Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
El 3 de diciembre de 2012, BBC News informó de la difícil situación de la activista libia Magdulien Abaida. Cuando la revolución libia estalló en Bengasi en febrero de 2011, ella jugó un papel importante en el desarrollo de una imagen positiva de la revuelta en las audiencias europeas y ayudó a organizar la ayuda material a las fuerzas rebeldes. Lo hizo ante el trasfondo de la descripción de la rebelión por los gobiernos europeos como búsqueda de «derechos democráticos» para el pueblo libio. Con motivo del colapso del régimen de Gadafi, el Departamento de Estado de EE.UU. emitió una declaración (2 de noviembre de 2012) aplaudiendo la victoria rebelde como un «hito» en la «transición democrática» del país. Eso correspondía a las expectativas de Magdulien Abaida. Por desgracia, su experiencia ulterior contradijo el optimismo.
Después de la victoria rebelde en octubre de 2011, Abaida volvió a Libia para contribuir a la «transición democrática» y promover su causa particular de los derechos de las mujeres. Sin embargo, lo que encontró en su país fue el caos. El tribalismo que subyace la organización social en Libia se había convertido en un protagonista destacado. Según Amnistía Internacional, ese tribalismo se refleja en las actividades de «milicias armadas, que arrestan a las personas sin orden judicial, las mantiene incomunicadas, y las tortura…. Todo esto sucede mientras el gobierno no está dispuesto o es incapaz de controlar las milicias».
Abaida agrega que «durante la revolución todos estaban unidos, todos trabajaban juntos». Ese, por supuesto, fue el caso cuando muchas de las tribus tenían un enemigo común, el régimen de Gadafi. Ahora el enemigo común había desaparecido. Resultó que la dictadura de Gadafi había servido durante 41 años como un centro de gravedad, un centro que mantenía a raya las fuerzas tribales centrífugas. El Consejo Nacional de Transición (CNT) que se hizo cargo después de la derrota del régimen y las subsiguientes elecciones parlamentarias, supuestamente debía llenar el vacío. Fue incapaz de cumplir su tarea. Abaida y su causa se convirtieron en víctimas de ese fracaso.
Al volver al país propugnó que la igualdad de género se incorporase a cualquier nueva constitución libia. No tuvo la menor posibilidad. Las tribus están ligadas a tradiciones extremadamente patriarcales. Asimismo, la naturaleza caótica de la política libia posterior a la revolución dio mano libre a fuerzas islámicas extremistas que consideran que la igualdad de género es una perversión occidental. En noviembre de 2011, Mustafa Abdul Jalil, «la cara internacionalmente conocida de la revolución y jefe del CNT de los rebeldes aprovechó su primer discurso público después de la caída de Gadafi para proponer que se facilitara que los hombres tuvieran más de una esposa». Para Abaida fue un «gran choque… Queríamos más derechos, no la destrucción de los derechos de la mitad de la sociedad.»
Lo peor estaba por llegar. Cuando Abaida llegó a Bengasi en el verano de 2012 para asistir a una conferencia sobre la condición de las mujeres en la nueva Libia, fue secuestrada dos veces por una milicia extremista que consideraba que ella y la conferencia eran anti-islámicas. Durante su secuestro se le dijo explícitamente que podría ser asesinada «y nadie lo sabría». Pero no la mataron. Solo la golpearon y la dejaron ir. Se quedó con la fuerte impresión de que, si continuaba siendo políticamente activa en Libia, su muerte era segura y nadie lo sabría.
¿Era predecible lo que le pasó a M. Abaida? O, para decirlo de un modo más general, ¿podían haber predicho los dirigentes occidentales que gastaron miles de millones de dólares de dineros públicos ayudando a «liberar» Libia, que la victoria de los rebeldes llevaría a la ruptura política y al empoderamiento de grupos extremistas como el que secuestró y maltrató a Magdulien Abaida? Pienso que la respuesta es sí. Por cierto, sospecho que la predicción efectivamente se hizo, pero ignorada por los que detentan el poder.
Los servicios de inteligencia estadounidenses como la CIA, y sus equivalentes en otros países, tienen profesionales de mediano nivel que saben mucho de casi cualquier país del mundo. Conocen los idiomas, leen los periódicos locales, oyen la radio y ven la televisión, y tienen otras fuentes de información que llegan a través de canales diplomáticos y privados.
En lo que tiene que ver con Libia, no cabe duda de que los relevantes trabajadores de la inteligencia conocían la naturaleza de esa sociedad y las fuerzas tribales divergentes que habían sido mantenidas en jaque durante tanto tiempo por la dictadura de Gadafi. Tampoco cabe duda de que, en el ámbito específico de ese país, había agentes en esas agencias de inteligencia que conocían e informaban de las relativas fuerzas y debilidades de elementos religiosos extremistas mantenidos bajo control por el régimen. La rutina normal es transmitir semejante información por un canal jerárquico burocrático. La información considerada suficientemente importante luego se incluye en informes actualizados a diario que terminan, en el caso de EE.UU., en manos del presidente y su equipo de seguridad nacional. De nuevo, ante una seria rebelión contra Gadafi, es más que razonable asumir que semejante información llegó a ese nivel.
No obstante, parece que dicha información no causó replanteamientos serios respecto a la posibilidad de lanzarse a la refriega y respaldar la rebelión. Incluso con las consecuencias históricas de haber armado a al Qaida y a grupos semejantes durante la guerra afgana-soviética, no parece que haya habido algún responsable que se haya detenido lo suficiente para preguntar si EE.UU. podría arriesgar la repetición del mismo error en Libia. En lugar de hacerlo, Washington y sus aliados unieron fuerzas con la OTAN, impusieron una resolución de la ONU que permitió la intervención y, enseguida, ayudaron e instigaron la rebelión. Una de las formas en que lo hicieron fue suministrando una cantidad casi ilimitada de armas a las fuerzas rebeldes a través de una vía establecida por Catar. Nadie prestó atención a quiénes recibían las armas de los cataríes. Efectivamente, algunas se entregaron a elementos semejantes a al Qaida.
Por lo tanto, la acción de involucrarse en Libia tuvo lugar con mucha rapidez. El atractivo de destruir a Muamar Gadafi, quien había sido durante tanto tiempo detestado por EE.UU. (aunque en los últimos años dio un vuelco a su política y cooperó con Occidente), debe de haber sido demasiado intenso. Incluso Italia, que consideraba que el gobierno de Gadafi era un socio económico fiable y una fuente segura de petróleo asequible, abandonó su apoyo al régimen sin protestar demasiado. Al precipitarse a sacar conclusiones, la pregunta de quién llegaría al poder posteriormente aparentemente se dejó en manos de los agentes de inteligencia de mediano nivel.
Gadafi murió en un asesinato aclamado por Hillary Clinton y los señores de la guerra tribales y sus milicias han ocupado en gran parte su lugar. El gobierno central de Libia es débil y, en las condiciones actuales, tiene pocas posibilidades reales de controlarlos. Los agresivos extremistas tienen nuestras armas, así como las de Gadafi, y es probable que algunos de ellos estén migrando a Siria para continuar su lucha. En cuanto a
Magdulien Abaida, tiene demasiado miedo para volver al país al que trató de ayudar con tanto ahínco.
En cuanto a las agencias de inteligencia, la CIA y sus congéneres son bastante eficientes en la recolección de información, su análisis, y la presentación de juicios razonados en cuanto a su significado. (Pueden ser, por supuesto, bastante malignas cuando se trata de asesinar y torturar, pero en realidad no es la «misión» de la que estoy hablando). Usualmente, las recomendaciones que presentan los responsables a medio nivel que hacen los análisis y los informes pecan de ser demasiado precavidas. El problema es que demasiado a menudo los dirigentes políticos hacen caso omiso de los informes de inteligencia cuando no corresponden a sus objetivos políticos. Esos objetivos reflejan preocupaciones ideológicas y electorales así como la necesidad de actuar de modos enérgicos y determinados, como protectores más decididos de la «libertad» que sus competidores de los partidos de oposición. Esto lleva a que presidentes y primeros ministros tiendan al oportunismo y a la estrechez de miras. De ahí los juicios apresurados en Irak, en Libia, y posiblemente pronto en Irán. A fin de cuentas, Washington ha demostrado repetidamente que Mark Twain se equivocaba cuando afirmó «todo lo que se necesita en esta vida es ignorancia y confianza, entonces el éxito es seguro».
Lawrence Davidson es profesor de historia en la Universidad West Chester en West Chester PA, EE.UU.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2012/12/10/to-hell-with-the-intelligence-2/
rCR