Al continente africano lo están agujereando, por tierra y por mar, de tal modo que parece un queso gruyere. Los países occidentales buscan afanosamente petróleo, para no depender tanto del Golfo Pérsico. China se ha sumado a esta desenfrenada carrera para conseguir más oro negro. Hay un nuevo asalto a África, que difiere muy poco […]
Al continente africano lo están agujereando, por tierra y por mar, de tal modo que parece un queso gruyere. Los países occidentales buscan afanosamente petróleo, para no depender tanto del Golfo Pérsico. China se ha sumado a esta desenfrenada carrera para conseguir más oro negro. Hay un nuevo asalto a África, que difiere muy poco de las conquistas del siglo XIX y del neocolonialismo a mediados del XX.
El misionero comboniano español P. Ismael Piñón comentó, al poco de llegar de Chad, que en este país empieza a haber de todo: zapatos, camisas, medicamentos, cerveza europea, pantalones, agua mineral… Circulan coches que nunca se vieron en un país que siempre había figurado entre los más pobres del mundo. Igual sucede en Guinea Ecuatorial. Chad y la antigua colonia española son dos de los nuevos países africanos incorporados a la lista de países productores de petróleo. Su PIB (Producto Interior Bruto) ha subido al mísmo ritmo que se extraen barriles del preciado oro negro. Poco antes que ellos llegó Sudán. Detrás vendrán otros muchos: desde el Sahara Occidental y Mauritania, hasta Sao Tomé y Príncipe, República Democrática de Congo, Costa de Marfil…
Esta fiebre del petróleo sobreviene al mismo tiempo que el interés de Estados Unidos por África. No hay que ser muy perspicaz para atisbar una pugna soterrada entre Francia y Estados Unidos por controlar el mercado de las materias primas africanas. La explosión de conflictos en los Grandes Lagos y la crisis de Costa de Marfil -la niña bonita de París- son buena prueba de ello. Tampoco hay que echarle mucha imaginación para prever que, dentro de poco, en esta pugna titánica aparecerá un tercero en discordia: China. Y esto no por razones ideológicas, como en la época de la guerra fría, sino pura y simplemente por motivos económicos. El gigante asiático, con 1.300 millones de habitantes y una economía que crece al ritmo del 8 por ciento al año, necesita un inmenso consumo de energía para sostener su crecimiento. Actualmente, el mayor importador de petróleo del mundo es Estados Unidos, seguido de Japón y de China. Pronto China ocupará el segundo lugar.
África es la madre nutricia de la mayoría de las materias primas que hay en el mundo y vuelve a interesar por lo que siempre atrajo a Occidente: por sus recursos naturales. Sobreviene este asalto a África en un momento de gran fragilidad interna en la mayoría de los Estados, muchos de ellos cuarteados por el hambre, el sida y el mal gobierno. Nunca los Estados africanos fueron tan débiles, ni tan pobres. Ni nunca tampoco aparecieron tantos jefes de Estado tan ricos. Cada vez África se asemeja más a la América Latina de los Somoza y los Trujillo, es decir, a un continente en el que proliferan inmensas fortunas en pocas manos -guardadas con sigilo en los paraísos fiscales- y se incrementa la masa de desheredados.
De colonización a injerencia
Antaño se llamó colonización. Hoy se denomina injerencia, con marchamo de globalización, asentada sobre el todopoderoso andamiaje de instituciones como. el FMI (Fondo Monetario Internacional), el Banco Mundial, el AMI (Acuerdo Multilateral de Inversiones) y la OMC (Organización Mundial del Comercio). Estos cuatro jinetes sobrealimentan el neocolonialismo de nuevo cuño, para mantener el statu quo de un mundo bipolarizado: el Norte y el Sur, en el que el Norte es sinónimo de bienestar y consumo desaforado y el Sur de hambruna y pobreza.
Se empezó a hablar por primera de vez de injerencia, calificada de humanitaria, cuando estalló en 1967 el conflicto de Biafra. Esta guerra olía a petróleo, por más que se tratara de envolverla en el celofán de una pugna étnica entre los ibos del sur y los hausas del norte de Nigeria. Es curioso observar que, cada vez que surge un problema bélico en África, se intenta presentar como una querella tribal. Esta simplificación impide comprender el alcance del problema de fondo. Pues bien, el desastre biafreño costó un millón de vidas humanas. Ante esta catástrofe, un grupo de médicos franceses fundó en 1971 la ONG Medecins sans Frontiers (Médicos sin Fronteras), una plataforma que dio pie a la creación de numerosas ONGs que llevan el apelativo de «sin fronteras» (veterinarios, arquitectos, bomberos, ingenieros, etc.).
Entre los médicos fundadores de Medecins sans Frontiers se encontraba el Dr. Bernard Kouchner, que después detentaría diversas carteras -entre ellas la de Sanidad- en varios gobiernos franceses. Kouchner ha sido también representante especial del Secretario General de la ONU para Kosovo. Impresionado por la barbarie en Biafra, lanzó la idea de la necesidad de una injerencia en los asuntos internos de los países por razones humanitarias. De ahí que se acuñara el término «injerencia humanitaria».
En principio, la intención era buena, porque se basaba en el criterio de que la neutralidad es complicidad, como de alguna manera habían demostrado los países no alineados. El problema era que la injerencia arrebataba a los Estados parte de su soberanía, hasta entonces incuestionable. Pero a nadie se le podía ocultar que esta injerencia era un arma de doble filo y que, a la postre, iba a suponer la fragilidad de muchos Estados. Aparte de que la injerencia no se iba a usar con la misma vara de medir en todos los países. De hecho, así sucedió. La injerencia se convirtió en una nueva forma de dominio.
Bien mirado, en África no hacía falta apelar a la injerencia como nuevo concepto de relaciones internacionales, porque se practicó siempre una intervención sin remilgos después de las independencias, entre 1957 y 1975. Es decir, desde la independencia de Ghana hasta la caída definitiva del imperio colonial portugués en África. En este corto período de tiempo -18 años- se configuró casi totalmente el mapa de los Estados negroafricanos soberanos, que se completó con Zimbabue en 1980 y Namibia en 1990. La caída del régimen del apartheid en Suráfrica, en 1994 -que era independiente desde 1910-, dio paso al control político por la mayoria negra. La enorme cascada de golpes de Estado que ha padecido África ha estado alimentada, en la mayoría de los casos, por las antiguas metrópolis.
No menos visible ha sido la injerencia económica. Ni a Gran Bretaña, ni mucho menos a Francia -que eran las dos grandes potencias colonizadoras en África- se les pasó por la imaginación conceder la soberanía política