. 6 de marzo de 2020 (Sylvain Cherkaoui/Reuters).
Otro de los posibles riesgos es que los autócratas utilicen la crisis del coronavirus como carta blanca para cancelar o posponer elecciones, o reduzcan aún más el derecho a la protesta política –aunque, como se ha visto recientemente en Hungría, este tipo de abuso autoritario no se limita a los países de renta baja.
Los toques de queda y el aislamiento que están sufriendo muchos países de renta alta son territorio desconocido para nuestras economías y nuestra sociedad. El remedio que prometen podría ser peor que la enfermedad que pretenden curar, aun a riesgo de parafrasear a Donald Trump.
En todo caso, el confinamiento es un privilegio. Al mismo tiempo que luchamos con esta crisis y nos aseguramos de que nuestros gobiernos no la aprovechen para reducir sus responsabilidades democráticas, tenemos que ofrecer nuestra ayuda a quienes tienen menos. Al vernos obligados a hacer frente a una pandemia global, nunca ha habido mejor momento para compartir recursos y demostrar solidaridad global.
Dicho apoyo no se justifica exclusivamente por nuestros valores, sino también por nuestros intereses: si los países de renta elevada no quieren verse obligados a mantener un confinamiento eterno, no pueden permitirse ignorar la pandemia que amenaza también a más de mil millones de africanos.
Tal Harris es el Coordinador Internacional de Comunicaciones de Greenpeace África y reside en Dakar desde 2018.
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