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África y el cambio climático

Fuentes: Panorama Digital

La interacción entre el cambio climático, la extensión de la pobreza, el crecimiento de la población y las dinámicas migratorias es una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo. Dos imágenes la ilustran con fuerza dramática: la de los cayucos a la deriva tratando de llegar a Canarias y pagando su tributo de muertos en […]

La interacción entre el cambio climático, la extensión de la pobreza, el crecimiento de la población y las dinámicas migratorias es una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo.

Dos imágenes la ilustran con fuerza dramática: la de los cayucos a la deriva tratando de llegar a Canarias y pagando su tributo de muertos en la travesía y la del lago Chad, que fue uno de los más grandes del planeta, y que ha perdido el 90 por ciento de su superficie en 40 años.

Hay una relación de causa-efecto entre esas dos imágenes. Los efectos del cambio climático van a afectar de forma especialmente grave a África y muchos de los casi mil millones de africanos van a tener que abandonar sus tierras.

No deja de ser trágico-irónico que África, que con menos del 13 por ciento de la población mundial sólo emite el 4 por ciento del equivalente CO2 de los gases de efecto invernadero, sufra especialmente, y sufrirá más aún sus efectos. Desgraciadamente, los sufrirá todavía más y sus niveles de pobreza limitarán su capacidad de adaptación.

El escenario que describen para África los expertos del Comité Intergubernamental sobre el Clima (GIEC) plantea la doble amenaza de la desertificación por un lado y las inundaciones por otro. Así, el cambio climático sería para África una máquina infernal de quemar los campos y hacer subir las aguas…

Un incremento de la temperatura de entre 2 y 6 grados podría aumentar el nivel del mar 50 cm, inundando la cuenca del Nilo, la casi totalidad de las del Senegal y el Congo, y la mayor parte de las ciudades del golfo de Guinea y el océano Índico. El 60 por ciento de la población urbana africana vive al borde del mar y unos 70 millones de personas sufrirían inundaciones costeras. La situación sería crítica para Lagos, por ejemplo, o para Tanzania, donde 50 cm de subida del mar implica inundar 2.000 km2.

Pero más graves aún, y más evidentes ya, son la sequía y la desertificación. La banda saheliana y las tierras altas del África oriental serán las más afectadas. En los últimos 30 años el Sahara se ha extendido 30 km hacia el sur y el caudal de los grandes ríos Níger, Volta y Senegal se ha reducido, así como la extensión del bosque primario de sus cuencas.

Un aumento de 2 grados de la temperatura implicaría una disminución del 30 por ciento en la producción agrícola del Sahel y del contorno mediterráneo. Pero no sólo en esas tierras que son ya sinónimo del desierto que avanza y empuja hacia el sur a personas y rebaños. En Kenia sería imposible cultivar té en más de la mitad de las tierras dedicadas actualmente a ello. Y en Uganda sólo se podría seguir cultivando café en las tierras más altas. Pero los cultivos más afectados serían los de cereales como el trigo, el arroz y la soja, productos básicos para la alimentación de las poblaciones afectadas. En algunos países, las cosechas pueden disminuir hasta un 50 por ciento y 200 millones de personas más sufrir hambrunas en los próximos 20 años.

Éxodo rural

Esos cambios climáticos aumentarán inexorablemente el éxodo rural, la concentración de la población en zonas que tengan la posibilidad de regar sus tierras y la densidad en ciudades del interior. Esos movimientos migratorios internos, que son ya hoy en África muy superiores a la emigración hacia el exterior, agravarán los problemas urbanos y sanitarios y acabarán incrementando la marcha hacia los países ricos de Europa.

Las dificultades para acceder al agua provocarán conflictos entre agricultores y ganaderos en zonas donde la población aumenta y los recursos disminuyen. Lo que ocurre en Darfur es ciertamente un ejemplo de lo que puede ocurrir a gran escala.

Y, finalmente, están los riesgos sanitarios producidos por la extensión del cólera, el paludismo y la disentería. Aparte del dinamismo de numerosas otras patologías (recuérdese que la canícula de agosto del 2003 aumentó el 60 por ciento la mortalidad en Francia, sobre todo debido a las enfermedades cardiovasculares y respiratorias) y de la modificación de la distribución en el espacio de los vectores portadores de enfermedades infecciosas.

Entonces, ¿qué se puede hacer? En primer lugar, anticiparse el máximo posible para hacer frente a las consecuencias desastrosas de un cambio climático que a medio plazo es inexorable, e informar a las poblaciones para que tomen conciencia y se preparen a las adaptaciones necesarias.

Según el GIEC, el aumento del nivel del mar podría costar a los países del golfo de Guinea el 15 por ciento de su PIB, mientras que las medidas preventivas costarían un 5 por ciento. También a escala mundial es cierto que más vale prevenir que remediar. Recuérdese que el informe Stern calcula que 1 dólar invertido hoy en combatir el cambio climático ahorra 5 dólares de pérdidas mañana. Pero es evidente que, aun si tuvieran los mejores gobiernos y la mayor estabilidad social, los países africanos carecen de los recursos necesarios para financiar las adaptaciones necesarias.

Algunas son de tipo político, como abrir las fronteras a los pastores del Sahel para permitir la circulación de sus rebaños, y no dependen más que de la voluntad de los gobiernos. Otras, como alejar la población de las zonas costeras, reconstruir las defensas naturales contra las inundaciones o promover especies agrícolas más resistentes, son muy costosas y África no las puede aplicar sola.

Refugiados climáticos

En cualquier caso, a corto plazo está ya escrito que las presiones migratorias van a aumentar. En buena medida, su éxodo lo habrán causado nuestras formas de consumo energético ecológicamente insostenibles, que transmiten sus efectos a través de un proceso invisible y lento de cambio climático.

Así, la emergencia de lo que se puede empezar a llamar «refugiados climáticos» tensionará aún más los problemas de la inmigración en los países occidentales y planteará la enorme cuestión moral de su responsabilidad en el calentamiento del planeta.

Una responsabilidad menos evidente y perceptible que la del que prende fuego al bosque, pero igualmente efectiva en su origen y consecuencias.