Si bien ya tanto el Gobierno del Chad como el de Senegal habían anunciado su voluntad de terminar con la presencia militar francesa en sus territorios, no deja de sorprender que al fin se haya empezado a concretar.
El presidente chadiano, Mahamat Déby, en abril pasado había ordenado a Francia reducir la dotación presente en su país de 1.000 a 300 hombres. Por su parte, el nuevo presidente de Senegal, Bassirou Diomaye Faye, ya indicó a París su voluntad de que, en los próximos meses, los cerca de 400 efectivos apostados en la base naval de Ouakam, en el puerto de Dakar, abandonen el país.
Francia destinará a sus hombres a Costa de Marfil, el país elegido para convertirse en la última estación francesa de África Occidental.
Los anuncios, casi al unísono desde N’Djamena y Dakar, permiten sospechar que fueron consensuados para dar a las declaraciones el volumen que han conseguido.
Con esta decisión suman cinco las naciones africanas que han decidido terminar con el poder francés que ha mantenido desde finales del siglo XIX en sus colonias del Sahel y África Occidental.
Los procesos anticolonialistas en Mali, Burkina Faso y Níger comenzaron como una ola de golpes de Estado, primero en Bamako en el 2020, continuó el año siguiente en Uagadugú y, hasta ahora, su último capítulo fue en Niamey el año pasado.
Estas tres naciones, frente al acoso de la CEDEAO (la Comunidad Económica de Estados de África Occidental) encabezado por Nigeria y Costa de Marfil, que amenazaron con invadir Níger para reponer en su cargo al presidente derrocado Mohamed Bazoum, un fiel amigo del Eliseo, conformaron la Alianza de Estados del Sahel (AES), una entidad cuyo principal objetivo es la seguridad regional, aunque también abarca otros campos como el económico, el sanitario y el de la educación.
Los casos de Chad y Senegal se diferencian claramente de estas tres primeras naciones, porque ambos gobiernos han surgido de procesos eleccionarios, incluso avalados por Francia y otras potencias occidentales.
El presidente de Senegal, Bassirou Diomaye Faye, se impuso en abril pasado, teniendo entre sus propuestas fuertes cambios en la relación con París, que, además de la expulsión de sus tropas, pretende abandonar el uso del Franco de África Occidental (CFA), la moneda creada por Francia en 1945, con la que hasta ahora ha controlado a gran parte de sus antiguas colonias.
En el caso del Chad, el presidente, Mahamat Déby Itno, que ya gobernaba desde 2021 tras la muerte en combate de su padre, el general Idriss Déby, legitimó su poder en mayo pasado tras un proceso eleccionario que, a pesar de sus muchísimas turbulencias, avaló el Eliseo, creyendo que Mahamat iba a seguir las políticas de contubernio con Francia que habían permitido a su padre mantenerse treinta años en el poder. (Ver: Chad, ¿frente a un cambio histórico?)
Es palmario que más allá de las voluntades y necesidades políticas de todos estos gobiernos de quitarse de encima el yugo colonial para intentar un camino de crecimiento que jamás les permitió alcanzar la vieja metrópoli, también están interpretando la voluntad de sus pueblos, que rechazan la agobiante presencia francesa en todos los órdenes de sus vidas.
Desde lo económico, por el intermedio de las filiales de empresas y bancos franceses; en lo político, por las presiones de las embajadas, donde hasta ahora ha residido el poder real de esos países; y en lo militar, que, a partir de la asistencia de sus misiones, han generado divisiones en las fuerzas armadas, para impedir cualquier elemento de características nacionalistas que pudiera emular a un Nasser o a un Gaddafi.
La corrupción de los militares y de las clases dirigentes fue el mejor instrumento de París para mantener su influencia desde los procesos independentistas de principios de los años 60 hasta hoy.
Además del uso obligatorio del francés como lengua oficial, la imposición de la religión, que se ha utilizado también como un arma de penetración y dominación, una táctica común a todos los imperios, la referencia obligada para cualquier manifestación cultural era Francia.
Estas no han sido las únicas razones para exacerbar el sentimiento antifrancés que ha estallado en estos últimos años, sino que ha coadyuvado para que se dé este fenómeno. Fue a partir de la renovada presencia de las misiones militares, fundamentalmente en los países del Sahel con la excusa de la lucha contra el terrorismo fundamentalista, al que la inteligencia francesa financió y asistió para derrocar al coronel Gaddafi en 2010 y que desde entonces se ha hecho incontrolable.
Desde 2011, misiones como la Serval, más tarde reconvertida en la Barkhane, inicialmente en Mali, han habilitado a los militares franceses a actuar como una fuerza de ocupación. A lo largo de todos estos años, mientras las khatibas integristas se extendían desde el norte de Mali a Níger y a Burkina Faso, los regulares franceses, con la excusa de la seguridad, cometían todo tipo de abusos contra la población civil.
Las organizaciones pertenecientes al Daesh global, Estado Islámico en el Gran Sáhara (EIGS) y los tributarios de al-Qaeda, bajo las banderas del Jamāʿat nuṣrat al-islām wal-muslimīn o JNIM (Grupo de apoyo al islām y los musulmanes) “mágicamente” han tomado volumen suficiente para expandirse más allá del Sahel, llegando a operar en Costa de Marfil, Ghana, Togo y Benín, en las orillas del Golfo de Guinea y con la suficiente potencia para sumar un nuevo grupo perteneciente al JNIM al conflicto en Nigeria, donde operan libremente Boko Haram y Estado Islámico para África Occidental (ISWAP, por sus siglas en inglés) desde 2009.
Un largo rastro de sangre
Los abusos de Francia en África tienen una larga y sangrienta historia, después de que las potencias europeas, a excepción de Suiza y con la presencia de Estados Unidos y el Imperio Otomano, se dividieron el continente, como un bien de familia, en la Conferencia de Berlín (1884-1885).
Entonces se necesitaron solo los ciento cuatro días que van desde el 15 de noviembre al 26 de febrero para diseñar el destino de un continente, que ya tenía más de doscientos millones de habitantes y es cinco veces el tamaño de Europa.
Tras lo acordado en Berlín, los europeos, que hasta entonces solo habían conseguido ocupar algunos espacios en las costas, lo que representaba apenas un veinte por ciento de la superficie total del territorio a conquistar, comenzaron a penetrar el interior, lanzándose a una carrera de expolio.
La angurria europea no dudó en arrasar pueblos enteros, culturas, dioses y fundamentalmente sus extraordinarios recursos naturales, perfeccionando un sistema de explotación, con deportaciones masivas, reclutamientos forzosos tanto para los ejércitos así como fuerza de trabajo para la construcción de rutas y líneas de ferrocarriles, de donde se salía solo muerto, lo que de alguna manera ha seguido hasta hoy y al parecer es infinito.
Si bien todos los que consiguieron su porción de pastel africano oportunamente han realizado masacres como Alemania en la actual Namibia, ni qué hablar de la locura homicida de Leopoldo II de Bélgica, que en los territorios de lo que es hoy la República Democrática del Congo (RDC), a nombre propio, ya que no eran de la corona belga, sino un bien personal, provocó entre diez y veinte millones de muertos por sobreexplotación de trabajo en el caucho, maderas preciosas y marfil.
Aunque en este mapa de la explotación y el abuso quizás sea Francia la nación que más ha prolongado y perfeccionado sus crímenes, lo que explicaría el odio furibundo que cientos de millones de africanos sienten ahora.
Hacer una lista que pueda abarcar todos sus crímenes es literalmente imposible, ya que muchas de esas matanzas fueron ocultadas, disimuladas, directamente negadas o eliminadas muchas de las pruebas que podrían incriminar prácticamente a todos los presidentes desde la conquista de Argelia en 1830 hasta hoy.
En Argelia, entre 1830 y 1962, se estima que Francia ha asesinado a más de cinco millones de personas. Solo dos millones en la guerra de liberación (1954-1962) y un número desconocido en diferentes matanzas que perpetró a lo largo de su presencia. Como en el genocidio de Laghouat de 1854, que está considerado como la primera masacre con armas químicas, en este caso cloroformo, contra civiles de la historia.
En Laghouat, un pueblo de 4.500 quinientas almas, en los montes Atlas, a 400 kilómetros al sur de Argel, en solo cuatro días, se asesinó a cerca de 3.000 personas, entre fines de noviembre y el 2 de diciembre. Desde entonces esa fecha se recuerda como el año de la Khalia o del exterminio. Para ocultar el crimen, las víctimas del ataque fueron incineradas y enterradas, en muchos casos todavía vivas.
Otro número desconocido de muertos provocaron los ensayos nucleares que el ejército francés realizó entre 1960 y 1966 en las regiones de Reggane en la wilāyat (provincia) de Adrar y en la wilāyat de In-Ekkerm en Argelia, con una potencia entre diez y veinte veces mayor de la que se utilizó en Hiroshima y Nagasaki. No existe ninguna de esas víctimas que haya sido mínimamente compensada por los graves daños causados a ellos mismos o a familiares que han muerto a causa de la radiación.
En noviembre de 1917, en la ciudad chadiana de Abéché, en la región de Ouaddaï, tras el asesinato de un oficial francés, se ordenó la represión contra los pobladores. La venganza terminó con la decapitación de más de 100 personas, entre ellas unos cuarenta faqîh (maestros coránicos). La jornada, que se recuerda como la de cupé-cupé o los cortados, terminó con aquellas cabezas, prolijamente colocadas a las puertas de Abéche, como recordatorio a quienes se atrevan contra el poder colonial.
En este muestrario del horror no puede faltar lo que se conoce como la columna de Paul Voulet y Julien Chanoine, dos militares franceses que, al mando de una columna de fusileros, ingresaron al actual Níger en julio de 1898 para escribir una de las páginas criminales más cruentas de la historia. En su marcha de miles de kilómetros dejaron miles de muertos; solo por mencionar una de sus mayores “hazañas” podríamos mencionar lo sucedido en la ciudad de Birni N’Konni, en la región de Tahoua, donde en solo tres días fueron asesinadas entre 7.000 y 15.000.
La última estación en este velocísimo viaje por el horror francés en África y poder entender, mínimamente, el odio de esos pueblos, podríamos mencionar la matanza de Campo Thiaroye, en Senegal, el primero de diciembre de 1944, cuando un número nunca revelado por las autoridades francesas, que se sospecha entre los 300 y los 1.500, soldados africanos llamados tirailleurs, (fusileros) senegaleses, chadianos, malíes, nigerinos y nigerianos, que volvían de combatir en Europa contra los alemanes, cuando se negaron a recibir la mitad de lo que París se había comprometido a pagar por sus servicios, una noche en medio de las negociaciones el campamento del campo Thiaroye fue rodeado por blindados que exterminaron a los revoltosos, una razón más para decir, Adieu la France, a jamais!
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.
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