Recomiendo:
0

Ah, pero… ¿En Teherán sí «deben» y en Manama y Trípoli no sé, no sé?

Fuentes: CSCA

Escribimos estas líneas mientras la aviación y la artillería del régimen criminal libio siguen bombardeando de forma brutal y sanguinaria las calles y plazas de Trípoli. Cientos de muertos, miles de heridos, destrucción y muerte, una familia mafiosa, los Gadafi, dispuesta a construir su nuevo proyecto de civilización en su reducto del norte, a morir […]

Escribimos estas líneas mientras la aviación y la artillería del régimen criminal libio siguen bombardeando de forma brutal y sanguinaria las calles y plazas de Trípoli. Cientos de muertos, miles de heridos, destrucción y muerte, una familia mafiosa, los Gadafi, dispuesta a construir su nuevo proyecto de civilización en su reducto del norte, a morir matando como héroes (con la sangre de otros, por supuesto, y un avión cargado de divisas en la puerta para cuando no haya más remedio) … y nosotros, en occidente, preguntándonos qué va a ser del petróleo y hasta qué punto resulta conveniente que haya movimientos revolucionarios en el mundo árabe y se instauren sistemas democráticos si, a la postre, ¡van a servir para que gobiernen los islamistas!

La Unión Europea y Estados Unidos han convertido la «estabilidad» del orbe en la quintaesencia de las relaciones internacionales. Era de esperar que, al menos, dejasen a un lado su cansino discurso sobre los valores democráticos y los derechos humanos universales y empezaran a hablar con sinceridad de su visión del mundo. Que, como poco, nos librasen, a los ciudadanos que tan estúpidamente callamos por asentimiento ante la política exterior de nuestros gobiernos, de la carga tan pesada -aunque no nos pese porque, en el fondo, no nos importa ya casi nada más que nuestras vacaciones y el correspondiente partido de fútbol del domingo o la próxima reducción salarial, que asumiremos resignados- de representar los eternos valores universales. 

Pero no: ahí tenemos a nuestros representantes hablando del derecho de la ciudadanía árabe a «manifestarse pacíficamente» y expresar sus opiniones. Bien: en Libia, nuestro arrepentido «amigo» Gadafi -cuántos amigos no tendremos entre los dictadores árabes- está asesinando a esa gente que se manifiesta pacíficamente. Los bombardean con cazas y artillería pesada y nosotros seguimos hablando de «preocupación», de observar los acontecimientos con detenimiento, de deliberar con urgencia, de emitir comunicados con términos medidos y diplomáticos. Menos mal, para nuestra contenida diplomacia, que el gran capo Gadafi, matizaba el martes 22 de febrero, que aún no habían utilizado toda la fuerza de que dispone. Todavía tenía tiempo para pasar de la preocupación a la condena.

Repugnante y vergonzosa la actitud de europeos y estadounidenses frente a los movimientos de protesta de la gente en los países árabes e islámicos. No sólo porque en lugar de defender valores universales y morales incuestionables (el derecho a la libertad de expresión y asociación, la denuncia de la corrupción, la igualdad de todos los ciudadanos, etc.) maneja con cinismo y alevosía conceptos subjetivos como la «estabilidad» y los «intereses globales» (cuando Zapatero, Sarkozy o Berlusconi hablan de un «Mediterráneo estable», ¿qué quieren decir: que no haya emigrantes desarrapados en las costas europeas o que la gente no se muera de asco en las calles y plazas del Magreb?) sino también porque no conoce la uniformidad ni la coherencia.

Cuando empezaron los «sucesos» en Túnez, en diciembre de 2010, los europeos llamaron a su «amigo» Ben Ali para expresarle el deseo de que las agitaciones no pusieran en peligro la estabilidad del país. Los primeros días de las manifestaciones en Egipto, con la gente embarcada en manifestaciones pacíficas en las principales ciudades, todavía se mantenían a la expectativa: la maquinaria propagandística occidental, no se sabe en función de qué datos objetivos, afirmaba que la cosa estaba siendo orquestada por islamistas. Sólo cuando nuestros medios de comunicación nos «mostraron» que eran como nosotros, que no gritaban consignas islamistas ni decían «muerte al imperialismo» ni todas esas cosas tan desagradables y poco civilizadas, les dimos el visto bueno. Así nos los expusieron: ordenados, limpios, tocando el tambor, algunos jóvenes con pelo largo y ropa de sport, un acto festivo, buen rollo, puestos de perritos y doner kebab, carteles en inglés para que les entendamos, mujeres con pañuelo, sí, pero con pañuelo de diseño y buen gusto, cristianos y musulmanes juntos, sin rastro de gente airada salvo cuando entraban en liza los matones del régimen y las cargas policiales. Así sí podíamos mandar a nuestros corresponsales y hablar de la plaza de la liberación y del afán de libertad del pueblo egipcio. ¡Un acto que recuerda nuestro mayo del 68! Habían pasado el examen de la modernidad y el decoro. Hasta los Hermanos Musulmanes ya no parecían tan fieros; pero no había que fiarse. Teníamos que preguntar a todos los manifestantes, a todos los analistas, a nuestros tertulianos omniscientes, si pensaban que había peligro de que los islamistas llegaran al poder democráticamente -porque si así iba a ser, no estamos convencidos de que debáis ser demócratas-. Eso sí, mientras participamos de vuestra fiesta democrática negociamos con los sectores «moderados» del régimen sobre lo que de verdad importa en nuestro vocabulario de demócratas y civilizados: el respeto de los tratados de paz con Israel (qué obsesión con hacer de tutores del insolvente y segregacionista régimen de Tel Aviv), la colaboración estratégica en Oriente Medio, la seguridad de la Península Arábiga, etc.). ¿Y las elecciones libres y plurales, la redacción de una nueva constitución, la persecución de la corrupción y los excesos de los servicios de seguridad? Eso no es lo importante.

Pero en otros países ni siquiera se ha dejado que concursen al examen: en Bahréin, la diplomacia estadounidense pedía a «las dos partes» en conflicto, durante la segunda semana de febrero, que no usara la violencia. Curioso ejercicio de equilibrio: por un lado, miles de manifestantes desarmados y, por otro, el ejército evacuándolos sin miramientos de la Plaza de la Perla en Manama. Los Estados Unidos se han implicado de forma directa en la crisis no para asegurar la democratización del reino sino para garantizar la permanencia de una dinastía que les fiel. Por ello, presionan para obtener concesiones políticas aceptables para la familia Jalifa; y, a la par, procuran con las trampas constitucionales y legales de siempre que la mayor parte de la población no pueda decidir el rumbo de la política exterior. En Libia, sólo los discursos apocalípticos del clan rufianesco de los Gadafi, amenazando con el armagedón, movieron a los occidentales. No les espantó, por desgracia, que la chusma amiga amenazara con bombardear a los «drogadictos» que han tomado las calles (se supone que esas asimismo «ratas» eran el conjunto de los libios) sino la referencia a «arrasar el país», esto es, los pozos de petróleo. 

Para fortuna de las gentes árabes, sus presidentes y monarcas disponen de tan pocas luces como habilidades tácticas; por esa razón, cada vez que Ben Ali, Mubarak o Gadafi senior y junior han hablado a sus poblaciones durante las revueltas han contribuido a condenarse un poco más. Ese desprecio, esa ignorancia, esa arrogancia que no esconde más que cobardía, han incendiado más aún los ánimos de los manifestantes. Y los temores de occidente: el lema del caos o yo, esgrimido sobre todo por Mubarak y Gadafi, nos asusta y nos conmueve. El caos en esta región tan sensible suele implicar bajadas de bolsa, aumento meteórico del petróleo, más emigración y más movimientos extremistas. Y desde luego, más vale buscar males menores, como la formación de democracias semi-tuteladas, que obcecarse con el apoyo a amigos no menos obcecados. Lo curioso es que, hace tan sólo tres meses, nadie, salvo los opositores tunecinos y egipcios en el exilio, llamaba por aquí a los presidentes Ben Ali y Mubarak «dictadores» o, incluso, tiranos. Ha sido una de las cosas más curiosas del ilusionismo mediático de nuestra prensa y televisión.

Si el caso de Bahréin es representativo de cómo se disocia entre manifestaciones buenas y malas, el de Irán resulta paradigmático. Ya en 2009, tras el fraude en las elecciones presidenciales, los gobiernos occidentales y sus medios de comunicación, se lanzaron sin tapujos a apoyar las protestas de los opositores. La represión del régimen iraní fue expeditiva y así la condenaron, con mucha contundencia, nuestros líderes (bueno, hay que reconocer que para cuando Zapatero y Moratinos terminaron de declinar sus puntos de vista al respecto la cosa había pasado ya). En febrero, hemos vuelto a asistir a concentraciones y manifestaciones de jóvenes en Teherán que, hartos ya de tanto control y sermón teocrático del tres al cuarto, piden lo que buena parte de la juventud en el mundo islámico: dignidad, libertad y respeto. Y aire, mucho aire, aire para respirar. En eso estamos todos de acuerdo, desde Mauritania a Pakistán: queremos que nos dejen ir con quien queramos, que nos permitan leer las páginas de Internet y periódicos que nos dé la gana, que no nos coarten, que no se nos humille y coaccione desde el poder. Pero para el régimen de Washington los levantamientos de la capital iraní, que tanto han desquiciado a la nomenclatura de los ayatolás, que pretendían que las revoluciones sólo iban con los gobiernos títeres de Estados Unidos, son un ejemplo de acción democrática y de lucha contra la tiranía (¿ah, pero, Egipto y Túnez no? ¿Y en Arabia Saudí, Marruecos o Argelia… tampoco?).

Cómo contrastaban las declaraciones, claras y tajantes de Hillary Clinton y compañía, sobre las «reclamaciones lícitas» de los iraníes con las palabras medidas sobre Túnez, Egipto, Bahréin, Yemen, Libia, etc. Sólo nos queda rogar que, por el bien de los opositores iraníes, liberales, laicos, nacionalistas, conservadores, religiosos no jomeinistas y, sobre todo, los de izquierdas, que son quienes más han sufrido la vesania islamoide, que Estados Unidos y los palmeros europeos dejen de apoyarlos con tanto fundamento: en Túnez y Egipto la gente ha conseguido ya expulsar a «nuestros» amigos a pesar de nuestros mensajes de deep concern; y en Libia, si nuestra ministra de Exteriores, referencia nacional en materia de reformas democráticas en Marruecos y el mundo árabe, y nuestro rey, amigo de tantos monarcas y presidentes árabes corruptos y facinerosos, no lo impiden, van camino de lograrlo. Sólo nos queda desearles lo mejor a las mujeres y hombres de Libia que luchan en las calles contra los esbirros del régimen y esperar que la muerte de sus mártires no sea en vano. Y rogar que todo nuestro cinismo y nuestra cobardía moral, así como la inacción ante la avidez de nuestras empresas y oligarquías económicas, no termine siendo el prontuario perenne de esta Europa que lleva ya años sumida en la decadencia y la cosificación ética.

http://www.nodo50.org/csca/agenda11/misc/arti54.html