A pesar de algunos nobles intentos, como la Resolución de 2016 que prohibía las bases militares extranjeras, la Unión Africana ha sido incapaz hasta la fecha de liberarse de las constricciones neocoloniales.
El mes pasado, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, la primera ministra de Namibia, Saara Kuugongelwa-Amadhila, fue preguntada por la decisión de su país de abstenerse en la votación de una resolución de la Asamblea General de la ONU para condenar a Rusia por la guerra en Ucrania. Kuugongelwa-Amadhila, economista que ocupa su cargo desde 2018, no se inmutó. «Estamos promoviendo una resolución pacífica de este conflicto –dijo– para que el mundo entero y la totalidad de los recursos mundiales puedan concentrarse en la mejora de las condiciones de la gente a escala planetaria en lugar de gastarse en adquirir armas, matar personas y, de hecho, crear hostilidades». El dinero que se está invirtiendo copiosamente en la adquisición de armamento, continuó, «podría ser más provechosamente utilizado, si se invirtiera en la promoción del desarrollo en Ucrania, en África, en Asia y en otros lugares o en la propia Europa, donde mucha gente está pasando penurias».
Esta opinión cuenta con un amplio consenso en todo el continente africano. En septiembre, el presidente de la Unión Africana, Macky Sall, se hizo eco del llamamiento en pro de una solución negociada del conflicto ucraniano, señalando que África estaba sufriendo los efectos de la inflación de los precios de los alimentos y el combustible, provocada por las sanciones, al tiempo que se veía arrastrada al conflicto que Estados Unidos había provocado con China. «África –dijo– ya ha sufrido bastante el peso de la historia […] no quiere ser ahora el caldo de cultivo de una nueva Guerra Fría, sino un polo de estabilidad y oportunidades abierto a todos sus socios».
La «carga de la
historia» y sus emblemas son bien conocidos: incluyen la devastación
causada por la trata de esclavos a través del Atlántico, los horrores
del colonialismo, la atrocidad del apartheid y la creación de una
crisis permanente de la deuda a través de estructuras financieras
neocoloniales. Al tiempo que enriquecía a las naciones europeas e
impulsaba su avance industrial, el colonialismo reducía el continente
africano a proveedor de materias primas y consumidor de productos
terminados. La relación de intercambio sumió a sus Estados en una
espiral de endeudamiento y dependencia. Los intentos de Kwame Nkrumah
en Ghana o de Thomas Sankara en Burkina Faso para intentar salir de
esta situación se saldaron con golpes de Estado apoyados por Occidente.
El desarrollo tecnológico en nombre del progreso social se hizo
imposible. De ahí que, a pesar de la inmensa riqueza natural y mineral y
de su capacidad humana, más de un tercio de la población africana viva
actualmente por debajo del umbral de pobreza, lo cual multiplica por
nueve la media mundial. A finales de 2022, la deuda externa total del
África subsahariana alcanzaba la nivel récord de 789 millardos de
dólares, cifra que duplica el volumen registrado hace una década y
representa el 60 por 100 del PIB del continente.
En
el siglo pasado, los principales críticos de esta dinámica colonial
fueron Nkrumah y Walter Rodney; sin embargo, hay pocos estudios
contemporáneos que continúen su legado. Privados de estos nuevos
análisis, a menudo carecemos de la claridad conceptual necesaria para
analizar la fase actual del neocolonialismo, cuyos conceptos básicos
–«ajuste estructural», «liberalización», «corrupción», «buena
gobernanza»– son impuestos por las instituciones occidentales a las
realidades africanas. Sin embargo, como demuestran las declaraciones de
Sall y Kuugongelwa-Amadhila, las recientes crisis coyunturales –la
pandemia de la Covid-19, la guerra en Ucrania, las crecientes tensiones
con China– han puesto de manifiesto el creciente abismo político
surgido entre los Estados occidentales y los Estados africanos.
Mientras los primeros se precipitan en un conflicto entre grandes
potencias con aterradores envites nucleares sobre la mesa, los segundos
temen que el belicismo reinante debilite aún más sus perspectivas de
desarrollo.
A medida
que las naciones africanas se han ido distanciando de las potencias
atlánticas, muchas se han ido acercando a China. En 2021, cincuenta y
tres países del continente se habían adherido al Foro de Cooperación
China-África (FOCAC), concebido para mejorar las relaciones comerciales
y diplomáticas entre sus miembros. Durante las dos últimas décadas, el
comercio bilateral ha aumentado cada año, pasando de 10 millardos de
dólares en 2000 a 254 en 2021, de tal modo que la RPCh se ha convertido
en el principal socio comercial de la mayoría de los Estados
africanos. En la octava conferencia del FOCAC celebrada en marzo de
2021, China anunció que durante los próximos cuatro años importaría
productos manufacturados de los países africanos por valor de 300
millardos de dólares y que incrementaría el comercio libre de
aranceles, eliminándolos posteriormente sobre el 98 por 100 de los
productos procedentes de las doce naciones africanas menos
desarrolladas. Las secuelas del colonialismo hacen que el comercio
exterior de África siga estando fuertemente financiado por la deuda y
que sus exportaciones consistan principalmente en materias primas sin
procesar, mientras que sus importaciones sean en su mayoría productos
terminados. Para China, la inversión en África está motivada por el
deseo de fortalecer su papel en la cadena mundial de materias primas y
por imperativos políticos, como la necesidad de obtener el apoyo
africano a las posiciones de su política exterior (sobre Taiwán, por
ejemplo).
Las instituciones
financieras chinas también han suscrito importantes préstamos para
financiar proyectos de infraestructuras africanos, que se enfrentan a
un déficit anual de más de 100 millardos de dólares. Los avances de
China en los campos de la inteligencia artificial, la biotecnología,
las tecnologías verdes, los trenes de alta velocidad, la computación
cuántica, la robótica y las telecomunicaciones resultan atractivos para
los Estados africanos, cuyas nuevas estrategias industriales, como,
por ejemplo, el desarrollo de la Zona Continental Africana de Libre
Comercio (AfCFTA), dependen de las transferencias de tecnología. Como escribió
en 2008 el expresidente de Senegal, Abdoulaye Wade, «la aproximación
de China a nuestras necesidades está sencillamente mejor adaptado que
el lento y a veces condescendiente planteamiento poscolonial de los
inversores europeos, las organizaciones donantes y las organizaciones
no gubernamentales». Se trata de una opinión muy extendida en los
países que siguen asfixiados por las trampas de la deuda del FMI, que
se ha hecho aún más patente con el reciente declive de la inversión
extranjera directa occidental en el continente.
El
estrechamiento de los lazos entre África y China ha provocado la
previsible reacción de Washington. El año pasado, Estados Unidos
publicó un documento estratégico
en el que esbozaba su planteamiento sobre el África subsahariana. A
diferencia de lo que describe como sus propias «inversiones
transparentes, basadas en valores y de alto nivel», las inversiones
chinas se presentan como un intento de «desafiar el orden internacional
basado en normas, de promover sus propios y estrechos intereses
comerciales y geopolíticos, de socavar la transparencia y la apertura, y
de debilitar las relaciones de Estados Unidos con los pueblos y
gobiernos africanos». Para contrarrestar estas «actividades dañinas»,
Estados Unidos espera desplazar el terreno de la contienda del comercio
y el desarrollo, donde China disfruta de una posición ventajosa, hacia
el militarismo y la guerra de la información, donde Estados Unidos
sigue ocupando una posición indiscutible.
Estados Unidos creó el Mando para África (AFRICOM) en 2007 y durante los quince años siguientes ha construido veintinueve bases militares a lo lardo del continente, como parte de una red que abarca al menos treinta y cuatro países. Entre los objetivos declarados del AFRICOM figuran «la protección de los intereses estadounidenses» y «el mantenimiento de la superioridad sobre los competidores». Estados Unidos pretende igualmente mejorar la «interoperabilidad» entre los ejércitos africanos y las fuerzas de operaciones especiales estadounidenses y de la OTAN. La construcción de bases militares y el establecimiento de oficinas de enlace con los ejércitos africanos ha sido el principal mecanismo para potenciar la autoridad estadounidense frente a China. En 2021, el general Stephen Townsend, responsable del AFRICOM, escribió que Estados Unidos «ya no puede permitirse subestimar las oportunidades económicas y las consecuencias estratégicas que representa África y que competidores como China y Rusia reconocen».
Al mismo tiempo,
Estados Unidos ha intensificado su campaña de propaganda sobre el
continente. La America Creating Opportunities to Meaningfully Promote
Excellence in Technology, Education, and Science Act, aprobada por el
Senado en marzo de 2022, destinaba 500 millones de dólares a la Agency
for Global Media estadounidense, como parte del intento de combatir la
«desinformación» propalada por la República Popular China. Pocos meses
después, empezaron a circular en Zimbabue informes de que la embajada
estadounidense había financiado talleres de formación que animaban a
los periodistas a atacar y criticar las inversiones chinas. La
organización local que participa en estos programas está financiada por
el Information for Development Trust, que a su vez está financiado por
el National Endowment for Development del Gobierno estadounidense.
Ni que decir tiene que la militarización de África por parte de Occidente durante la última década no ha hecho nada por su gente. En primer lugar, se lanzó la desastrosa guerra de 2011 en Libia en la que la OTAN lideró el cambio de régimen,
cuyo resultado trajo aparejada la muerte de cientos de víctimas
civiles y la destrucción de infraestructuras clave (incluido el mayor
proyecto de irrigación del mundo, que proporcionaba el 70 por 100 de
toda el agua dulce de Libia). A continuación, la región del Sahel
experimentó un recrudecimiento de los conflictos, muchos de ellos
impulsados por nuevas formas de actividad derivados de las acciones de
las milicias, de la piratería y del contrabando. Poco después, Francia
lanzó sus propias intervenciones en Burkina Faso y Mali, que en lugar
de remediar el desastre causado por la guerra occidental en Libia
sirvieron para desestabilizar todavía más la región del Sahel,
permitiendo a los grupos yihadistas apoderarse de grandes extensiones
de terreno. La participación militar francesa no contribuyó en absoluto
a aliviar las condiciones de inseguridad. En realidad, la
clasificación del Índice Global de Terrorismo empeoró para ambos
países: entre 2011 y 2021 Burkina Faso pasó del puesto centésimo
decimotercero al cuarto, mientras que Malí pasó del cuadragésimo
séptimo al séptimo. Mientras tanto, Estados Unidos continuó con su
intervención pluridecenal en Somalia, internacionalizando sus
conflictos locales y fortaleciendo las facciones más extremistas y
violentas implicadas en los mismos.
La
reciente salida de las tropas francesas de determinadas zonas del
Sahel apenas ha reducido la escala de las operaciones militares
occidentales en la región. Estados Unidos mantiene sus principales
bases en Níger; ha desarrollado una nueva huella militar en Ghana; y ha anunciado recientemente su intención de mantener una «presencia persistente» en Somalia.
Está claro que el plan de la Unión Africana para «silenciar las
armas» –su campaña por un África libre de conflictos para 2030– nunca
se cumplirá mientras los Estados occidentales continúen con su patrón
de intervención sangrienta y las empresas armamentísticas obtengan
enormes beneficios de la venta de armas a los correspondientes actores
estatales y no estatales. Al dispararse el gasto militar africano entre
2010 y 2020 (el 339% en Malí, el 288%, en Níger y el 238% en Burkina
Faso), se ha consolidado paulatinamente un círculo vicioso de
militarismo y subdesarrollo. Cuanto más dinero se gasta en armamento,
menos se destina a infraestructuras y desarrollo y cuanto menos se
gasta en este, más probabilidades hay de que estalle la violencia
armada, hecho que suscita nuevas peticiones de ulteriores gastos
militares.
Este año
la Unión Africana cumplirá sesenta años desde la fundación de su
predecesora, la Organización para la Unidad Africana. Durante la
conferencia inaugural de la OUA en 1963, Nkrumah advirtió a los líderes
allí presentes que para lograr la integración económica y la
estabilidad, la organización tendría que ser explícitamente política,
motivada por un antiimperialismo claro y coherente. La unidad africana –explicó–
es, ante todo, un asunto político que sólo puede conseguirse por
medios políticos. El desarrollo social y económico de África solo se
producirá dentro del ámbito político, y no a la inversa». Sin embargo, a
pesar de los esfuerzos de los movimientos de descolonización, los
intereses económicos –principalmente los de las empresas
multinacionales occidentales y sus patrocinadores estatales– acabaron
ocupando el lugar de la política. En el despliegue de este proceso, la
unidad africana fue vaciada y con ella la soberanía y la dignidad del
pueblo africano.
La
concepción de Nkrumah puede estar lejos de cumplirse en 2023. Su
afirmación de que «ningún Estado africano independiente tiene hoy por
sí mismo la posibilidad de seguir un curso independiente de desarrollo
económico» sigue siendo cierta. A pesar de algunos nobles intentos,
como la Resolución de 2016 que prohibía las bases militares
extranjeras, la Unión Africana ha sido incapaz hasta la fecha de
liberarse de las constricciones neocoloniales. Sin embargo, la negativa
del continente a plegarse a la Nueva Guerra Fría –sus llamamientos a
las negociaciones de paz en Ucrania, su reconfiguración de los socios
internacionales– sugiere que es posible un orden mundial diferente: uno
en el que África ya no se halle en una posición de aquiescencia y
sumisión frente al «Occidente unido».
Véase Giovanni Arrighi, «La crisis africana», NLR 15.
Artículo original: Sovereign Africa? publicado en Sidecar, blog de la New Left Review, y traducido con permiso expreso por El Salto.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/sidecar/africa-soberana-eeuu-china-neocolonialismo