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El circo mediático en EE.UU.

Bin Laden y «La carta robada»

Fuentes: Rebelión

En la carta robada, el cuento de Edgar Allan Poe, el prefecto de policía busca infructuosamente por todas las habitaciones de uno de los ministros, una carta que le ha sido robada a la reina y que compromete el honor de ésta. Para ello, el prefecto y su equipo han entrado varias veces de manera […]

En la carta robada, el cuento de Edgar Allan Poe, el prefecto de policía busca infructuosamente por todas las habitaciones de uno de los ministros, una carta que le ha sido robada a la reina y que compromete el honor de ésta. Para ello, el prefecto y su equipo han entrado varias veces de manera ilegal en el cuarto del ministro, han registrado habitación por habitación, mueble a mueble, han utilizado incluso agujas para pinchar las almohadas en busca de la carta y, mi favorito, han desmontado incluso las patas de la cama y de la mesa para buscar en el interior de éstas sin que la carta apareciera por ningún lugar. Desesperado, el prefecto acude al primer investigador de la novela policial, Auguste E. Dupin en busca de ayuda. Con su característico ingenio de salón Dupin resuelve inmediatamente el misterio, porque la carta estaba simplemente encima de una cómoda, a la vista de todo el mundo.

Pues bien, si se piensa bien, el reciente asesinato de Osama Bin Laden no es sino una versión gore y siniestra de La carta robada. Después de todos estos años, Osama no estaba en una cueva de las montañas de Afganistán haciéndose la diálisis dos veces por semana y dirigiendo las operaciones de Al qaeda por computadora como el que juega a la Jihad en una play station, sino que lo teníamos ahí, delante de nuestras narices, instalado cómodamente en una mansión de alta seguridad a las afueras de Islamabad. Y es que a veces tener las cosas demasiado pegadas a los ojos es una manera de no ver lo que está pasando, una especie de ceguera inducida que nos deja a oscuras. Esta ceguera no es sólo un problema epistemológico, sino también un problema ético, ya que la búsqueda de aquello que no se ve porque está delante ha permitido justificar, entre otras cosas, las guerras de Afganistán, Irak, Pakistán y Yemen, la tortura, las prisiones ilegales, Abu Graib, Guantánamo, la tortura, los bombardeos con aviones no tripulados, la aprobación del Patriot Act, las escuchas ilegales, la islamofobia, el recorte de las libertades civiles, y los miles de muertos caídos en la «guerra contra el terrorismo».

Como en La carta robada, Estados Unidos ha puesto el planeta patas arriba, ha tratado de destruir la fábrica social de todo Oriente Medio para cortarle la cabeza a un monstruo que tenía delante de sus ojos y que además había salido de sus propias entrañas. No nos olvidemos que todavía se puede leer la declaración del Presidente Ronald Reagan llamando a los Mujahidin «freedom fighters», luchadores por la libertad, en 1983, con motivo de la invasión soviética de Afganistán [1].

¿Qué sentido tiene, entonces, ahora haber llegado al final de la búsqueda?

Como en las malas historias policíacas la resolución del crimen o el misterio pretende ser una respuesta tranquilizadora para la sociedad: se ha hecho justicia, el criminal ha sido castigado por sus crímenes, el orden social ha sido reestablecido, los ciudadanos pueden volver a la apacible mediocridad de sus anodinas vidas y, sobre todo, pueden volver a dormir tranquilos. Además de todos estos efectos político-literarios, el asesinato de Bin Laden pretende sobre todo ser construido como un gigantesco espectáculo mediático cuyas luces pretenden dejarnos a todos ciegos. Algo de esto intuyeron Paco Ignacio Taibo II y el Subcomandante Marcos cuando escribieron en su novela negra «Muertos Incómodos» :

«Burbank es la capital del cine porno de Estados Unidos, un pueblucho cerca de Los Ángeles, moteles y empresas triple x, coge y coge, filma y filma, viva el capitalismo salvaje. Y junto todo y me digo: ‘¿A poco estos culeros de Bush y sus amigos están haciendo los comunicados de Bin Laden, los mensajes del demonio, en un estudio porno en Burbank, California, que hasta desierto tienen por allí? ¿A poco todo es un montaje, una fábrica de sueños de mierda, con un ex-taquero mexicano llamado Juancho de personaje central? Yo, de verdad, no me lo tragaba’, me decía: ‘¿cómo vas creer?’ Pero, ¿a poco no es bonita la historia?».

Y es que cuando las cosas van mal, «Producciones El Pentágono» pone en marcha su máquina de sueños (o más bien de pesadillas) para tranquilizar a la población civil mediante altas dosis de entretenimiento imperial-militar. No se trata de caer en teorías de la conspiración, pero ¿no es un poco sospechoso que el anuncio de la captura y muerte de Bin Laden se haga el primero de mayo, un día que además no se celebra en Estados Unidos? ¿No es demasiado conveniente que el anuncio de la muerte del más malo de los malos se haga el mismo día que las fuerzas de la OTAN bombardean a civiles y matan a uno de los hijos de Gadaffi en Libia?

Pueden ser sólo coincidencias, lo que si es innegable es que el aparato mediático militar de los Estados Unidos esta espectacularizando el asesinato de Bin Laden con un propósito doble: dejar a oscuras, como en La Carta robada, los problemas internos y externos del país y promover entre la ciudadanía un complejo melancólico agresivo que siga justificando las guerras imperiales por los recursos de Oriente Medio.

El fundido en negro que ha producido el asesinato de Bin Laden tiene por objeto, como ha señalado Santiago Alba Rico, ocultar todo lo que ha estado pasando en el mundo Árabe desde las revueltas de Tunez, Egipto, Siria o Bahrein a la intervención militar de la OTAN [2]; Hillary Clinton tuvo incluso la desfachatez de conectar, en su comparecencia, el asesinato de Bin Laden con la lucha por la libertad del pueblo árabe. Pero además de tapar y sacar partido de todo lo que esta pasando en Oriente Medio, la película Bin Laden tiene otro objetivo crucial, ocultar que las cosas en casa van muy mal. El desempleo sigue creciendo, las cárceles están llenas de afroamericanos, latinos y blancos pobres, Obama ha deportado a más latinos que Bush en sus ocho años de mandato, millones de personas han sido desahuciadas, muchos más no tienen acceso al seguro medico y cada vez se hace más evidente que el neoliberalismo sólo puede sobrevivir a costa de ser cada vez más agresivo y de transferir más bienes comunes a manos privadas: atacar a los sindicatos de trabajadores públicos, destruir las universidades públicas y producir, en definitiva, más miseria, desigualdad y exclusión.

Después de los ataques del 11 de septiembre, se hizo muy difícil tener una conversación sosegada sobre lo que había pasado o presentar objeciones a la naciente guerra contra el terror, las pocas personas que salimos a la calle para protestar la guerra en Afganistán nos encontrábamos con un ambiente hostil e intimidatorio. Todavía no se había caído la segunda torre gemela cuando Peter Jennings, el corresponsal de ABC News, advertía de que se trataba de un «acto de guerra» y exigía venganza. Desde entonces la ciudadanía norteamericana ha sido sometida sin interrupción a un chantaje emocional cuyo objetivo es instalar en la sociedad civil un complejo melancólico agresivo que justifique la agenda neoimperial de la oligarquía norteamericana. Desde el 11 de septiembre todos y cada uno de los ciudadanos de los Estados Unidos fueron interpelados por el Estado para transformarse en receptáculos de las víctimas de los atentados de las torres gemelas. Los muertos no están en ningún memorial están encriptados en cada uno de los ciudadanos, y es precisamente porque están dentro que no se pueden ni olvidar ni velar, para defenderlos de su olvido sólo queda actuar agresivamente contra aquellos que pretender poner en peligro nuestra seguridad y las de las víctimas del 11 de septiembre que llevamos dentro.

Este complejo de miedo y agresión sirvió no sólo para justificar las guerras sino que también produjo increíbles réditos electorales para George W. Bush. Por eso, coincidencia o no coincidencia, el fantasma de los muertos del 11 de septiembre vuelve a agitarse sobre nuestras cabezas, nos interpela otra vez desde la euforia y el miedo que produce el espectáculo de la muerte de Bin Laden para que volvamos a unirnos en torno al complejo melancólico-imperial y su maquinaria de muerte. Resulta patético escuchar a Obama apelar a la unidad nacional como durante el 11 de septiembre o el intento de asesinato de la congresista Gabriel Giffords, ahora que se ha «hecho justicia». ¿Qué significa unirse entorno al asesinato de Bin Laden? ¿Formar una comunidad afectivo política en torno a un desaparecido (el cuerpo fue arrojado al mar como durante la dictadura Argentina)? ¿Justificar la tortura (la confesión que supuestamente llevó al descubrimiento de Obama fue obtenida bajo tortura en Guantánamo)? ¿Naturalizar la violación de la soberanía de un país (hoy es Pakistán mañana podría ser Inglaterra en busca de Assange)? ¿Confundir la justicia con la venganza? ¿Celebrar la muerte?

Sí, es cierto que muchas personas, inducidas por los fuegos artificiales de todos los medios, liberales y conservadores, se lanzaron a las calles a celebrar el asesinato de Bin Laden, es cierto que los estudiantes de la Universidad de Ohio se tiraron a un lago para celebrar, es cierto que Glen Beck, el comentarista conservador de la Fox, abrió su programa con una banda de música, pidió que se exhibiera el cuerpo de Bin Laden de pueblo en pueblo como en la Edad Media y soltó una lagrimita mientras pasaba en la pantalla los nombres de todas y cada una de las víctimas del 11 de septiembre, pero también es cierto que la mitad de la población se niega a celebrar bien por cansancio emocional bien porque no aceptan las consecuencias de este pacto siniestro de muerte. Hay esperanza.

[1] Ronald Reagan. » Message on the Observance of Afghanistan Day» http://www.reagan.utexas.edu/archives/speeches/1983/32183e.htm

[2] Santiago Alba Rico. «Matar a Bin Laden, resucitar Al qaeda» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=127592

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.