El primero de septiembre último la matanza en la prisión de Makala (carbón en suajili), ha vuelto a poner en foco el trágico sistema carcelario de la República Democrática del Congo (RDC), prácticamente igual al de la mayoría de las cárceles del continente.
La masacre en la prisión central de Makala en el municipio de Selembao, al sur de Kinshasa, la capital del país, que cuenta con una población de 15.000 reclusos, es la más poblada de la RDC. Tras el motín, las autoridades han negado que se hayan producido evasiones, a pesar de que los grupos de derechos humanos insisten en que faltan 2.000 reclusos desde entonces.
La sobrepoblación de la prisión parece superar todos los límites imaginables. Construida en 1950 para alojar a 1.500 detenidos, en la actualidad se calcula que la ocupan más de 15.000. En ella conviven desde acusados de pequeños hurtos hasta asesinos, presos políticos, menores de edad e incluso condenados a muerte que conviven cotidianamente con el resto de la población.
En los 11 pabellones con que cuenta la prisión, se carece absolutamente de todo, desde agua potable (existen imágenes en las que se ve a detenidos que toman agua directamente de un balde), tampoco existe aireación y la luz eléctrica, en el mejor de los casos, sufre cortes constantes. Los presos tienen una sola comida al día preparada por ellos mismos; por lo general un guiso que termina siendo un mazacote carente de todo valor nutritivo. No son extrañas las muertes por hambre, en estos últimos años se registraron cerca de 20.
Sin espacio siquiera para que los presos puedan tirar un colchón en el piso, duermen directamente sobre él y en muchos casos sobre el cuerpo de otros compañeros. Los baños también son usados para pasar la noche, tan apretujados como en los pabellones, lo que provoca constantes reyertas que en la mayoría de las ocasiones terminan en muertes. Aunque los detenidos tienen una oportunidad de evitar ese suplicio pagando 3.000 dólares para conseguir un sitio en el salón VIP que garantiza, para cien reclusos, cuatro letrinas, una ducha y el suficiente espacio en el piso para dormir sobre un cartón.
La situación higiénica y la promiscuidad permiten la trasmisión de enfermedades de todo tipo, como tuberculosis, sarna, paludismo e incluso HIV, de las que se desconoce el número de infectados. Las prisiones, si bien formalmente cuentan con dispensarios, en realidad son cáscaras vacías sin siquiera termómetros, tensiómetros y donde, con suerte, se puede encontrar algún analgésico para toda enfermedad.
En el interior de la prisión el orden está en manos de los propios reclusos, que se conforman en organizaciones conocidas como capitas, que son las que gestionan absolutamente todo, incluso el peligroso tránsito de los guardias por el interior del recinto. Esto hace que las bandas rivales se encuentren en constantes guerras territoriales y en el control de “negocios” como la provisión de drogas, la llegada de las encomiendas familiares a los detenidos y sus visitas, por ejemplo.
Solo 2.000 del total de la población se encuentran con condena firme, mientras la gran mayoría tiene sus causas en proceso, sin nunca haber visto un juez e incluso a muchos ni siquiera se las han iniciado, por lo que hay detenidos que llegan a los 20 años de encierro sin haber recibido condena.
La burocracia también conspira contra los presos, llegando al punto en que a muchos de los detenidos, después de haber cumplido su pena o ser sobreseídos, se les demora la libertad varios años.
El pasado primero de septiembre, a pocas horas del inicio del día en una noche de calor extremo, tras un frustrado intento de fuga comenzaron a escucharse los primeros disparos de la guardia, lo que dejó como saldo más de 130 reclusos muertos, 24 por heridas de balas y el resto por asfixia a consecuencia del aplastamiento producido por una estampida cuando intentaban escapar del fuego de los agentes, mientras que un número desconocido de ellos murieron tras el derrumbe de una pared que pretendían perforar. Al menos otros 70 resultaron heridos.
Por estos hechos el director de la prisión, Joseph Yusufu Maliki, fue suspendido por el ministro de Justicia, el director se dio a la fuga de manera inmediata y es buscado por las autoridades, un hecho que revela que el motín tendría otras razones por ahora no clarificadas.
Más tarde se ha conocido que en medio de los disturbios y las corridas un grupo de internos llegó hasta el pabellón nueve, donde se encuentran presas unas 350 cincuenta mujeres y tras abrir las puertas 260 de ellas, 17 menores de 19 años, fueron violadas y sufrieron otro tipo de agresiones.
En algunos casos las violaciones fueron masivas, de entre diez y quince hombres. A consecuencia de las heridas provocadas una de las mujeres murió un par de días después.
Se estima que más detenidas habrían sufrido abusos, pero por pudor, cuestiones religiosas u otras creencias prefirieron no denunciar el hecho. Respecto a las violaciones, tampoco se puede confirmar que hayan sido exclusivamente los presos, ya que también a ese pabellón habían accedido guardias de la cárcel.
Si bien se supo de las violaciones de manera inmediata, el Gobierno ocultó la dimensión y cantidad de esos ataques hasta varios días más tarde, ya que tras los sucesos todas las visitas fueron canceladas y la prisión se mantuvo totalmente cerrada prácticamente por una semana.
En sus relatos, las mujeres cuentan que en plena oscuridad un grupo de hombres entró a los gritos al pabellón y que mientras algunos las atacaban otros buscaron no solo dinero y teléfonos móviles, sino que también saquearon sus víveres, llevándose además una gran cantidad de colchones. Un artículo sumamente preciado, ya que el penal no lo suministra.
Debió pasar prácticamente una semana desde el asalto sexual para que las víctimas pudieran recibir asistencia médica, cuando se autorizó a que un equipo de Médicos Sin Fronteras (MSF) pueda entregar “kits sanitarios para violencia sexual”, cuya aplicación debe utilizarse antes de las 72 horas de ocurrido el hecho.
Lo sucedido en el pabellón nueve de Makala remite a otro suceso prácticamente igual al sucedido en la prisión central de Kasapa en septiembre de 2020. Construida en 1958, con una capacidad para 800 reclusos, era ocupada por más de 3.000, entre los que había 60 mujeres y más de 50 niños.
En la cárcel de Kasapa, de la ciudad de Lumumbashi -la segunda en población más importante del país, próxima a la frontera con Zambia y a unos 2.300 al sureste de Kinshasa- en el contexto del motín se produjo un incendio en el pabellón de mujeres, las que por más de tres días tuvieron que permanecer en el patio a merced de los presos, que las violaron repetidamente.
Aquel hecho provocó inicialmente la aplicación de mayores medidas de protección para las detenidas, un plan de traslado a otras prisiones y la liberación de los detenidos sin condena, solo para bajar el índice de ocupación. Este protocolo ahora, también se cree que será aplicado en Makala.
Por otra parte el ministro de Justicia, Constant Mutamba, ha prohibido a los jueces enviar nuevos detenidos a esta prisión, medida que ya ha sido desestimada por el Consejo Superior de la Magistratura.
La presencia de mujeres en prisiones mixtas, según la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, en su Resolución de 1995 exige a las naciones del continente estándares internacionales para proteger los derechos humanos de los reclusos. Y respetar particularmente los de las mujeres, según las Reglas de Bangkok de las Naciones Unidas, que pide mantenerlas completamente separadas de la población masculina en todos los penales.
Una historia repetida
Tras la crisis del primero de septiembre, algunos expertos e investigadores concordaron en que el hecho había sido un sabotaje, no un intento de fuga. Que mientras las autoridades carcelarias intentan descongestionar la prisión los jueces envían el doble de detenidos. Las acusaciones fueron rechazadas por los magistrados, negando cualquier responsabilidad en el intento de fuga e indicando que el problema responde a otros intereses.
Situaciones como la de la prisión de Makala, que en 2017 ya había sufrido la fuga de 4.500 presos en el marco del ataque exterior de un grupo armado, a pesar de que en ese momento las autoridades estaban desarrollando un programa para disminuir el hacinamiento y la superpoblación carcelaria.
La prisión central de Goma, capital de la provincia de Kivu Norte, a más de 2.000 kilómetros al este de Kinshasa, construida para 300 personas, cuenta ahora con más de 4.000. Esto se agrava en vista que en todo el este de la RDC, existe una gran actividad de grupos insurgentes e incluso bandas criminales que se dedican a la explotación de oro, coltán y otros minerales, por lo que la población carcelaria tiende a un aumento constante.
En otros centros de detención, como el de Buluwo, existen seis sanitarios funcionales para 600 reclusos, y en la prisión de Goma tres sanitarios para 500 presos, a lo que se suma la escasez de agua, por lo que los presos deben utilizar agua de lluvia o sacarla de los ríos. Por ejemplo, los detenidos en la prisión de Angenga cuentan con solo dos litros de agua por día para todo uso.
Lo mismo que pasa con el agua o los insumos médicos sucede con la alimentación. En la prisión militar de Ndolo toda la comida se reduce al fufu, una bola de masa a base de harinas o tubérculos hervidos y triturados, hojas de mandioca, sin nunca agregar carne ni pescado.
En vista de la sobrepoblación y la escasez de recursos que sufren la mayoría de las prisiones de la República Democrática de Congo, se puede concluir que cualquier condena, por leve que sea, puede ser una condena a muerte.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC
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