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La leche Klim y las caras de mi gente

Fuentes: Rebelión

Ayer fui a uno de los supermercados hispanos de la ciudad de Springfield, Massachusetts. Me ha dado con comer leche Klim en polvo. No la venden en ninguna otra parte.

Mientras me estaciono, veo que llega un hispano, creo que boricua, en un carro de lujo. Tiene aspecto de lo que mi amigo Camilo llamaría un «bichote». El tipo es medio cuarentón. Semblante de malo no le falta. Es todo músculo, ni cuello tiene. Me fijo en su muñeca, en la que lleva tremenda pieza de joyería en oro. Lo acompañan dos jovencitos que muestran, al andar, orgullo de ser guapetones. No parecen, sin embargo, mafiosos refinados, como los que uno ve a veces en los negocios italianos de esta ciudad, otrora meca de la antigua mafia.

Ya dentro del supermercado, me siento como en las calles de Caracas o ciudad de Panamá o en El Chorrillo. Aquí hay hispanos de todas partes, pienso. Es el asunto ese de que también los boricuas tenemos nuestras visiones estereotipadas. Más allá de eso, sin embargo, se escuchan acentos de todos los lugares de la América pobre: México, América Central y Puerto Rico. Este sitio era antes de los vietnamitas, pero estos ya tienen propio barrio, con restaurantes, supermercados y lugares de belleza. 

Encuentro la lata de leche Klim. Lo admito, he recaído en el vicio de comerla cruda. Dejo que cada cucharada, contrariando la ley de gravedad se adhiera al cielo de mi boca. ¡Oh!, el primer chorrito de saliva endulzada en la boca. Y otra cucharada, seguida de otra cucharada, hasta que ya me siento con los lados de las encías empañetadas de leche Klim en polvo.  «Tanto me regañó mi abuela por comerme la leche Klim, que terminé pasando buena parte de mi adultez sin comerla», me dije a mí mismo.

En la fila de pagar veo a un hombre blanco. Está muy bien vestido. Usa ropa elegante, de la que no conoce ni lleva el bichote. Parece sacado de un anuncio de Clubman. Llama la atención lo cómodo que se siente en un lugar en que él, para todos los efectos, es un extranjero.

En la otra línea de pagar, veo a una mujer hispana con pinta de boricua. Frente a ella un carrito de compras a punto de desbordarse. Debe de ser la entrega reciente del pago del estímulo de Biden. Pues que por bien sea, ¿no? Lo malo es que está insultando a toda voz a su hija de algunos seis años. «No te quedes ahí, como una elefanta», le dice. Luego expande su pecho, y vuelve a gritar «Una elefanta, eso es lo que eres». No entiendo la comparación.

La mujer debe tener algunos 30 años, pero se ve acabada. Es trigueña, como decimos nosotros, pero su piel tiene una tonalidad verdosa. La cara es visiblemente deslucida, producto quizá del maltrato y la vida dura. Está en los huesos, diría alguien sin pelos en la lengua. La niña, por el contrario, es bellísima. La miro buscando sus ojos. No veo nada. Tiene una expresión llana; y sus ojos miran al vacío, como si estuviera viendo en una pantalla, plana e invisible, el futuro difícil que le espera. Ni la vieja en su fealdad maltratante, ni la infanta en el espanto de ser abusada, tienen semblantes de selfies. No es fácil vivir la vida, diría mi hermana.

Ya soy el penúltimo en la fila de pagar. Frente a mí hay una mujer boricua de unos 30 años. Se nota cansada, pero cansada de trabajar. Actúa muy cortés con la cajera y conmigo. Pone sus cosas en la correa, y mueve el palito para dividir su compra de la mía. La observo. Su pelo es negro, intensamente negro, y la piel es casi blanca. Le miro la nariz, ese rasgo tan distintivo de nuestra gente, para asegurarme, ¿no?

Me descuido por un momento, y noto que la cajera añadió mi leche Klim a la compra de la mujer. Le advierto a la empleada, una afroamericana, que la leche es mía. Esta me hace un gesto de que mire a la mujer boricua. Miro a la compatriota y me dice que quiere pagar mi cuenta. «No, por favor», le digo. No hace falta». Me mira fijamente y, en tono afectuoso, me dice: «No se sienta mal, señor, otra gente ha hecho lo mismo por mí».