Nuestros sentidos, habituados a una violencia normalizada de manera nada inocente a través del prolongado bombardeo mediático, si acaso reaccionan cuando lo escandaloso de la noticia toca la frontera entre la realidad y la ficción. Cada tanto, la violencia que se ensaña con las mujeres llega a los titulares de los medios masivos, casi siempre […]
Nuestros sentidos, habituados a una violencia normalizada de manera nada inocente a través del prolongado bombardeo mediático, si acaso reaccionan cuando lo escandaloso de la noticia toca la frontera entre la realidad y la ficción. Cada tanto, la violencia que se ensaña con las mujeres llega a los titulares de los medios masivos, casi siempre más tarde que a tiempo: mujeres retenidas en campos de violación serbios, jóvenes trabajadoras masacradas en Ciudad Juárez, mujeres asesinadas por parejas o ex parejas románticas o sexuales. Con una frecuencia menos periódica, un rostro concreto se repite en las pantallas y un nombre busca conquistar un rincón de la memoria. Hoy ese rostro pertenece a la activista saharaui Aminetu Haidar, defensora pacífica de los derechos humanos y del derecho humanitario internacional, cuyo caso empezó a filtrarse a diversos medios a cuentagotas de tinta y ahora se extiende como una mancha de sangre irrefrenable.
La determinación de Aminetu, ex detenida desaparecida en las cárceles secretas marroquíes en más de una ocasión y durante años, es aquella que suele encontrarse en quienes han vivido y sufrido lo suficiente para conocer a fondo la fortaleza y la fragilidad del espíritu humano. La añeja y vil complicidad entre los gobiernos de España y Marruecos, connivencia que ha obligado a Aminetu a recurrir a la huelga de hambre a modo de protesta e impide que retorne a su hogar en el Sáhara bajo ocupación militar desde 1975, es la misma que marca históricamente los pactos perversos en detrimento de pueblos enteros. Toca pues el turno al pueblo saharaui, no solo hoy, sino cada día desde hace 34 años, y seguramente más durante una colonia española que modificó la identidad de una nación y explotó sus recursos hasta la consolidación de alianzas comerciales que siguen definiendo, al menos en parte, la continuidad inexcusable de un conflicto que debiera avergonzar a toda persona capaz de pronunciar la palabra dignidad.
De poco sirve hacer un recuento más de los atropellos fraguados desde las altas esferas del gobierno español en el caso de Aminetu para exigir su retorno a El Aaiún cuando su huelga de hambre cumple dos semanas y los funcionarios no solo hacen gala de oídos sordos, sino del recurso de apostar a la mentira repetida mil veces con la esperanza de convertirla en verdad. Más útil parece, a estas alturas, señalar que los hechos de los últimos días ponen al desnudo lo poco que quedaba encubierto de los verdaderos entresijos de un sistema político que se jacta de democrático y equivocadamente da por sentado, primero, que democracia es simplemente el antónimo de dictadura, y segundo, que las sociedades se conforman con elecciones periódicas y espacios donde vociferar su descontento aun cuando nada cambie en la realidad. ¿Este es el puerto al que llega la transición española, tan célebre y celebrada alrededor del globo, después de esos mismos 34 años? ¿O es que el proceso no ha terminado y una de sus estaciones de paso es la combinación del lavado de manos y la complicidad con la potencia ocupante en su ex colonia y provincia saharaui?
Un gobierno democrático se basa en la expresión popular en las urnas y asume el compromiso de representar los intereses de la mayoría sin dejar de escuchar a quienes conforman minorías; pero también sabe que la democracia es un proceso de construcción social e incluye la decisión de no pisotear los derechos de otros pueblos allende las fronteras, que también consiste en tener una mirada retrospectiva motivada por el aprendizaje y la enmienda de errores en la propia historia. La actitud del gobierno español en el Sáhara Occidental se suma a tantos otros aspectos de su política exterior que evidencian un penoso afán en seguir mirando al sur por encima del hombro, con desdén y sed neocolonizadora en África y en Latinoamérica por igual.
Ante ese desolador panorama, las personas de origen español que desde la solidaridad más humana trascienden lo aprendido en su niñez gracias a libros de texto plagados de omisiones dan un ejemplo y nos recuerdan que pueblo y gobierno no son lo mismo. En nuestros países, de este lado del Atlántico, la decepción radica en ver sociedades rebeldes con gobiernos serviles que tampoco saben o quieren abandonar su papel de colonizados mentales y económicos.
Tal es el escenario de la resistencia de Aminetu. Quienes han experimentado el horror de la tortura afirman que en su crueldad el único remanso es la mente, ese lugar que la persona sigue sintiendo propio, donde el represor no puede entrar, el páramo que salva de la locura. Por otra parte, en la negra noche de la prisión sin muros que es el exilio forzado o la vida en territorios bajo ocupación militar, el cuerpo puede convertirse en el último recurso para el reclamo de justicia. Una mujer se apropia de su cuerpo y lo convierte en vehículo de la transgresión y la denuncia. Ese gesto, real y simbólico, no solo significa adueñarse de su vida (no nos confundamos: en estas circunstancia su muerte latente seguirá siendo responsabilidad de los gobiernos español y marroquí, y de la indiferencia internacional), sino, y sobre todo, adueñarse de su cuerpo, un cuerpo antes desaparecido, violentado, golpeado y transformado a la fuerza en instrumento de terror en manos del ocupante torturador.
El mundo, todavía patriarcal, se empeña en ver a las mujeres como parte de la propiedad colectiva de los hombres que detentan la identidad de un pueblo. Por eso los invasores se ceban en la violación como acto que mancha el orgullo masculino de una nación. Incluso la izquierda no ha logrado sacudirse la idea de las mujeres como bien público («proteger a nuestras mujeres«) o bien privado que se posee mediante el acto sexual («te presento a mi mujer«). Aminetu sabe que, a pesar de todo, no es más que de sí misma, como lo somos todas, y desde esa conciencia ha sido compañera, amiga y luchadora. Superviviente incansable y dueña de sí, echa mano de aquello que al final está al alcance de todo ser humano para exigir el cumplimiento de un derecho: su mente, su cuerpo y su corazón irredento.
Nunca entenderé esa facilidad que tiene la humanidad para cíclicamente permitirse perder a las personas más valiosas y capaces de rescatarla de sus miserias, y además mirar hacia otro lado. Que no nos pase esta vez.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.