Desde inicios del siglo XX, los Estados Unidos han forjado su unidad nacional a partir de la denuncia de un enemigo interno. Los comunistas ocupan un lugar privilegiado entre los blancos de esa cacería de brujas que también incluye a los anarquistas, a los ciudadanos de origen japonés, a los homosexuales y a los ateos. El Estado Federal ha creado gigantescas estructuras de represión articuladas a milicias patronales. Esa violencia permanente contra los chivos expiatorios se dirige hoy a los musulmanes
A partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, los Estados Unidos registran un alza importante de agresiones contra los musulmanes y de discriminación para contratar a trabajadores musulmanes, árabes o sikhs. En un informe publicado en mayo de 2004, el Consejo para las Relaciones Norteamericano-Musulmanas (CAIR), importante organización musulmana-norteamericana, registró 93 casos de crímenes racistas en 2003, es decir, más del doble que en 2002.
El fenómeno no es nuevo: a lo largo del siglo XX, los Estados Unidos han sufrido olas de violencia dirigidas contra supuestos «enemigos internos» y todo ello con la bendición, incluso la complicidad del Estado Federal.
En 1917, el presidente Woodrow Wilson confió a su ex director de campaña electoral, George Creel, la dirección del primer organismo moderno de propaganda estatal: el Comité para la Información Pública (Committee on Public Information – CPI), que definió los métodos para manipular a las masas aplicados posteriormente por Goebbels en Alemania y Tchakotin en la URSS.
Su misión era convencer a los ciudadanos, utilizando a sus espaldas los medios del Estado, de que era necesario entrar en la Primera Guerra Mundial e invertir en ello todos los recursos del país.
Para ello, Creel exacerbó una forma de nacionalismo, sumiendo al país en una «cacería de brujas» contra todos los que podían ser sospechosos de no ser lo suficientemente patrióticos: los que por razones morales o religiosas rechazaban la guerra, los estadounidenses de origen alemán, los inmigrantes, los comunistas y los que habían escapado al reclutamiento. Una vez terminado el conflicto, la xenofobia de Estado se dirigió no sólo contra los inmigrantes, sino también contra los opositores políticos.
Los Estados Unidos sufren una grave crisis económica durante la reconversión de la economía de guerra en economía de paz. En enero de 1919, tienen lugar importantes huelgas, sobre todo en Seattle, donde 60 000 trabajadores paralizan todas las actividades. Inmediatamente se les califica de «rojos» y se les acusa de fomentar un golpe de Estado. El alcalde de la ciudad, Ole Hansen, anuncia que el municipio cuenta con 1 500 policías y agentes federales para destruir el movimiento. Bajo la amenaza de un baño de sangre, los huelguistas regresan al trabajo.
El episodio inaugura una nueva manera de tratar las reivindicaciones sociales y a los opositores políticos. A raíz de una serie de atentados atribuidos a anarquistas en 1919, el secretario de Justicia, A. Mitchell Palmer, inventa el mito del «peligro rojo» (Red Scare). Para luchar contra esa amenaza interna, crea una policía política en el seno del FBI, la División General de Inteligencia (General Intelligence Division – GID), cuyo objetivo es revelar los «complots bolcheviques», identificarlos y luego encarcelar o deportar a los autores.
A la cabeza de esta División coloca a John Edgar Hoover. De esta forma, el Estado ficha a cerca de 200 000 opositores y organizaciones radicales, lo que terminará con el arresto de miles de personas que serán detenidas o expulsadas del territorio, en el caso de extranjeros, en ocasiones por simples palabras contra el capitalismo o contra el gobierno. Todo ello en violación de los derechos más elementales de la defensa (derecho a un abogado, derecho a un proceso justo…).
Esa política no es sólo xenófoba: se acompaña de una retórica según la cual los que cuestionen el orden establecido son «no norteamericanos» (unamerican). Eso equivale a considerar como extranjeros a los que no tienen las mismas opiniones políticas que los gobernantes. También se encuentran especialmente en la mirilla dos partidos, que son también sindicatos: el Internal Workers of the World (IWW, o Wobblies, dirigido por «Big» Bill Haywood, y el Partido Socialista dirigido por Eugene Debs, dos formaciones políticas que se opusieron oficialmente a la Primera Guerra Mundial.
Al mismo tiempo, las huelgas y motines que estremecen al país son calificados en la prensa de «crimen contra la sociedad». Los generales que permanecen en Europa deciden crear una asociación de ex combatientes que pueda regenerar al país, rechazando la lucha de clases y desarrollando los valores de unidad y de sacrificio que triunfaron durante la guerra. El 8 de mayo de 1919 crean la Legión Norteamericana en St. Louis para «apoyar y defender la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, mantener la ley y el orden, e iniciar y perpetuar un americanismo puro y duro».
Seis meses más tarde, la organización cuenta con más de 650 000 miembros, y luego con un millón a fines de 1919. La mayoría de ellos sólo distribuyen panfletos anticomunistas, pero los elementos más fanáticos no vacilan en batirse con los comunistas reales o supuestos y coordinan las acciones de los «rompehuelgas».
En 1933 el jefe de la Legión Norteamericana recurre a un gran soldado, el ex comandante en jefe de los Marines, el general Smedley Darlington Butler, para transformar la asociación según el modelo francés de la Cruz de Fuego y tomar el poder. Pero en el último momento (como François de La Rocque poco antes en Francia), el héroe se retracta y se niega a encabezar un golpe de Estado fascista [1]
La «cacería de los Rojos» se detiene progresivamente en 1920. En mayo, basándose en el caso Sacco y Vanzetti, dos comunistas italianos acusados probablemente de forma equivocada de haber apuntado y asesinado al cajero y al guardia de una fábrica en Braintree, doce eminentes juristas norteamericanos redactan un informe sobre las violaciones de las libertades fundamentales por el Departamento de Justicia.
La decisión tomada por la Asamblea de Nueva York de despedir a los elegidos socialistas provoca la indignación de los periódicos nacionales y de los responsables políticos. Incluso el secretario de Justicia Alexander Mitchell Palmer se pronuncia contra esa decisión, al declararla injusta por asociar socialistas y comunistas. Por otra parte, la expulsión de extranjeros aparece rápidamente, a los ojos de los patronos de la industria, como la desaparición de una mano de obra barata.
Todos esos factores en su conjunto conducen a debilitar el proceso iniciado en 1919. Sin embargo, el asunto del primer «gran miedo a los Rojos» permite ya tener en cuenta varios aspectos del anticomunismo que se encontrará a lo largo de la historia de los Estados Unidos en el siglo XX: «la intolerancia, la xenofobia, la obsesión del complot, el daño a las libertades en nombre de la seguridad interna, la amenaza exterior utilizada para destruir la oposición exterior, la delación, las acusaciones en todos los sentidos, la brutalidad de la represión o la negación de las reglas jurídicas para los que se consideran como sediciosos» [2].
El 19 de febrero de 1942, el presidente Roosevelt, cediendo al sentimiento xenófobo, ordena el arresto sin juicio de 120 000 ciudadanos estadounidenses de origen japonés y su internamiento en campo de concentración. Esa medida discriminatoria no se aplica a los ciudadanos enemigos, sobre todo Alemania, sino exclusivamente a aquellos cuyos padres son japoneses [3].
El fin de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría que va a oponer, durante más de cuarenta años a los Estados Unidos y la URSS, reactivan el sentimiento anticomunista en la cumbre del Estado. El presidente Harry S. Truman es criticado por todos. A su derecha, los Republicanos lo acusan de ser demasiado «flojo» frente al «peligro comunista». A su izquierda, debe enfrentar una oposición heteróclita, compuesta por algunos demócratas, en torno a Henry Wallace, por el Partido Comunista, pero también por personalidades aisladas como Walter Lippman, Albert Einstein, Fiorello La Guardia, o también Henry Morgenthau.
Estos individuos consideran que «la reconciliación con la Unión Soviética [es] posible sin sacrificar el interés nacional (…) que la Guerra Fría no [debe] ser un proceso de militarización y que el conflicto [amenaza] las instituciones norteamericanas y les principios más caros al corazón de los norteamericanos» [4]. Estas palabras encuentran eco en la propia población, que aunque anticomunista en su conjunto, no desea una confrontación con la URSS, mucho más cuando la idea de un «peligro rojo» aparece más como un fantasma que como una realidad. El recuerdo de la alianza sovietonorteamericana para luchar contra la Alemania nazi todavía está vivo.
Como a raíz de la Primera Guerra Mundial, e incluso si la dominación de los Estados Unidos sobre la economía mundial se establecerá rápidamente, el regreso a una economía de paz plantea, en los primeros años, algunas dificultades a la población. Así, en el año 1946 se produce un regreso al desempleo y a las huelgas. El movimiento social suscita un fuerte sentimiento antisindical que conduce al éxito de los republicanos en las elecciones legislativas.
Inmediatamente, una treintena de Estados adoptan legislaciones antisindicales y, en 1947, el Congreso vota, contra la opinión del presidente Truman quien intenta oponer su veto, la ley Taft-Hartley que tiene por objetivo «reducir el poder sindical y eliminar específicamente la influencia comunista en el movimiento sindical» [5].
El texto prevé sobre todo que todo elegido sindical jure por escrito «que no es miembro del Partido Comunista o afiliado a un partido de ese corte y que no cree ni inculca el derrocamiento del gobierno de los Estados Unidos por la fuerza o por cualquier otro medio ilegal o anticonstitucional» [6].
La paranoia anticomunista naciente se ve reforzada por presuntos casos de espionaje -en realidad inventados- imputados a la URSS. En octubre de 1946, la Cámara de Comercio de los EE.UU publica un informe según el cual los comunistas habrían infiltrado las instancias gubernamentales, sobre todo el Departamento de Estado, y los sindicatos, y propone en sus conclusiones, «expulsar a todos los «subversivos» de los lugares de formación de opinión: escuelas y bibliotecas, cine, radio y televisión, prensa escrita» [7].
Un poco antes, un informe de J. Edgar Hoover, convertido en director del FBI, afirmaba la existencia de una amplia red de espionaje implantada en los Estados Unidos con ramificaciones en el propio seno del gobierno. Hoover afirma además haber pedido a sus hombres que continuaran sus investigaciones y confirma trabajar en la elaboración «de una lista de todos los miembros del partido y de las personas peligrosas en caso de crisis seria con la Unión Soviética».
Esa vasta campaña de desinformación tiene sus frutos. Con miras a eliminar el principal argumento electoral de los republicanos, Truman crea, en noviembre de 1946, una comisión temporal encargada de evaluar la lealtad de los funcionarios. El 21 de marzo, esa comisión se hace permanente por el decreto presidencial n° 9835, que establece un programa de verificación de la lealtad de los funcionarios.
Al unísono, Truman establece un aparato de Estado secreto capaz de dirigir permanentemente una guerra fría contra la Unión Soviética con independencia de cuáles sean las alternancias políticas. El National Security Act de 1947 crea a la vez un Estado Mayor Interarmas permanente en tiempo de paz (JCS), una agencia omnipotente de inteligencia y de acción (CIA), y una sala de mando permanente (NCS). Después, licencia al general George F. Keenan, teórico de la amenaza soviética pero partidario de la contención, en provecho de Paul H. Nitze, favorable al enfrentamiento militar en teatros periféricos. En 1948, Truman es reelegido como presidente de los Estados Unidos. En realidad, el movimiento en el cual navega lo trasciende.
En el Congreso, los representantes han creado una Comisión del Congreso sobre las Actividades Antinorteamericanas en la cual Richard Nixon desempeña un importante papel. La Comisión es el punto de partida de la primera «cacería de brujas» en el medio cinematográfico y de la recreación, con la ayuda de Ronald Reagan, entonces presidente del Screen Actors Guild, el sindicato de actores de Hollywood [8]. En 1948, es Richard Nixon quien insta a sus colegas congresistas a interesarse en el caso Alger Hiss, nombre de ese alto funcionario del Departamento de Estado acusado de haber pertenecido al Partido Comunista sobre la base de informaciones -además, poco confiables- de Whittaker Chambers, un importante responsable de la redacción de Time. Ese asunto fortalece la legitimidad de la cruzada anticomunista y abre la vía al senador Joseph McCarthy.
Ese hombre político mediocre, elegido «el peor congresista» en 1951 por la Asociación de Periodistas del Congreso, cena en enero de 1950 con el padre Edmund Walsh, profesor de la Universidad (jesuita) de Georgetown, de Washington. Este le sugiere, para mantener su escaño, que se lance a una cruzada anticomunista. Dicho y hecho. El 9 de febrero de 1950, Joseph McCArthy pronuncia un discurso en Wheeling en el que cuestiona gravemente al secretario de Estado Dean Acheson y, enarbolando una hoja de papel, afirma tener «una lista de 205 nombres, comunicada al secretario de Estado, de miembros del partido comunista que pese a todo trabajan todavía en el Departamento de Estado y que estructuran su política».
El asunto causa un escándalo y, no obstante, como todos los discursos sobre el «enemigo interno», las palabras de McCarthy se basan en el aire. No existe lista, ni nombres, sino los obtenidos por los comités de evaluación de los funcionarios, publicados en 1946, y que comprendían a ex comunistas, fascistas, alcohólicos y homosexuales. Pese a la superchería, McCarthy persiste y pronuncia un discurso ante el Senado el 20 de febrero, en el que menciona la infiltración de la administración demócrata de Harry Truman por comunistas.
Como presidente de la Government Committee on Operations del Senado, realiza una serie de investigaciones a fin de poner en tela de juicio a los responsables políticos sobre la base de sus antiguas militancias. La mayoría se ve obligada a dimitir. A los demás les propone, para salvar sus carreras, denunciar a otros cercanos al Partido Comunista. También los artistas e intelectuales son acosados. En 1952, nombra a su lado a Roy Cohn, por recomendación de Kohn Edgar Hoover. Cohn había participado en la acusación de Julius y Ethel Rosenberg, una pareja de judíos comunistas acusados de espionaje a favor de la URSS y condenados a muerte en 1951.
El FBI desempeñó un papel considerable en la cruzada anticomunista de McCarthy, como lo indicó William Sullivan, uno de los eminentes agentes del FBI: «Fuimos nosotros los que hicimos posible las audiciones de McCarthy. Nosotros [le] suministramos todos los materiales que utilizaba». Debido a que el FBI no contaba con los medios para reunir esos materiales, el sindicato patronal Mid-America Research Library [9], que tiene más de seis millones de expedientes sobre las actividades políticas y sexuales de sus empleados [10], se los suministraba.
Las ideas defendidas por McCarthy iban viento en popa, y el gobierno Truman se convierte en el blanco de ataques anticomunistas repetidos. Dean Acheson, el secretario de Estado, es uno de los principales objetivos, así como George Marshall, secretario de Defensa, el cual será obligado a dimitir.
El propio Harry Truman, atacado en ese terreno, renuncia a presentarse a las elecciones presidenciales de 1952, aplazadas por el general Dwight Eisenhower. Para muchos, su llegada al poder debía sellar el fin del maccarthismo. Fue falso. En efecto, McCarthy la emprendió con la «cultura antinorteamericana» en los libros. Su equipo descubrió así que 30 000 libros habían sido escritos por «comunistas, pro comunistas, ex comunistas o anti-anticomunistas».
A raíz de la publicación de la lista completa de esas obras, los libros se retiraron de los estantes de las bibliotecas. Además, se añade una referencia a Dios en el juramento de fidelidad que recitan cada mañana los escolares y funcionarios para detectar a los comunistas ateos que se niegan a pronunciarlo. Sin embargo la cruzada del anticomunismo comete un error: en octubre de 1953, opta por denunciar la infiltración comunista en el seno del ejército. La institución se rebela y obtiene su salida por el voto de una moción de censura, el 2 de diciembre de 1954. Esa es una mala noticia para el extremista anticomunista John Edgar Hoover, quien dirige el FBI desde 1924. La vida política norteamericana es sacudida por diferentes movimientos de protesta, sobre todo el de derechos civiles, realizados por Martin Luther King, después por el movimiento contra la guerra de Vietnam. Para luchar contra esa subversión de nuevo tipo, Hoover crea el programa COINTELPRO (Counter Intelligence Programme), a partir de 1956. Sus primeros blancos son los responsables del Partido Comunista norteamericano, incluso del Partido Socialista.
Los dirigentes, militantes y simpatizantes de esas tendencias son colocados bajo técnicas de escucha, alejados de la administración o denigrados en campañas de prensa ante las grandes resultados electorales. Sin embargo, muy pronto, el programa se separa de esos blancos originales para enfrentarse a las asociaciones de los derechos cívicos. John Edgar Hoover explique así, en una nota interna dirigida a todos sus agentes, el 25 de marzo de 1968, que el COINTELPRO debe «impedir la coalición de los grupos nacionalistas negros (…), impedir el nacimiento de un «mesías» que podría unificar y electrizar el movimiento nacionalista negro. (…) Hay que hacer comprender a los jóvenes negros moderados que, si sucumben a la enseñanza revolucionaria, serán revolucionarios muertos».
Los documentos hechos públicos a partir de 1970 sobre COINTELPRO no permiten delimitar con precisión la forma en la que el FBI llevó a cabo, en detalle, las operaciones de desestabilización del movimiento por los derechos cívicos. Lo más simple fue, de manera general, presentar a las organizaciones del reverendo Martin Luther King y de Malcolm X como antipatrióticas, antinorteamericanas y cercanas a los comunistas.
En los Estados Unidos de los años 60, Malcolm X representa un peligro muy especial. Convertido al Islan y habiendo roto con el movimiento de los Black Muslims, es acusado indistintamente de ser antiblanco, antisemita y propagador del odio racial. Cuando los argumentos ya no son suficientes, es asesinado el 21 de febrero de 1965 [11]. El 4 de abril de 1968 corresponde el turno a Martin Luther King.
Gracias a esos dos asesinatos, cuyas investigaciones serán particularmente chapuceras, se cumple la voluntad de John Edgar Hoover: no habrá más «mesías» capaz «de unificar y de electrizar al movimiento nacionalista negro «. El FBI también la emprendió contra las actividades de las Panteras Negras, en el marco de COINTELPRO.
Ese movimiento, fundado en 1966, reivindicaba la liberación de los negros estadounidenses, no por medio del militantismo pacífico predicado por Martin Luther King, sino más bien por la «autodefensa». En 1969, uno de sus miembros, Fred Hampton, es ejecutado luego de una operación realizada conjuntamente por el FBI y la policía de Chicago. Otra figura emblemática del movimiento, Angela Davis, es acusada de asesinato y secuestro. Es detenida en 1970 y pasa dieciséis meses encarcelada antes de ser liberada de todos los cargos.
Semejantes métodos no podían continuar siendo desconocidos del gran público. A pesar de ser denunciados continuamente por los opositores políticos que fueron víctimas de ellos, fue necesario esperar al escándalo de Watergate para que la prensa nacional norteamericana se interesara en el asunto. Entonces, el FBI es acusado de haber colocado dispositivos de escucha en la sede de campaña de los demócratas, en beneficio del presidente Nixon.
Las revelaciones publicadas por Bob Woodward y Carl Bernstein provocan una serie de investigaciones sobre el modus operandi de la organización dirigida por John Edgar Hoover. La paranoia de los agentes federales en contra del «enemigo interno» desaparece poco a poco.
Sin embargo, el fenómeno resurge de forma súbita a raíz de los atentados del 11 de septiembre. Hoy día, la nueva cruzada no tiene como blanco a los comunistas o a los negros, sino a los musulmanes. Daniel Pipes [12] se convirtió en su punta de lanza al instar, en muchas ocasiones, a una depuración del personal universitario de todos sus elementos considerados demasiado sensibles a la causa palestina, y a la separación de los funcionarios y soldados de fe musulmana.
En un artículo del Jerusalem Post de 26 de noviembre de 2003, preconiza distribuir un cuestionario en el más puro estilo maccarthista a los responsables musulmanes estadounidenses. Así, se les pediría condenar el Hezbollah como organización terrorista, reconocer que los fundamentalistas musulmanes son responsables de los atentados del 11 de septiembre y aceptar que su vida privada sea espiada por cuestiones de seguridad más que la de cualquier otro ciudadano norteamericano.
Con esta mentalidad, el secretario de Justicia John Ashcroft [13] aprovecha la conmoción causada por el 11 de septiembre para hacer adoptar el USA Patriot Act, un texto interminable cuya preparación ha exigido meses y que sin embargo presenta seis días después de los atentados.
Suspende las libertades fundamentales en todos los asuntos vinculados de cerca o de lejos con el terrorismo. Luego, ordena el fichado por parte del FBI de todos los musulmanes practicantes, ya sean extranjeros o nacionales; obliga a todos los extranjeros originarios de países musulmanes a presentarse todos los meses en la comisaría de sus barrios; y planifica la construcción de campos de internamiento previendo encarcelamientos masivos.
Paul Labarique |
[1] Al contrario, la Legión Norteamericana inspirará la creación, en 1939, de la Legión Francesa de Combatientes.
[2] La chasse aux sorcières, de Marie-France Toinet, Editions Complexe, 1995.
[3] Years of Infamy. The Untold Story of American’s Concentration Camp por Michi Weglyn, William Morrow and Co, ed. 1976.
[4] Cold War Critics, por Thomas G. Paterson, Chicago Quadrangle, 1971.
[5] «Loyalty among governement employees», por Thomas I. Emerson et David Helfeld, Yale Law Journal, diciembre de 1948. Citado por Marie-France Toinet, op.cit.
[6] En la misma época, los principales sindicatos estadounidenses, sobre todo la AFL y la CIO, intentan liberarse de sus elementos comunistas. Ver «¿AFL-CIO ou AFL-CIA?«, por Paul Labarique, Voltaire, 19 de enero de 2005.
[7] La chasse aux sorcières, op.cit.
[8] «Ronald Reagan contre l’Empire du Mal«, Voltaire, 7 de junio de 2004.
[9] Ese sindicato patronal reclutará sobre todo en las industrias de armamentos y se convertirá en la American Security Council.
Será calificado entonces por Eisenhower como «complejo militar-industrial». Comprendía al comienzo la General Electric, Lockheed, Motorola, Allstate Insurance, Standard Oil of California, General Dynamics, Reynolds Metals, Quaker Oats, Honeywell, U.S. Steel, Kraft Foods, Stewart-Warner, Schick-Eversharp, Illinois Central Railroad y, en especial, la Seras-Roebuck.
[10] Power on the Right par William W. Turner, Ramparts Press, 1971.
[11] Antes de morir, Malcom X pide a su secretaria que avise a un misterioso corresponsal en Ginebra cuyo número de teléfono escribe en un papel.
Se trata del padre adoptivo del intelectual suizo Tariq Ramadan. Este último, militante revolucionario tercermundista, en la actualidad es objeto de una campaña de denigración internacional que recuerda a la dirigida por Hoover contra Malcolm X.
[12] «Daniel Pipes, expert de la haine«, Voltaire, 5 de mayo de 2004.
[13] «John Ashcroft dans le secret des Dieux«, Voltaire, 2 de febrero de 2004.