“La guerra -dijo una vez el cómico John Stewart- es la forma que tiene Dios de enseñar geografía a los estadounidenses”. (Citado en Daniel Inmerwarhr, Cómo ocultar un imperio. Historia de las colonias de Estados Unidos, Capitán Swing, Madrid, 2023, p. 253.)
El esfuerzo desesperado de Donad Trump, como expresión del intento de restablecer la hegemonía imperialista de Estados Unidos se expresa en términos lingüísticos. No solo se impone una política agresiva de aranceles, proteccionismo, nacionalismo económico, anuncios sobre anexiones de territorios (Groenlandia, Canal de Panamá), humillación de sus súbditos y subordinados (Unión Europea, Ucrania), trato de perros a sus lacayos (Zelenski en primer lugar). También se implanta, vía decretos presidenciales, cierto lenguaje, una muestra de que el dominio tanto interno como externo pasa por la imposición de un nuevo-viejo lenguaje para tratar de mostrar simbólicamente quién es el dueño del mundo y a quién se debería obedecer.
Este intento de Trump de imponer otro lenguaje tiene varias derivaciones: decretar nuevos términos para referirse a lugares en Estados Unidos y fuera de allí o restaurar nombres desprestigiados que habían sido cambiados; eliminar la página web en español de la Casa Blanca; represión abierta o soterrada a quienes hablen español; y, no menos importante, la imposición del inglés como lengua oficial del Estado Federal.
El hecho más sonado ha sido el de rebautizar el Golfo de México para designarlo ahora Golfo de América, porque ese nombre es “hermoso y es el apropiado” para denominar a esa masa de agua dijo con soberbia ignorancia el mandamás de la Casa Blanca, que por decreto parecería pertenecer en su totalidad de manera exclusiva a Estados Unidos, negando que otros dos países [México y Cuba] tienen aguas territoriales en ese Golfo.
Este hecho nos sirve para analizar someramente dos cuestiones de índole lingüística que denotan que las denominaciones dicen mucho sobre la política imperialista. La primera versa sobre América como un nombre adoptado por Estados Unidos y la segunda sobre el Golfo de México.
AMÉRICA SON LOS ESTADOS UNIDOS
A primera vista podría pensarse que la denominación Golfo de América es inclusiva y más universal que la de Golfo de México porque tendría en cuenta al conjunto del continente. Eso no es cierto, ya que para Estados Unidos América son ellos y los demás habitantes al sur del Río Bravo pertenecemos a un mundo atrasado, de delincuentes y criminales.
Este mismo hecho debe ser explicado en términos históricos. Para empezar, el vocablo América fue enunciado por primera vez en el siglo XVI para referirse a todo el nuevo continente, en el cual la potencia dominante era España. El nombre rinde honores a Americo Vespucio, un navegante florentino quien fue el primero que anunció en Europa que se había descubierto otro continente. En su homenaje el cosmógrafo alemán Martin Waldseemüller editó en 1507 las cartas de Vespucio junto con su Cosmographiae Introductio. En el prefacio escribió: «Ahora que esas partes del mundo han sido extensamente examinadas y otra cuarta parte ha sido descubierta por Américo Vespucio, no veo razón para que no la llamemos América, es decir, tierra de Américo, su descubridor, así como Europa, África y Asia recibieron nombres de mujeres.»
América empezó a emplearse para referirse a todo el continente y los habitantes nativos de este hemisferio empezaron a ser denominados con el gentilicio de “americanos”. Luego empezó a utilizarse para nombrar a los colonos de origen europeo que se establecieron en estas tierras o a sus hijos. El gentilicio americano no designaba alguna nacionalidad sino una procedencia geográfica genérica, referida a cualquier habitante del nuevo mundo, estuviera en los dominios de España, Portugal, Gran Bretaña o Francia, eso no importaba.
Por su parte, Estados Unidos empezó a autodenominarse América varios siglos después, solo al final del siglo XIX. Y eso aconteció cuando ese país se convirtió en una potencia imperialista, y el nombre está asociado a esa transformación histórica.
En 1776, tras su independencia, el nombre impuesto al nuevo país fue el de Estados Unidos de América. En ese mismo momento, algunos sugirieron otros nombres: Fredonia, Columbia, La Unión, La República…
Al principio se solía utilizar Columbia, un apelativo simbólico asociado a Cristóbal Colón y como muestra de que el nuevo país se diferenciaba de Gran Bretaña y lo ubicaba en otro continente, en el “nuevo mundo”.
Esto cambio a finales del siglo XIX, más exactamente en el momento en que Estados Unidos se anexionó a las últimas colonias españolas (Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guan) y a otros territorios, Hawái y Samoa. Con el ingreso al club de países imperialistas, los viejos nombres no parecían adecuados, porque no era ni una República, ni una Unión (los territorios anexados no contaron con la voluntad libre y expresa de sus habitantes). En este contexto, fervorosos imperialistas propusieron diversos nombres para la nueva realidad: América Imperial, La Gran República, Los Grandes Estados Unidos. Sin embargo, se impuso América, un apelativo que tiene el mérito de ser breve, sonoro, fácil de pronunciar y no se refiere a uniones o republicanismo.
No fue casual que el primer presidente visceralmente imperialista, Theodore Roosevelt, se refiriera a América en su primer discurso anual. Y en adelante, en Estados Unidos todos empezaron a utilizar el vocablo América, que empezó a figurar en canciones, poemas, himnos… Tal y como lo explica el historiador Daniel Immerwahr: “El imperialismo trajo ‘América’ al primer plano, resolviendo las aflicciones del país respecto a la nomenclatura. Presuntuoso, despreocupadamente expansivo, era un nombre que encajaba con el carácter nacional en el amanecer del siglo. Donde generaciones anteriores podían haberse refrenado en adoptar ‘América’ en deferencia a los otros países americanos, al nuevo imperio no le importaba. Dios no había derramado Su gracia sobre ellos, ¿verdad? Podía reclamar el hemisferio como suyo. Sugerir otra cosa era antiamericano”.
Y el resto del continente, la mayor parte espacialmente hablando, sencillamente dejo de existir o ya no se le concedió ninguna importancia. No interesaba que representara el 75% del territorio al sur del Río Bravo y que cubriera tierra, mar e islas y que tuviera, como hoy, casi el doble de habitantes que los Estados Unidos.
Autodenominarse América y excluir del nombre al resto del continente y sus habitantes se convirtió en un grito de dominio y de poder, que generó un nuevo sentido común entre los habitantes de Estados Unidos, que empezaron a hacer gala de etnocentrismo y pretendida superioridad. Y eso se ve en los tiempos actuales, con Trump y sin Trump, solo que ahora la discriminación lingüística goza de la legitimidad que se le confiere desde la Casa Blanca, perdón desde The White House.
Speak English. This is America. Estas son las palabras con las que un abogado de Manhattan reclamó al dueño de un restaurante para que sus empleados hablaran en inglés, y no en español.
Es la misma idea que llevó a una maestra en Nueva Jersey a decirles a sus estudiantes, hispanoparlantes, que en Estados Unidos se luchaba por defender el derecho de hablar americano (inglés), porque nada hay más natural que darle a una lengua el nombre del país en que se habla.
El chofer de un bus escolar les prohibió a los niños hablar en español dentro del vehículo y eso lo comunicó mediante un aviso que pegó en el frente del autobús: «Por respeto a los estudiantes que solo hablan inglés, ¡NO se permitirá hablar español en este autobús!». Esta es la lógica de lo que se llama sin eufemismos Imperialismo lingüístico.
FOLFO DE AMERICA, NEGOCIOS, ANTE TODO, Y LA HISTORIA NO IMPORTA
El Golfo de México, una cuenca oceánica que se formó hace 300 millones de años, tiene una extensión de un millón y medio de kilómetros cuadrados, sus aguas albergan una gran biodiversidad marina, sus puertos son vitales en el comercio mundial y, por desgracia, alberga yacimientos de petróleo. En la actualidad tres países comparten costa en ese Golfo: México, Cuba y Estados Unidos.
Los lugares circundantes al Golfo fueron poblados por civilizaciones indígenas, muchos siglos antes de la llegada de los europeos. Allí residieron mayas, toltecas, olmecas y aztecas y bautizaron de diversos modos a la cuenca marítima. Los mayas llamaban a las aguas costeras Yóok’kʼáab («gran extensión de agua»), Cuauhmixtitlán (“lugar del águila entre las nubes”) y Chactemal (“lugar rojo”), como referencia a los tonos de los atardeceres.
Cuando los españoles sometieron a los aztecas bautizaron la cuenca marítima con el apelativo Golfo de México, de mexica un término españolizado de origen náhuatl, aunque al principio en algunos mapas aparecían las denominaciones Golfo de Nueva España o Mare de Nort. Golfo de México es una denominación propia del colonialismo español que también fue un colonialismo lingüístico. Ese apelativo apareció oficialmente en los mapas que se publicaron a finales del siglo XVI.
La imposición de nombres por Donald Trump, un multimillonario ignorante que no sabe mucho ni de geografía ni de historia, es una práctica cotidiana en su vida de acaudalado capitalista que está acostumbrado a bautizar con su nombre y apellido los haberes de su riqueza (rascacielos, hoteles, vinos…). Como capitalista puro y duro para Trump lo importante es la marca. Ahora, la marca es un país que se autodenomina América (Estados Unidos) y, por eso, para este individuo el Golfo debe llevar el nombre del país que, dice él, hace una mayor inversión económica en la cuenca, y no interesa la geografía, la historia, la cultura ni las lenguas que se ha desplegado desde hace miles de años, ni que ese lugar sea compartido con otras naciones. Es como si el Golfo hubiera nacido ayer, cuando Trump se enteró de su existencia, lo cual fue posible porque muchas de sus inversiones económicas se dan en el espacio de la cuenca, en Florida, para señalar un caso.
En Estados Unidos se ha procedido a rebautizar el Golfo. El Sistema de Información de Nombres Geográficos lo actualizó. Los conglomerados tecnológico-digitales, aliados directos de Trump, procedieron a obedecer de inmediato. Microsoft cambio el nombre en sus mapas de Bing. Google decidió que en su aplicación de Google Maps el nuevo nombre aparezca para el territorio de Estados Unidos, en México se seguirá viendo el apelativo original y en el resto del mundo aparecen los dos nombres. Apple también cambió la denominación en su servicio de mapas.
Para los desobedientes el garrote, como lo comprueba que un reportero de Associated Press se le impidió la entrada a la Oficina Oval de la Casa Blanca, porque la agencia de noticias sigue hablando de Golfo de México en su manual de redacción.
Un decreto modifica un nombre vinculado a una compleja historia de sociedades indígenas, de colonialismo ibérico, y de cruce de culturas. Eso quiere borrarse de un plumazo como parte del proyecto de Hacer Grande a América otra vez [MAGA, por sus iniciales en inglés] y por eso hay que pisar fuerte, empezando por los nombres, ya que nombrar es una forma de apropiarse de las cosas. Eso lo reafirma Trump cuando dice: “Hoy hago mi primera visita al Golfo de América desde que se le cambió el nombre. Mientras mi Administración restaura el orgullo estadounidense por la historia de la grandeza estadounidense, es apropiado que nuestra gran nación se reúna y conmemore esta ocasión trascendental”.
Para Donald Trump, y gran parte de los habitantes de Estados Unidos, el Golfo de México es un simple accidente geográfico, en el que se encuentra petróleo y al que debe perforarse sin pausa. Para ellos la historia no cuenta, más bien se trata de reescribirla, desconociendo a los habitantes originarios y al hecho de que España fuera el poder dominante en gran parte de lo que hoy son los Estados Unidos durante varios siglos, tal y como se manifiesta en el lenguaje que se habla en Cuba, México y en gran parte de Estados Unidos.
En ese proyecto imperialista de Hacer Grande a América otra vez (MAGA) resulta esencial el simbolismo de la toponimia. Se trata de mostrar una apropiación y una expropiación lingüística y cultural rebautizando lugares, y dándole poder a los expropiadores, en este caso a los Estados Unidos. El cambio del nombre del Golfo de México no es una cuestión nominal, sino que tiene hondo significado y revela cómo Estados Unidos hace lo que se le venga en gana y muestra a su historia como la de los exitosos y ganadores, al estilo hollywoodense, que es el mismo estilo Trump.
Es el anuncio de futuras agresiones militares, comerciales, aduaneras en la región, que agravan la situación de un país particular, Cuba, que también tiene presencia en la cuenca de lo que ahora en Estados Unidos se llama Golfo de América, donde este país puede alegar que esa porción de mar le pertenece en virtud de los designios de la Divina Providencia.
Estamos ante un ejemplo de imperialismo lingüístico en el que Estados Unidos se arroga el derecho de cambiar nombres a su acomodo e imponerlos en inglés. Es una forma de discriminación lingüística que consolida la lengua dominante en desmedro de otros idiomas, porque parte del presupuesto de que una lengua es mejor que las otras y usarla da más prestigio y caché.
El asunto va más allá de modificar el nombre de una masa de agua y de estampar una apropiación en el papel o en las pantallas, sino que revela una burda xenofobia basada en la pretendida grandeza de Estados Unidos. Un país provinciano que se cree el ombligo del mundo y que, con una política agresivamente imperialista, se atribuye el poder de hacer y deshacer como le venga en gana, y eso se aplica también en el ámbito lingüístico con la imposición de su propia toponimia. Donald Trump pretende rescatar una pérdida identidad estadounidense, recurriendo a la negación histórica y cultural, y considera que la marca América expresa el poderío de los Estados Unidos y le permite pisotear a los demás cuando se le venga en gana.
Porque, recordemos, que ahora lo que se plantea por parte de Estados Unidos es ser “grande” otra vez y eso solo puede hacerse a través de la guerra. Sí, una guerra, en todos los frentes, incluyendo el lingüístico, lo que supone que la anglización forzada del mundo sea una comodidad para los capitalistas de Estados Unidos ya que les permite hacer negocios en cualquier parte del planeta y ayuda a difundir e imponer sus ideas, ambiciones y proyectos de dominio. Junto a las guerras comerciales, militares, aduaneras, Trump y compañía libran una guerra lingüística, porque como decimos en el parágrafo de apertura de este escrito la guerra es la mejor forma que tienen los estadounidenses de aprender geografía. Eso quiere decir que muchos habitantes de los Estados Unidos ahora con el rebautizo del Golfo de México y la imposición del apelativo Golfo de América se han enterado por primera vez que su país controla parte de esa cuenca marina y seguramente no les importa saber que allí también confluyen otros dos países, dos “paisitos de mierda” como los llaman Donald Trump y sus millones de seguidores del “culto”, “sabio” y religioso Partido Republicano.
Una versión preliminar y parcial fue publicada en papel en El Colectivo (Medellín), No. 105, marzo de 2025.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.