“La piratería es […] mucho peor que el robo o el hurto en tierra, pues los intereses e inquietudes de los reinos y las naciones están por encima de los de las familias e individuos. Toleremos a los piratas y el comercio del mundo habrá de cesar, del cual esta nación nuestra disfruta una buena cuota y en el que hace gala de una amplia ventaja. Si escapan impunes, cuando se sabe de qué reino son súbditos, los otros súbditos de este reino podrían verse envueltos en cruentas guerras o ser destruidos en la India, a lo que habría que sumar la pérdida total del comercio con esta parte del mundo y, por ende, el empobrecimiento de este reino nuestro”. -Henry Newton, Fiscal en un juicio contra piratas populares en Inglaterra, 19 de octubre de 1696, Citado en Steven Johnson, Un pirata contra el capital, Turner, Madrid, 2020, p. 229.
Este 10 de diciembre, el criminal Donad Trump como presidente de Estados Unidos dio la orden de secuestrar un barco carguero en aguas internacionales, que transportaba dos millones de barriles de petróleo de Venezuela. Esta maniobra reinaugura la piratería imperialista de Estado en pleno siglo XXI, y fue exaltada en público por el mismo Trump y altos funcionarios de su gobierno como una gran acción con la finalidad, que no se ocultó, de quedarse con el petróleo del país agredido, como lo dijo sin aspavientos diplomáticos una semana después.
Este hecho indica que estamos regresando a la piratería imperialista de Estado, que tan importante fue en la formación del capitalismo hace varios siglos y fue implementada por las grandes potencias de la época (España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda). Por esta circunstancia, es importante recordar algunos hechos de la piratería y sus diversas características y proyectarlos al mundo imperialista de nuestros días, para analizar sus alcances y límites estratégicos.
PIRATAS DE ARRIBA Y DE ABAJO
La piratería, que consiste para decirlo en forma simple en el acto de asaltar, robar y saquear en alta mar a una embarcación (sin importar su tamaño), es una práctica que se realiza desde hace unos cinco mil años. Comenzó desde el mismo instante en que en diversos mares del mundo empezaron a navegar pequeñas embarcaciones, cuyos tripulantes o pasajeros eran asaltados para apropiarse de sus haberes personales o los valores que pudieran portar. A esos asaltantes de mar los han llamado pechelingue, filibustero, raquero, corsario, bucanero, pirata, siendo este el nombre más universal, aunque con respecto a las otras denominaciones puedan existir algunas sutilezas que, sin embargo, no son importantes para el marinero y capitán al que se le roba su barco e incluso se le asesina, como hoy hace Estados Unidos.
Desde su origen, la piratería presenta dos facetas interrelacionadas, aunque tienen características y objetivos diferentes. Están la piratería desde abajo y la piratería desde arriba. La primera la realizan gentes del común que asaltan las embarcaciones, con procedimientos y armas rudimentarias. La segunda la llevan a cabo poderes establecidos (Reinos, Imperios o Estados).
Esa diferencia ya fue percibida por algunos de sus protagonistas hace miles de años. Al respecto es bueno evocar el comentario que trae Agustín de Hipona (“San Agustín”) en su obra La ciudad de Dios, en donde narra una anécdota reveladora de esto que estamos diciendo. Cuenta que se capturó a un humilde ladrón de mar y se le llevó ante el emperador Alejandro Magno, quien en forma arrogante le preguntó lo que “quería decir con mantener posición hostil del mar” y el pirata respondió con astucia: “Lo (mismo) que tú quieres decir apoderándote de toda la tierra, pero como yo lo hago con un barquito me llaman ladrón, mientras tú, que lo haces con una gran flota, se te conoce como emperador”[1].
Esta genial respuesta de un pirata de estirpe popular ante quien personificaba en ese momento el poderío marítimo de un imperio es muy esclarecedora del doble carácter de la piratería, algo que se mantendrá hasta el día de hoy. Ese doble carácter del robo en los mares se presentó en el período clásico de la piratería, que coincide con la formación del capitalismo (entre los siglos XVI y XVIII), cuando coexisten por un corto tiempo una piratería popular y plebeya y una piratería de Estado.
La piratería de abajo estaba encarnada por un variopinto grupo de seres humanos, entre los cuales sobresalían los marineros de los barcos imperiales, sometidos a brutales formas de trabajo, de índole cuasi esclavista. Estos marineros, junto con antiguos esclavos negros, algunos habitantes pobres de los puertos, entre ellos mujeres, se insubordinaron e intentaron crear otro tipo de orden, que combatía la hidrarquía capitalista, que personificaban los capitanes de las grandes embarcaciones de las potencias coloniales. Esos piratas de estirpe plebeya encarnaban un proyecto multinacional (procedían de diferentes lugares del mundo), multiétnico (había esclavos africanos rebeldes, blancos pobres, mulatos, mestizos…), y concedían una inusual participación a las mujeres, si recordamos que hubo piratas de sexo femenino que hicieron su propia historia en la épica de la piratería popular. Así, “a principios del siglo XVII a la palabra ‘barco pirata’ se le dio la vuelta, mediante los estatutos que recogían las normas y las costumbres del orden social alternativo de los piratas”. En estas condiciones, “Los piratas ‘distribuían justicia’, elegían a sus oficiales, dividían el botín equitativamente y promulgaban una disciplina distinta. Limitaban la autoridad del capitán, se resistían a muchas de las prácticas capitalistas de la industria de la navegación mercante y mantuvieron un orden social multicultural, multirracial y multinacional. Demostraron con bastante claridad y subversión, que no hacía falta dirigir un barco con los métodos brutales y opresivos de la marina mercante y de la Marina Real”[2].
Estas prácticas democráticas de los piratas populares eran inaceptables por el despotismo y la brutalidad que caracterizaban la hidrarquía capitalista y por eso las potencias coloniales, empezando por Inglaterra (que ya en la época era considerada una “nación de piratas”, haciendo alusión al uso por parte del Estado de la piratería y el saqueo de los mares), se dieron a la tarea de liquidar de raíz ese tipo de piratería. Y lo hicieron de dos formas complementarias.
De una parte, cooptaron a su favor a algunos piratas y les dieron la tarea de encabezar la piratería de Estado para enfrentar y sabotear a imperios rivales, siendo famoso el uso que de esos piratas hizo Inglaterra, para incursionar a sangre y fuego en territorios y puertos de su principal rival de la época, el imperio Español. Sobresalen al respecto Francis Drake y Henry Morgan, quienes dirigieron la piratería de Estado. Esos piratas fueron reciclados por el Estado inglés para asaltar a sus rivales imperiales y aquél les reconoció sus labores de latrocinio y saqueo, al punto de que los nombró en altos cargos gubernamentales y les concedió títulos honoríficos que solo se le asignan a la nobleza. Así, Morgan fue nombrado subgobernador de Jamaica y desde esa posición cumplió el papel de perseguir y matar a sus antiguos compañeros de piratería.
De otra parte, esos mismos piratas se dieron a la tarea de perseguir, hasta aniquilar a los piratas populares, los cuales fueron masacrados en público, mediante la horca, para generar miedo y terror y evitar a toda costa que en lo sucesivo se fuera a reeditar una experiencia anticapitalista y democrática como la que ellos implementaban y con lo que ponían en cuestión a la naciente hidrarquía.
Que la piratería de Estado fue fundamental en la formación del sistema colonial moderno se pone de presente con el caso de España, porque está establecido que su primer pirata, que tanto le sirvió, fue Hernán Cortez, el brutal conquistador de México. Así, en Trinidad, Cuba, este sanguinario personaje realizó el primer acto de piratería en tierras americanas en 1518, cuando atacó un navío, también español, que llevaba pan, tocino y gallinas, con el fin de abastecerse y huir de la tutela de su jefe Diego Velázquez[3].
La piratería de los conquistadores españoles ya era un secreto a voces entre cronistas de la época colonial, uno de los cuales, Matías Ángel López de la Mota, decía a comienzos del siglo XVIII: “El monopolio del pillaje y del saqueo se lo reservan los conquistadores españoles. Caen sobre las riquezas ⎯pocas o muchas⎯ de los pueblos aborígenes con más violencia y terror que el que les infringirán los aventureros de otros países […] Corre a cargo de los españoles el primer acto de ostensible piratería”[4].
La piratería por arriba fue esencial en la construcción del capitalismo, del sistema colonial y del poder del Estado moderno desde el siglo XVI. Los gobernantes ingleses y otros poderes coloniales de Europa apoyaron, financiaron y protegieron a los piratas para que saquearan las riquezas de otros reinos. Después, cuando comprendieron que era necesario cierto control en el comercio internacional, que ellos dominaban, dieron la orden de que cesaran los ataques contra los barcos para que el capital circulara por los mares del mundo y pudiera acumularse sin problemas. Fue en ese momento cuando “Los piratas y su modo alternativo de vida estaban claramente destinados a la extinción. Cientos de ellos fueron ahorcados y sus cuerpos y sus cuerpos se dejaron colgados, balanceándose en las ciudades portuarias de todo el mundo, para recordar que el Estado marítimo no toleraría un desafío planteado desde abajo”[5].
Después de la pax británica en los mares, cuando se elimina a los piratas populares, la primera potencia colonial de la época, uno de cuyos epicentros básicos de su poder es el dominio de los océanos del mundo, establece que ya no está permitido piratear. Y ellos, que fueron piratas de Estado, proclaman el fin de cualquier tipo de piratería, porque era importante garantizar el libre funcionamiento del comercio marítimo global, que tanto los beneficiaba. Por eso, impusieron el orden en el tráfico comercial a través de los océanos y regularon, con sus propias normas y legislación, todo lo referido al funcionamiento de barcos, puertos, y traslado de mercancías y personas, evitando cualquier acto de piratería, el que sería brutalmente reprimido de llegarse a presentar. Esto reafirmó la hidrarquía, y fortaleció la lógica de funcionamiento del capital y su libre movilidad por el mundo.
PIRATERIA IMPERIALISTA DE ESTADO EN EL SIGLO XXI
La diferenciación histórica que hemos hecho es fundamental para caracterizar el retorno de la piratería imperialista de Estado, por parte de los Estados Unidos, en pleno siglo XXI.
El objetivo es claro, y ya no se oculta con eufemismos ni mentiras sobre “elecciones libres”, “democracia” o “derechos humanos”, aunque haya políticos y presidentes autistas, entre los que sobresale el colombiano Gustavo Petro, quien sigue creyendo en semejantes embustes, para legitimar la intervención imperial y justificar su miopía estratégica y su falta de solidaridad continental con la defensa de un país agredido. En efecto, el mismo Donald Trump ha hablado con una transparencia nunca vista en los anales de las declaraciones de presidentes de los Estados Unidos, y conste que estos individuos suelen decir muchos embustes y disparates.
Así las cosas, en una alarde de increíble sinceridad, en la que ya no existe ningún molde diplomático, y presa de la desesperación por no lograr de inmediato sus objetivos, el principal pirata de nuestro tiempo, el magnate y delincuente que ocupa la Casa Blanca, ha dicho una sarta de disparates el 16 de diciembre. En primer término, reforzando lo característico de la piratería imperialista elogia el uso de la fuerza que despliega, con la idea del matón de barrio que ostenta de su brutalidad para amedrentar y doblegar a los más débiles y anuncia que ha implementado un bloqueo naval completo a Venezuela. Así proclama: “Venezuela está completamente rodeada por la armada más grande jamás reunida en la historia de Sudamérica”. Es la fuerza bruta que usaron los piratas al servicio del imperialismo inglés en los siglos XVI y XVII, cuando saquearon, esclavizaron y violaron en diferentes puertos del Caribe (La Habana, Puerto Príncipe, Cartagena, Veracruz, Panamá…), todo para engrandecer a la monarquía británica y situarla como principal potencia colonial de la época e impulsora del capitalismo marítimo. No por casualidad, los más famosos piratas empezaron su carrera en Londres y, además, Henry Morgan, el rey de los piratas de Estado siempre afirmó que actuó al servicio del Rey de Inglaterra[6]. Y como para que no quede duda de las similitudes, incluso geográficas, es bueno mencionar que este corsario de Estado derrotó a la escuadra española en el puerto de Maracaibo (situado en la actual Venezuela). Los hechos sucedieron de esta forma, una coincidencia nefasta y un antecedente de piratería al cual no tienen nada que envidiarle los piratas de hoy del imperialismo estadounidense:
“Tras saquear la ciudad de encontró con el paso cortado por tres buques de guerra españoles que le cerraron la salida del lago. Entonces hizo evacuar una de sus balandras, la llenó de brea, alquitrán, azufre y pólvora, alineó sobre la cubierta varios maniquíes de madera, colocó mechas en el interior y lanzó la nave directamente -como un brulote- contra el displicente bloqueo español. Quedó envuelto en llamas y luego explotó, con lo cual provocó el hundimiento irremediable de uno de los buques de guerra e incendió de gravedad al segundo. El tercero cayó sin grandes dificultades en manos de Morgan. Se confirmó así su reputación como el Rey de los bucaneros”[7].
En segundo término, el bucanero Donald Trump, emulo contemporáneo del sanguinario Morgan, agrega que ese bloqueo piratesco tiene una finalidad explicita: presionar al gobierno de Venezuela “hasta que devuelvan a Estados Unidos todo el petróleo, las tierras y otros activos que nos robaron antes”. Léase bien, porque no hay ningún error de transcripción, como lo evidencia claramente esta afirmación más disparatada todavía, pronunciada al lado de sus halcones de cuello blanco en Washington, que ese bloqueo se lleva a cabo porque Venezuela “robo nuestros activos” y por “muchas otras razones, incluyendo el terrorismo, el narcotráfico y la trata de personas”, y por eso designó al “régimen venezolano” una “organización terrorista extranjera”.
En tercer término, y esto es lo verdaderamente clave de esta ocurrencia imperialista de baja factura: “No permitiremos que criminales, terroristas ni otros países roben, amenacen o dañen a nuestra nación, ni permitirá que un régimen hostil se apodere de nuestro petróleo, tierras ni ningún otro activo, todo lo cual debe ser devuelto a Estados Unidos inmediatamente”. Y esto es así, porque “El régimen ilegítimo de Maduro utiliza el petróleo de estos yacimientos robados para financiar el narcoterrorismo, la trata de personas, el asesinato y el secuestro”.
Horas después el pirata de Estado Donald Trump “aclaró” lo que entendía por el robo de “nuestro petróleo” al decir que los venezolanos “tomaron nuestros derechos de petróleo, teníamos mucho crudo ahí. Echaron a nuestras empresas y lo queremos de regreso”. Y por eso, ese país tiene que devolver “a Estados Unidos todo el petróleo, las tierras y otros activos que nos robaron”.
Por si hubiera dudas de lo que se esconde detrás de todos estos disparates, uno de los asesores de Trump, un tal Stephen Miller, acotó: “El sudor, el ingenio y el trabajo estadounidenses crearon la industria petrolera en Venezuela” y “su expropiación tiránica fue el mayor robo registrado de riqueza y propiedades estadounidenses. Estos activos saqueados se utilizaron después para financiar el terrorismo e inundar nuestras calles de asesinos, mercenarios y drogas”.
Nótese que, no solamente, se trata de piratear a sangre fría, sino de reinterpretar la historia del saqueo estructural de los bienes comunes del mundo periférico. Ahora resulta que quienes han robado el “el sudor, el ingenio y el trabajo” de los latinoamericanos, africanos y asiáticos durante cinco siglos, ahora, en una voltereta de tuerca mortal, resulta que les hemos robado a los pobres ciudadanos de Estados Unidos el petróleo y bienes naturales que por designio de la Divina Providencia les pertenecen desde siempre y por siempre.
Esto no es extraño, porque forma parte del Destino Manifiesto, según el cual las riquezas del mundo han sido asignados por Dios a Estados Unidos y todo aquel que ose poner en duda ese principio sagrado será borrado de la faz de la tierra. Eso lo vienen diciendo hace 200 años, de tal manera que no hay razones para sorprenderse. Lo único novedoso estriba en que Trump prácticamente está afirmado que el petróleo que se encuentra en las entrañas de la tierra venezolana fue entregado por Dios a Estados Unidos desde hace miles de años y solo hasta ahora, él, ungido en forma sagrada, lo está reclamando y lo quiere hacer suyo, a las buenas o a las malas.
Los piratas imperialistas del siglo XXI ya no ocultan sus verdaderas intenciones. Atrás quedaron, para consumo de los que todavía creen en el “Derecho internacional”, La ONU y ficciones por el estilo y de falsimedia occidental, los embustes que afirman que el asunto de Venezuela es el de la defensa de la Democracia y de las elecciones libres. Como los piratas imperiales, los de hoy no se andan con demagogia ni mentiras de politólogos Made in USA, que proliferan en las universidades de nuestro continente. Confiesan sin pudor que lo que quieren es las riquezas naturales de Venezuela, las que por siempre les han pertenecido, porque nuestro continente ha sido su patio trasero y el Caribe su Mare Nostrum, eso sí con la complicidad de las clases dominantes en cada uno de nuestros países, es decir, aquellos a que en los círculos de Washington denominan “nuestros hijos de puta”.
De paso, esta es una bofetada para todos aquellos que desde hace treinta años venían repitiendo la cantinela de que estábamos en una nueva era, la de la información, el conocimiento y ahora la “inteligencia artificial”, en la cual los bienes naturales no son importantes y en el nuevo orden mundial, que hegemonizó Estados Unidos, lo que supuestamente habría importado era la información y no la materia ni la energía.
Y sus vendepatrias de esta parte del continente, encabezados por María Guarimba Machado, también se quitan la venda y anuncian que sus propósitos consisten en propiciar que Estados Unidos se apropie de las riquezas de Venezuela, y por eso la premio Nobel de la muerte y el saqueo, apoya los actos de piratería contra las riquezas de su propio país y le dice a Estados Unidos que, con ella, como títere del imperio, puede llevarse todo lo que se les antoje. Estos son unos piratas de quinta categoría al servicio del nuevo pirata imperial. Y la guarimbera mayor, supuesto adalid de la paz, lo ha dicho sin pelos en la lengua:
“Olvídense de Arabia Saudita; olvídense de los saudíes. O sea, tenemos más petróleo; es decir, un potencial infinito. Abriremos los mercados. Expulsaremos al gobierno del sector petrolero. Privatizaremos toda nuestra industria. Venezuela posee inmensos recursos: petróleo, gas, minerales, tierras, tecnología. Y, como dijiste antes, tenemos una ubicación estratégica, a horas de Estados Unidos.
Así que vamos a hacerlo bien. Sabemos lo que tenemos que hacer. Y las empresas estadounidenses están en una posición súper estratégica para invertir. Este país, Venezuela, va a ser la oportunidad más brillante para la inversión de empresas americanas, de gente buena que va a ganar mucho dinero”.
Esto es lo que se llama una “demócrata a carta cabal”, una defensora incondicional de la paz de los sepulcros para quien las riquezas de su país solo son un trampolín para satisfacer los intereses de las oligarquías corruptas que durante todo el siglo XX regalaron el petróleo de Venezuela a las compañías de los Estados Unidos.
ALCANCE Y LÍMITES DE LA PIRATERIA IMPERIALISTA
A primera vista, la piratería que realiza ante los ojos del mundo Estados Unidos, sin vergüenza alguna y sin ocultarla, es una expresión fehaciente de que su poderío se mantiene incólume en el planeta y especialmente en nuestro continente. Y por eso, no extraña que, al tiempo con sus acciones de espolio en el Mar Caribe, el decadente imperialismo proclame como gran cosa el Corolario Trump, un supuesto agregado contemporáneo de la mortecina Doctrina Monroe, y diga que el continente latinoamericano es de su propiedad, como si estuviéramos en 1823.
Este despliegue de fuerza bruta en los mares, al más puro estilo de los cuatreros del Lejano Oeste de los Estados Unidos en el siglo XIX cuando robaban la tierra de las comunidades indígenas, es, sin embargo, una muestra de debilidad estratégica. Esa exhibición de fuerza, como cuando el Rey está Desnudo, indica que otros mecanismos esgrimidos contra Venezuela, tanto del poder blando como del poder duro, no han sido efectivos hasta el momento, luego de haber sido implementados durante un cuarto de siglo.
En cuanto al poder blando no han servido de nada la propaganda, las mentiras, la utilización de la USAID y sus ONG “humanitarias”, ni el saboteo a las elecciones en Venezuela, ni el haber implementado “intervenciones humanitarias” (la más lamentable y célebre por su fracaso fue la que se intentó realizar desde Cúcuta en febrero de 2019), ni haber reconocido presidentes fantasmas, como el delincuente Juan Guaidó…Y en cuanto al poder duro se refiere tampoco han servido los intentos de golpe de Estado (2002), las invasiones directas de mercenarios y paramilitares de Estados Unidos y Colombia (siendo la más sonada la Operación Gedeón en mayo de 2020), las guarimbas organizadas por la “oposición democrática” que mataron a decenas de venezolanos y auspiciadas y patrocinadas por la CIA y sus agentes, entre ellos María Golpista Machado, cuyas manos están untadas de sangre de humildes venezolanos. Y tampoco han valido, como parte de ese poder duro, el bloqueo económico, el robo de los activos venezolanos en el exterior, la asfixia económica, el asalto a las reservas de oro del país en Londres, el atraco de FITGO en Estados Unidos…
Nada de eso ha servido para que Estados Unidos y sus lacayos locales de Venezuela alcancen sus objetivos de “cambio de régimen”, aunque todo lo hecho si ha generado muertes, desplazamiento, dolor y sangre para el pueblo venezolano. Por lo anterior, cesaron las palabras demagógicas de “derechos humanos”, “elecciones libres”, “democracia”, “libertad de prensa” y embustes por el estilo, sino que en forma franca y directa Estados Unidos anuncia que pretende apropiarse del petróleo y las riquezas naturales de Venezuela.
Ese anuncio se hace en un momento de declive estratégico de Estados Unidos, cuya hegemonía está seriamente debilitada por otros poderes e imperios. Y esto da una oportunidad a los países latinoamericanos, de empezar de verdad a romper con la tutela de Estados Unidos y con sus pretensiones de revivir el cadáver putrefacto de la Doctrina Monroe. Desde luego, esto depende de la capacidad de lucha, resistencia y rebelión de los pueblos latinoamericanos, siendo el proyecto de Venezuela de enfrentar al imperialismo estadounidense un ejemplo para el mundo periférico y subalterno. El ejemplo indica que se puede enfrentar y resistir la embestida imperialista y que, en medio del bloqueo y la asfixia económica, se dibuja otro mundo en el que el dólar y la hegemonía financiera de Washington pueden y deben ser rebasados, a pesar de las bravatas piratescas de Donald Trump, Narco Rubio y los truhanes de Washington, que forman una poderosa asociación criminal (entre privada y corporativa) que cuenta con bombas atómicas.
NOTAS:
[1]. Citado en Markus Rediker, Villanos de todas las naciones. Los piratas del Atlántico en su edad de oro, Traficantes de Sueños, Madrid, 2023, p. 219. [Énfasis nuestro].
[2]. M Rediker, op. cit., p. 38.
[3]. Francisco Mota, Piratas en el Caribe, Casa de las Américas, La Habana, 1984.
[4]. Matias Ángel López de la Mota, citado en Rodri Robledal, Malditos de tierra y mar. Comunidades y resistencias contra la explotación colonial, Txalaparta, Tafalla, 2022, p. 137. [Es un texto del siglo XVIII]
[5]. Peter Linegaugh, La hidra de la revolución. Marineros, esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico, Crítica, Barcelona, 2005, p. 202.
[6]. Stuart Robertson (Editor), La vida de los piratas. Contada por ellos mismos, por sus víctimas y por sus perseguidores, Crítica, Barcelona, 2010, pp. 16 y 61.
[7]. Ibid., p. 54.


