Todos conocemos la historia, porque es una golosina irresistible tanto para el periodismo digestivo como para el ideológico. Amina Tyler, una jovencísima tunecina de 19 años, difundió en febrero una fotografía en la que mostraba sus pechos desnudos, muros de una pintada -escrita en árabe- en la que reclamaba la propiedad de su cuerpo. Inmediatamente […]
Todos conocemos la historia, porque es una golosina irresistible tanto para el periodismo digestivo como para el ideológico. Amina Tyler, una jovencísima tunecina de 19 años, difundió en febrero una fotografía en la que mostraba sus pechos desnudos, muros de una pintada -escrita en árabe- en la que reclamaba la propiedad de su cuerpo. Inmediatamente se convirtió en el centro de un debate muy virulento, en el que los insultos y las amenazas, junto a la fatwa de un improvisado jeque justiciero, hicieron las delicias de los medios occidentales al mismo tiempo que obligaron a la joven a esconderse. Amina Tyler, «representante» del movimiento Femen en Túnez, no renunció a su lucha. Bien al contrario. Reapareció el domingo 19 de mayo en la «ciudad santa» de Kairouan, tomada por la policía y por los salafistas, para escribir sobre la tapia del cementerio el nombre de su organización. «Armada» de un aerosol de defensa, fue detenida y protegida por las fuerzas de seguridad y afronta ahora un juicio que podría acarrearle una condena de hasta dos años de cárcel. No hace falta mencionar la reacción de la prensa europea, particularmente la francesa, en la que la inefable Caroline Fourest, fundadora en marzo de un «comité internacional de defensa de Amina», ha vuelto a atizar su personal cruzada contra el islam. La combinación salafismo/feminismo -materializada en la protesta de Kairouan- es la promoción más segura a un titular de portada, entre el «lobo solitario» de Londres, el escándalo sexual del ministro y el fichaje de Neymar. Reparemos, por lo demás, en que en este juego mediático la protagonista -y víctima- pierde su apellido, quizás para subrayar la ejemplaridad o excitar la familiaridad, pero en una práctica que recuerda mucho a la colonial-racista de sustituir los nombres reales de las personas concretas por etiquetas clasificatorias (todos tenemos una Amina a la que defender como los colonos tenían una Fatma a la que pedir que lavara los platos).
Declaremos de entrada nuestra admiración por el coraje de Amina Tyler. Un mínimo de empatía nos obliga a representarnos la angustia íntima de esta mujer que se sobrepuso al «peso de las generaciones muertas» para afrontar un escupitajo público; no hace falta mucha imaginación, por lo demás, para ponderar el valor de ese gesto solitario y desafiante en Kairouan, en el medio más hostil concebible, entre la policía represiva de siempre y el nuevo fanatismo salafista, avivado en este caso por la prohibición del congreso de Ansar Charia. Exigir la inmediata liberación sin cargos de Amina Tyler es un imperativo democrático que compromete a todos los tunecinos, incluso o sobre todo a aquellos que reivindicaron frente al dictador la libertad indumentaria y la opción legítima del velo. Apoyar a Amina Tyler es una obligación ética y política, la consecuencia natural y vinculante de haber apoyado la revolución.
Pero es exactamente eso: una obligación. Digamos que Amina Tyler nos obliga a ir a donde preferiríamos no ir. Porque ese gesto valiente inhabilita y desactiva todos los mensajes, incluso el de la valentía misma. ¿Alguien recuerda las reivindicaciones de Amina y, por extensión, de Femen? La protesta a través del descubrimiento de los pechos -pensada como un medio para denunciar la situación de las mujeres y ampliar las conquistas feministas- se ha convertido en el fin mismo de la protesta. La protesta, ahora autorreferencial, es también autodestructiva; sólo se dice a sí misma y en condiciones tales, contra un telón social y cultural tan impermeable, que sólo puede generar víctimas. Según la conocida página de información Nawaat, el propósito de Amina en Kairouan era desplegar una banderola con el siguiente eslogan: «Túnez es un Estado civil y sus mujeres son libres». Se trata de un mensaje asumible por una buena parte de los hombres y mujeres de este país, al menos como consigna abstracta, pero que la desnudez de febrero había hecho ya inaudible. Amina es sólo una mujer desnuda; no comunica otro mensaje que la desnudez misma; impone una desnudez que lo oculta todo. Es justo indignarse contra los que insultan, persiguen o amenazan la desnudez de Amina y es imperativo declarar legítima su protesta, pero es razonable también criticar esa desnudez y esa protesta como un obstáculo e incluso un retroceso en el camino de la liberación de género. La feminista marxista egipcia Nawal Assadawui escribió en una ocasión que «el maquillaje es el velo de las occidentales». Pues bien, yo diría en este caso que la desnudez es el velo de Amina Tyler y de las militantes de Femen. Es su desnudez, y no sólo la prensa occidental, la que la ha despojado, junto a la ropa, de su apellido.
Pongamos en relación ese gesto con otro extremo y desesperado: el de la inmolación de Mohamed Bouazizi. Los dos constituyen formas autorreferenciales de protesta publica; los dos agotan su reivindicación en una revelación intensa y fulgurante (en un quitarse la ropa y pintarse la piel delante de todos). Bouazizi no pedía nada y, desde luego, no esperaba obtener nada, pero millones de árabes pobres y humillados se identificaron con él. Al matarse, vivificó una revolución inesperada que tumbó la dictadura. La protesta de Amina funciona exactamente al contrario. Su desnudez es un «choque», como el fuego de Bouazizi, e incluso un fuego, pero un fuego que no ilumina nada a su alrededor, salvo la resistencia cultural que la deja fuera de juego. Al desnudarse, Amina se ha matado a sí misma y ha quemado todas sus posibilidades de intervención en el campo de las luchas políticas y de género en Túnez, y ello cuando más agudas y decisivas se presentan.
Su desnudez es, sí, una inmolación inútil que alimenta, más que frena, el patriarcado vigente. En primer lugar porque caldea y legitima, por así decirlo, el imaginario de la dominación masculina. Amina proporciona a los machistas fanáticos, reprimidos y represores, los dos máximos placeres a los que pueden aspirar: el de contemplar impunemente, y sin merecerlo, a una mujer desnuda; y el de condenarla -y eventualmente amenazarla o agredirla- por su desnudez. Aquellos a los que habría que educar o derrotar ven confirmada así su visión de la mujer como objeto de deseo y fuente ontológica de amenazas. Cualquiera que recuerde -¡lejos del mundo musulmán!- el gesto repugnante de Putin hace unos meses frente a la militante desnuda de Femen (el pulgar en alto y el labio fruncido con aprobación despectiva) puede comprender que el sueño de todos los machistas e islamistas del planeta es precisamente éste: el de miles y miles de mujeres acudiendo desnudas a su presencia para inmolarse políticamente a sus pies.
Pero además el gesto de Amina -en segundo lugar- frena y deforma la lucha feminista en Túnez. Porque desgraciadamente no son sólo los machistas fanáticos -tras el caníbal banquete visual- los que condenan la desnudez de Amina. También la condenan la mayor parte de las mujeres; es decir, la mayor parte de los sujetos-objetos concretos de esa liberación preconizada por Femen, con la que, nos guste o no, sólo se identifica una diminuta élite extremolaica y pro-occidental sin raíces en la cultura popular. Sólo un hombre desnudo escucha a una mujer desnuda y para eso tienen que desnudarse al mismo tiempo y de común acuerdo. Ni el salafista macho ni su mujer alienada y sometida escuchan a Amina. Uno la «consume» y la desprecia; la otra se aprieta un poco más el velo, horrorizada ante semejante impudor. Plantear en Túnez la apropiación pública del propio cuerpo desnudo como reivindicación revolucionaria supone renunciar a la lucha feminista sobre el terreno, muchos escalones por debajo, centrada todavía en la conquista del propio territorio doméstico, de la propia independencia económica, de la autonomía del voto, de la sexualidad privada, de la dignidad frente al maltratador, del derecho a la educación, de la efectiva igualdad política y social. Túnez parte con ventaja en este combate y no debería perderla desnudando con prisa a mujeres que quieren conservar la ropa. La solidaridad de las militantes de Femen desplazadas a Túnez para repetir el gesto ante los medios de comunicación añade a este desprecio elitista de la realidad una dimensión «colonial». Túnez tiene una larga historia de feminismo activo y suficientes recursos humanos y organizativos para abordar esta lucha por sus propios medios, tanto desde el punto de vista teórico como militante. Así lo expresa la muy conocida y muy comprometida actriz Leila Toubel pensando sobre todo en la «intervención» francesa: «sólo nosotras estamos autorizadas a decidir cómo, cuándo, por qué y con qué herramientas».
Lo cierto es que la confluencia el domingo 19 de mayo de «sextremismo» y salafismo en Kairouan ha literalmente velado no sólo las luchas feministas sobre el terreno sino las muchas batallas políticas y sociales que se libran actualmente en Túnez. Desnudez y fanatismo religioso, las dos golosinas de los medios de comunicación, han cubierto con un púdico velo la realidad tunecina. Que liberen a Amina Tyler lo antes posible y sin cargos, por favor; pero que liberen al mismo tiempo a este país del yugo del FMI; ese yugo infame contra el que muchas feministas tunecinas se baten en estos días, conscientes de que las primeras víctimas de la pobreza y la dependencia (vivero de salafistas) son precisamente las mujeres y sus justos proyectos de emancipación.