La genialidad política de Biden y Blinken sigue recogiendo frutos: No sólo ha unido a China y Rusia, sino que mientras hablan de alianzas de esta última con Venezuela, Cuba y Nicaragua e inventan una «invasión rusa a Ucrania», son los presidentes de dos de sus vecinos con más peso económico, Alberto Fernández y Jair Bolsonaro, los que han visitado Moscú.
De aquel “nuevo comienzo” con América Latina proclamado en 2012 por el entonces jefe de Biden, Barack Obama, más bien estamos asistiendo al fin de la región como coto exclusivo de las transnacionales estadounidenses que cada vez deben compartir más espacio con empresas de las potencias extrarregionales que EE.UU. ve como enemigas en una zona que Washington ha considerado históricamente su “patio trasero”.
¿Quién, o qué, hizo posible semejante giro? La contraofensiva emprendida por Obama: desde 2009 golpes de estado más o menos cruentos en Honduras, Paraguay y Brasil, su negociación con Cuba, mientras le serruchaba el piso aplicando un duro cerco económico a Venezuela, principal aliado de la isla, dio paso al aislacionismo de Trump, con un discurso que en ocasiones llegó a ser abiertamente racista hacia los latinos -“países de mierda” les llamó- y una confrontación que estuvo a punto de la intervención militar contra Caracas.
En particular con Cuba, Trump fue más lejos que ningún otro mandatario norteamericano. Basado en dos falacias construidas desde Miami: 20 000 fantasmagóricos militares cubanos en Venezuela de los que ya nadie habla y unos “ataques sónicos” a los diplomáticos estadounidenses en La Habana que hasta la CIA niega ahora, el magnate neoyorquino no sólo dio atrás al proceso de deshielo entre los dos países, sino que aplicó en plena pandemia 243 medidas adicionales a la guerra económica que por sesenta años Washington ha librado contra la isla. Biden, incumpliendo sus promesas de campaña, no reanudó la política obamista hacia Cuba y ha mantenido con pocas variaciones el discurso trumpista sobre Latinoamérica, aunque sin el extremismo xenófobo de este.
De salida la derecha del gobierno en Chile y Perú, con un gobierno solidario con La Habana en un país tan importante como México, con Colombia también en riesgo de abandonar la derecha, y con el regreso de las fuerzas izquierdistas gobernando en Bolivia y Honduras, enfrascado en disputas bilaterales con El Salvador, y con el declaradamente trumpista Bolsonaro en Brasil, el escenario no es favorable para la política mayamera de Biden de cara a una nueva Cumbre de las Américas a celebrarse en la ciudad estadounidense de Los Ángeles en junio de este año. La Organización de Estados Americanos (OEA), instrumento de Estados Unidos que organiza la Cumbre junto al State Department, sigue en manos del servil luis Almagro, muy desacreditado por su implicación directa en el golpe de estado de 2019 en Bolivia, lo que supone una dificultad adicional para el éxito del evento.
Trump desestimó ese foro y le bajó el nivel al no asistir él y enviar a su Vicepresidente al último de esos eventos celebrado en Lima en 2018. Pero ahora Biden, envuelto en duras disputas con Rusia y China que expanden vínculos e influencia en la región, necesita reconstruir una relación que no solo está muy deteriorada, sino que al excluir a Cuba, Venezuela y Nicaragua, cosa que ni el mismo Trump hizo, va a tener un motivo adicional de confrontación.
Envuelto en desafíos a su hegemonía global, con falta de consenso en sus aliados europeos, Washington necesita como nunca antes de América Latina. Pero el afán de no molestar al núcleo trumpista asentado en Miami, que vive de y para la confrontación con Cuba y contrario a todo lo que signifique un mínimo de reconocimiento a las soberanías latinoamericanas, pone a Biden en la peor de las condiciones para, apoyándose en su zona natural de influencia, enfrentar un mundo donde cada vez se le cuestiona más.