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Apuntes sobre el Sudán posrrevolucionario

Fuentes: Umoya
Imagen de la revolución de Sudán. Foto: Hind Mekki (Flickr, recuperada por Africa Is A Country).

Imagen de la revolución de Sudán. Foto: Hind Mekki (Flickr; recuperada por Africa Is A Country).

Los fantasmas de nuestro pasado siguen atormentando nuestro presente sin piedad.

Malcolm X dijo una vez que «el racismo es como los Cadillac, crean un nuevo modelo cada año». Pienso en estas palabras todos los días. Me dan la fuerza necesaria para comprender la realidad del Sudán posrevolucionario; incluso sus limitaciones.

La herencia de los traumas poscoloniales de Sudán y la presidencia de Omar al-Bashir (1989-2019) se han cernido sobre las vidas de los sudaneses -en distinto grado, dado el reinado de terrorismo racial tanto del anterior como del actual régimen en Darfur, los Montes Nuba y en Sudán del Sur-, así como sobre la diáspora sudanesa.

Después de casi treinta años de esta realidad y de sus inconmensurables consecuencias, empecé a vislumbrar ante mí la esperanza de un nuevo Sudán surgido de la imaginación colectiva, liberado del yugo de las medidas de austeridad, de los asesinatos y la vigilancia policial indiscriminados y de la opresión instaurada contra aquellos que no encajasen en el modelo de «comunidad imaginada» del régimen.

Este «nuevo» Sudán estaba surgiendo de los levantamientos de diciembre de 2018 y de las posteriores sentadas ante la jefatura militar (6 de abril a 3 de junio de 2019). Yo personalmente pude divisarlo en los atisbos de fe que por fin vi en mis padres y en los de su generación. A los frutos de sus arrestos, su activismo y su exilio los sucedió la perseverancia de quienes les siguieron. El poder demostró estar definitivamente en manos del pueblo.

La revolución y yo nos conocimos oficialmente el 23 de mayo de 2019. Recién graduada en una universidad de la costa este americana [1], volví a Sudán cuando hacía ocho años que me había ido. Estaba ansiosa por formar parte y ver por mí misma de lo que estaba hecho este «nuevo» Sudán. En el momento en el que entré en la calle Qiyada de Jartum y en las distintas dimensiones de esta sentada, me envolvió una consigna que resonaba decidida: «Kol al-balad Darfur» («todo el país es Darfur»).

Creí en el espíritu de esta consigna porque quería creer. Durante muchos años me había pesado el hecho de que el lugar que consideraba mi hogar, mi refugio de la enraizada hostilidad de Estados Unidos contra las vidas y los cuerpos de las personas negras, estaba forjado -con la aprobación del Estado- en contra de las personas negras. Esta era la oportunidad de rectificarlo. Empezó con una consigna, pero, con suerte, le seguirían las cruciales conversaciones que muchos de nosotros tendríamos que tener con nuestras familias sobre cómo hemos perpetuado la supremacía árabe y la violencia contra las comunidades no-«árabes» por nuestra connivencia común con las llamadas convenciones sociales. Estaba tan embelesada con el entusiasmo que ni siquiera me di cuenta de que Qiyada estaba rodeada por los tanques y vehículos de las Fuerzas de Apoyo Rápido (Rapid Support Forces), lo que antes era milicia janjaweed. Estaba tan decidida a aferrarme al espíritu de la revolución que me convencí a mí misma de que el asesinato de una vendedora de té embarazada de seis meses, Mayada John, cometido por los janjaweed cerca de Qiyada el 29 de mayo de 2019, era una circunstancia aberrante y atroz en este «nuevo» Sudán y de que se vería justificada con la investidura de un gobierno civil. Las mentiras que me contaba a mí misma para aplacar mis miedos y evitar afrontar la realidad tal y como era empezaban a ser cada vez menos creíbles.

Mi relación con la revolución y con la sentada en Qiyada dieron un giro el 3 de junio de 2019. La víspera de la noche de la masacre había planeado ir a la sentada después de romper el ayuno. Dentro de dos días era el Eid al-Fitr y la Asociación de Profesionales de Sudán (Sudanese Professionals Association) había organizado un rezo colectivo ante la jefatura militar. La energía que precedió a este día debía ser bulliciosa y estimulante. Al final de la oración del Tarawih de esa noche empezó a llover a cántaros y se fue la luz en Qiyada, así que no fui. Me dije que ya iría mañana y, si no, al día siguiente. La sentada era inmortal. Siempre tendría la oportunidad de ir.

La mañana siguiente me desperté y me encontré con que se había decretado el confinamiento, se oía el constante silbido de los disparos y habían bloqueado Internet. La revolución, tal y como la conocía, había terminado.

Una parte de mí se sentía ingenua por pensar que podía siquiera ser real. La valentía que vi en los revolucionarios de Qiyada y fuera de Qiyada me hacía estar segura de que tenía razones para creer que los objetivos de la revolución eran factibles. Y puede que lo fueran en un mundo donde la capacidad de actuación de los individuos no estuviese limitada por las estructuras impuestas a su alrededor. Un mundo donde el neocolonialismo de los Estados Unidos, China y Qatar (entre otros); las luchas imperialistas de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos en Yemen y su uso de los mercenarios de la milicia janjaweed para sustentarla; y la arraigada relación entre el gobierno de Sudán y su infraestructura militar no definiesen el pasado, el presente y el futuro de Sudán.

En junio de 2020 hará un año de la «dispersión» de la sentada. Desde entonces, se ha establecido un consejo soberano para gobernar Sudán en el que participa uno de los perpetradores de la masacre de Jartum; las Fuerzas de Apoyo Rápido han seguido matando a civiles no-«árabes» al oeste de Darfur y sus ataquen a los campamentos Kerending en el Geneina provocaron la muerte de 80 personas y el desplazamiento de 47.000. Al mismo tiempo, el gobierno de transición ha sido alabado por prohibir la mutilación genital femenina y por revocar algunas de las restricciones de prensa y libertad de expresión del gobierno «anterior». Ahora Sudán tiene la cifra más alta de casos y muertes por coronavirus del este de África, lo que ha conllevado el confinamiento de todo el país y la prohibición de los desplazamientos entre los Estados de Sudán. A pesar de que estas medidas son necesarias, me preocupa cómo se valdrán de la pandemia para justificar que se frene el plan de transición de Sudán hacia un gobierno civil en 2022.

El racismo se encuentra en el mismo espíritu y corazón del nuevo Estado sudanés. Mientras se siga confiando en las «anteriores» estructuras y se las perpetúe, estas jugarán un papel esencial en la reincidencia del mismo en cada uno de sus actos. Este es el caso del actual gobierno de transición. Los fantasmas de nuestro pasado siguen atormentando nuestro presente sin piedad. El racismo, como el resto de herramientas de poder del Estado, está mutando, a pesar de que se haya acallado con las promesas vacías de un gobierno más políticamente correcto y «respetable» a nivel internacional. Se está arraigando más y más en las grietas del Estado de Sudán.

De todos modos, la revolución es un proceso, no un evento.

Bayan Abubakr es una estudiante de primer año de doctorado en Historia de la Universidad de Yale. Estudia las estructuras raciales entre los grupos esclavizados y sus descendientes en el Sudán egipcio-otomano (1821-1884).

Nota de la traducción:

[1] En el texto original se refiere a la costa este estadounidense como americana.

Testo original «Notes on post-revolutionary Sudan», en Africa Is a Country.

Traducido para Umoya por María Usua.

Fuente: https://umoya.org/2020/07/29/sudan-posrevolucionario/