Con la decisión de reanudar relaciones diplomáticas, Cuba y Estados Unidos, dos antípodas que antes inspiraban o fomentaban extremismos en el continente americano, se convierten ahora en factores de moderación y pragmatismo.
El aislamiento de Cuba 25 años después de acabar la Guerra Fría provocaba un rechazo tan amplio, que pierde relevancia el embargo económico que data de octubre de 1960 y que solo el Congreso legislativo estadounidense puede abolir. La primacía en este caso es política.
Además las medidas anunciadas por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, el 17 de diciembre le restan eficacia al bloqueo comercial y financiero. Elevar de 500 a 2.000 dólares el límite trimestral para remesas de dinero a la isla caribeña y liberar transacciones entre bancos de los dos países son algunos ejemplos.
El gesto de Obama, así sea tardío, y el acuerdo cubano desarman tensiones cuya persistencia se debe en gran parte a las confrontaciones entre los dos países. Empiezan por salvar a la Organización de los Estados Americanos (OEA) de la corrosión que le provocaba la exclusión de Cuba, rechazada por latinoamericanos y caribeños.
Otra iniciativa, la de sacar Cuba de la lista de países que apoyan al terrorismo, le abre puertas a financiamientos externos que le eran vedados hasta ahora.
La impaciencia ante esa situación se manifestó en la invitación, por el gobierno anfitrión, al presidente cubano, Raúl Castro, para que participe en la Séptima Cumbre de las Américas, que tendrá lugar en abril de 2015 en Panamá. Significativamente, Castro y Obama han sido de los primeros en confirmar su asistencia.
En la cumbre anterior, en 2012, Canadá y Estados Unidos vetaron la presencia cubana, impidiendo el consenso indispensable para que el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, invitase a su colega cubano a la cumbre en Cartagena de Indias. Pero esa polémica contaminó los debates, esterilizando discusiones de fondo.
El diálogo abierto por Obama y Castro apunta al fortalecimiento de la OEA, que revocó en 2009 la expulsión de Cuba aprobada en 1962. El gobierno cubano rechazó entonces volver a «un organismo en el que todavía Estados Unidos ejerce un control opresivo», pero es probable que cambie de posición ante la nueva situación.
De todas maneras, la OEA debe intensificar su papel de foro continental para el debate de las diferencias y conflictos, incluso sobre derechos humanos, otro tema que dificulta la reincorporación de Cuba, ante las denuncias de violaciones.
Será también un foro importante para el reacercamiento de Washington a América Latina, región que perdió prioridad para Estados Unidos en las últimas décadas.
Eso puede reducir el peso de asociaciones regionales, como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), que se justifican por reunir a los países de la región, con afinidades por su nivel de desarrollo y sus culturas, pero que se alimenta asimismo de la contraposición al sistema interamericano con hegemonía estadounidense.
Sin la confrontación La Habana-Washington desaparece una de las referencias de los radicalismos de todos los signos en América.
Incluso, puede llegar a sorprender una votación legislativa sobre el fin del bloqueo económico, en que se prevé una derrota de Obama por la mayoría del opositor Partido Republicano.
Los grupos de presión anticastristas han ganado elecciones en el estado de Florida, pero envejecieron y la apertura hacia Cuba alienta intereses económicos contra las trabas comerciales.
En América Latina esa distensión debe contribuir al esfuerzo para poner fin al conflicto armado colombiano, que dura más de cinco décadas. Desde hace dos años, el gobierno y la guerrilla negocian la paz en La Habana, el lugar elegido para el diálogo.
Hace algún tiempo sería impensable considerar a Cuba como un campo suficientemente neutral para buscar acuerdos entre tales enemigos.
Colombia representa, junto con el bloqueo político y económico a Cuba, la persistencia de conflictos que sobreviven al contexto que los generó, confirmando que la historia es todo menos lineal.
Desde su violencia preliminar en 1958 y hasta 2012, la guerra en Colombia dejó cerca de 220.000 muertos, civiles 81,5 por ciento de ellos, 4,7 millones de personas desplazadas, por lo menos 27.000 desaparecidas y cantidad similar de secuestradas, según el informe «Basta Ya», elaborado por el Centro Nacional de Memoria Histórica, órgano público creado en 2011.
Además engendró el fenómeno masivo de los paramilitares que responden por la mayor parte de los 150.000 asesinatos estimados entre 1981 y 2012, superando largamente la suma de los practicados por las fuerzas del Estado y de la guerrilla.
Buena parte de esa mortandad contó con el apoyo de Estados Unidos al gobierno. La represión a los insurgentes se intensificó con el Plan Colombia, de ayuda financiera y militar estadounidense a partir de 1999, para combatir tanto los grupos izquierdistas como el narcotráfico.
Pero fue en los años 60 y 70 que Cuba y Estados Unidos protagonizaron los más violentos enfrentamientos, en general por fuerzas interpuestas.
Mientras la isla socialista fomentaba movimientos revolucionarios armados en América Latina y apoyaba la lucha anticolonial africana, incluso con sus propios soldados, Washington ayudó a diseminar dictaduras militares e intervino directamente donde consideró amenazados sus intereses, como República Dominicana en 1965.
Las batallas directas, como la invasión de Playa Girón por anticastristas entrenados por Estados Unidos, en 1961, operaciones de espionaje e intentos de asesinar a Fidel Castro, alimentan la enemistad a ser superada por el pragmatismo ante nuevos desafíos.
El deterioro económico cubano, que se agrava por la crisis en Venezuela de donde viene la ayuda petrolera, estimula entendimientos con el «imperialismo». Una autocrítica, reconociendo errores propios, es otra necesidad.
La historia cubana registra locuras que solo se explican por decisiones centralizadas sin consultas previas, como la siembra de café en los alrededores de La Habana, casi al nivel del mar, para un cultivo de altitudes. Poco se produjo y se perdió el «cordón» hortícola de la capital en los años 60.
Si la revolución inspiradora de la izquierda adopta una posición pragmática y dialoga con el «enemigo», es de esperarse un efecto moderador en los gobiernos y partidos de retórica antiimperialista en América Latina, especialmente los llamados «bolivarianos».
Brasil puede beneficiarse de la incipiente distensión, por el diálogo con todas las corrientes, la presencia en proyectos estratégicos de Cuba, como la zona especial de desarrollo de Mariel, cuyo puerto fue ampliado por una constructora y un financiamiento brasileños.
La industria azucarera, clave para la economía cubana, puede recuperarse con la tecnología de Brasil, que sucedió a Cuba en la posición de mayor productor mundial de la caña de azúcar.