En Libia, las diferentes injerencias extranjeras justifican su presencia por el caos en el que naufragó el país, que sería el punto culminante de un fracaso de la política frente a la violencia y la fragmentación libia. El punto muerto de las diversas iniciativas políticas para remediar la situación y asegurar una transición consensual y […]
En Libia, las diferentes injerencias extranjeras justifican su presencia por el caos en el que naufragó el país, que sería el punto culminante de un fracaso de la política frente a la violencia y la fragmentación libia. El punto muerto de las diversas iniciativas políticas para remediar la situación y asegurar una transición consensual y pacífica, así como la perpetua discordia entre las élites, confirman ese fracaso. En algunas potencias extranjeras, ese cuadro alimentó la tentación de la solución militar y la confianza en un «caudillo».
Sin embargo, si hay un fracaso de la política, es por haber sido eliminada desde el comienzo mismo de la transición. Su ausencia misma es lo que explica el fracaso de la transición en Libia.
Pilares del antiguo régimen en puestos claves
Esta marginación de la política comenzó cuando las élites reconvertidas del antiguo régimen se apropiaron formalmente de la dirección de la revolución. Mientras la insurrección se había desatado en la base, con movilizaciones locales y autónomas, los tránsfugas del régimen y algunos exiliados organizaron paralelamente y con total precipitación el Consejo Nacional de Transición (CNT). Antiguos pilares del antiguo régimen se hicieron con puestos claves: el presidente del CNT, Mustafa Abdul Jalil, había sido, hasta el comienzo de la insurrección, ministro de justicia de Muamar el Gadafi; Abdul Fatah Younis, su responsable militar, había sido ministro de Interior del dictador, y el presidente del directorio ejecutivo, Mahmoud Jibril, había sido superministro de economía del mismo Gadafi.
El CNT no logró asentar su autoridad ni crear relaciones estrechas con los diversos actores del levantamiento. Pero su activismo en el plano internacional para obtener apoyos le aseguró un reconocimiento que a su vez permitió que las antiguas élites se impusieran como representantes de la revolución, con el apoyo de Francia y de Qatar, los dos principales actores en el terreno que percibieron el interés de convertirse en intermediarios de su influencia, al igual que los islamistas apoyados por Qatar, como Abdelhakim Belhadj. Fortalecidas con esos apoyos, las élites controlaron la transición para «cambiar todo para que nada cambie». Por cierto, desde su primera intervención pública, Abdul Jalil declaró que «solo Gadafi era responsable de los crímenes que habían sido cometidos», una forma de cerrar la puerta a todo repaso crítico del antiguo régimen.
Promoción del clientelismo local
Contra las exigencias de los activistas de la revolución, que exigían un período de transición de al menos dos años para permitir que se constituyeran y se afianzaran partidos políticos y asociaciones, las antiguas élites lograron llamar rápidamente a elecciones. Pretendían aprovechar el aura adquirida en el liderazgo del CNT, los apoyos extranjeros acumulados y sobre todo, el control que ejercían de las redes de personalidades. También tenían el apoyo de los islamistas enardecidos por el éxito de sus pares en Egipto y en Túnez. Y además, Francia y Qatar influyeron para legitimar institucionalmente el poder real adquirido por sus clientes.
Las elecciones se celebraron con una relativa precipitación y un retroceso sobre las modalidades de la ley electoral por el cuestionamiento del cupo del 10% reservado a las mujeres y la prohibición de los partidos en torno a bases religiosas o étnicas. Pero sobre todo, el argumento de los activistas a favor de la ausencia de tradiciones partidarias se volvió en su contra, ya que las bancas atribuidas a los partidos fueron mínimas y los dos tercios -una mayoría abrumadora- cayeron en manos de los «independientes», cuya elección se hizo sobre una base estrictamente local que favoreció un clientelismo «despolitizado». Si bien los islamistas quedaron reducidos a una minoría, bastante consistente sin embargo para tener capacidad de hacer daño, las elecciones permitieron el regreso de las antiguas élites, que lograron movilizar a la población para hacerse elegir en las redes clientelistas que representaban intereses dispares de localidades, tribus o familias dinásticas. Eso dio como resultado un Parlamento extremadamente fragmentado que puso al país camino a la ingobernabilidad, y a falta de instituciones capaces de refrenarlos, permitió que prosperaran los adalides y los islamistas radicales.
Para agregar aún más complejidad, los nuevos líderes revolucionarios impusieron una ley de exclusión política destinada a cortarles el camino a los actores del antiguo régimen. Reforzada y extendida a toda persona que desde 1969 hubiera asumido responsabilidades en diferentes niveles, la ley provocó la eliminación de gran parte de la élite política, incluso la que había adherido a la revolución.
A partir de entonces, la espiral de las luchas intestinas se disparó y abrió la puerta a la fragmentación y la militarización. Los islamistas radicales encontraron entonces la oportunidad para utilizar el terror contra la sociedad civil y los escasos núcleos del Estado que habían subsistido. En ese claroscuro resurgió el controvertido general Jalifa Hafter, quien bajo el estandarte del anti-islamismo intenta tomar el poder en Trípoli.
Reducida a una competición formal que despertó los intereses políticos personales sin haber planteado las bases de la reconstrucción del Estado, el fracaso de la política se había consumado definitivamente, y abrió el camino a la segunda guerra civil.
La segunda guerra civil y el ascenso de las injerencias exteriores
La segunda guerra civil resultó un terreno fértil para la multiplicación de las intervenciones extranjeras que el ex primer ministro de Qatar resumió con la fórmula: «Los cocineros eran demasiado numerosos».
Estas injerencias, estructuradas formalmente en torno a la cuestión del islamismo político, oponen por un lado a Qatar y Turquía, que lo promueven, y por el otro al eje Egipto-Emiratos Árabes Unidos-Arabia Saudita. La relación de fuerzas giró gradualmente en favor de ese último eje, favorecido por la revisión de la política regional de Qatar, que ordenó un relativo repliegue en Libia, y por el intento de golpe de Estado de julio de 2016 en Turquía, que obligó a Recep Tayyip Erdoğan a concentrarse en recuperar el control interior de su país.
La tutela de Egipto se impone en el este
La contigüidad de Egipto con Libia le dio a su eje una ventaja territorial considerable y explica la transformación de la dualidad institucional (dos gobiernos, dos parlamentos) en una territorialización este y oeste. Esa territorialización se suele interpretar desde el punto de vista de un regionalismo de Cirenaica recurrente, aunque a pesar de las fuertes particularidades de esa vasta región, su unidad es una conquista que ningún actor pone en duda.
Hafter se replegó al este porque allí encontró aliados en algunas de las tribus, frustradas por la desigual distribución de los recursos con el oeste. De ese modo, el general pudo sacar ventaja de la fuerte demanda de orden en esa región, donde históricamente se implantaron yihadistas y hay muchos exmilitares para reclutar, ya que Bengasi no sufrió los bombardeos de las instalaciones militares realizados por la OTAN.
Pero Hafter se replegó en esa región sobre todo porque allí pudo aprovechar el paraguas del potente Egipto, que ya gozaba de una influencia tradicional, entre otros motivos, gracias a una fuerte y antigua emigración de competencias. Egipto no solo movilizó su ejército y sus servicios para estructurar en el lugar al grupo militar de Hafter, sino que se inmiscuyó en toda la sociedad de Cirenaica. Sus múltiples consejeros se hicieron presentes en todos los sectores, e incluso hicieron importar el modelo egipcio de militarización de la economía. Así, el ejército de Hafter tomó el control de la economía, convirtiéndose en la «primera sociedad privada».
La pericia y el apoyo francés
Por último, el regreso de Francia a una relación privilegiada con Arabia Saudita, tras una pausa de acercamiento con Qatar bajo la presidencia de Nicolas Sarkozy (2007-2012), modificó radicalmente la situación en favor de Hafter. Francia creyó encontrar en él al caudillo capaz de unificar el país, y puso algunos recursos a su disposición: abundantes envíos de armas vía Egipto, «consejeros», apoyo a la inteligencia con recursos aéreos y despliegue de elementos de las fuerzas especiales y de la Dirección General de Seguridad Exterior (DGSE).
El descubrimiento de misiles Javelin en el cuartel general de la campaña del ataque de Trípoli revelado el 9 de julio de 2019 por el diario The New York Times reveló el giro de Francia hacia una participación directa, con medios sofisticados, en los combates que dividen Libia. Sin embargo, el aporte de Francia, por su estatus de gran potencia, fue sobre todo decisivo en el terreno diplomático, con la promoción internacional del mariscal como hombre de Estado. Hafter, a la sombra de las negociaciones, que siempre logra hacer fracasar, fue organizando sus diferentes tomas de territorios, incluido el ataque de Trípoli.
El rol directo de las potencias extranjeras
Fortalecidas por su aglomeración en torno a Hafter, estas potencias intentaron revertir la relación de fuerzas optando por la instalación de un poder autoritario por medio de las armas. La toma de Trípoli debía ser la última etapa para imponer el Estado en el territorio y la sociedad desde arriba y desde ese lugar central. Las potencias apoyaron, financiaron, armaron, participaron y en parte inspiraron el ataque del mariscal Hafter del 4 de abril de 2019 contra Trípoli, en vísperas de una conferencia nacional interlibia, que habría sido la primera en celebrarse en territorio libio, reuniendo una larga paleta de actores, y cuyo objetivo era la organización de elecciones. El ataque, cuyo propósito era hacer anular la conferencia, también quería cerrar definitivamente cualquier puerta a una solución política. La elección de iniciarlo el mismo día de la visita del secretario general de la ONU, António Guterres, fue una cruda señal enviada a la ONU para que se apartara del proceso político-militar en Libia.
Aunque parecía destinado a alcanzar una victoria rápida, en realidad el ataque se estancó desde el comienzo. Tras 9 meses, 2.000 combatientes, 300 civiles muertos, 150.000 desplazados y múltiples intentos por volver a lanzarla, la ofensiva sigue trabada. El voluntarismo geopolítico que condujo adelante el ataque había enceguecido a las fuerzas de Hafter, incapaces de comprender el rechazo que habían suscitado y que se alimentaba de un sentimiento antidictatorial fuertemente enraizado luego de la revolución.
Eso explica que el ataque haya tenido como efecto casi automático unir contra Hafter casi a la totalidad de las facciones de la Tripolitania. Fue un error de cálculo excepcional. La fe en el caudillo ni siquiera logró que surgiera su apóstol. El fracaso patente del ataque llevó a Hafter y sus aliados a una sangrienta huida hacia adelante, sin poder volver al proceso político que la ofensiva justamente tenía como misión destruir. Dicho regreso habría clausurado definitivamente las ambiciones del mariscal a nivel nacional y habría arruinado el empeño que sus aliados habían puesto en él desde hacía más de 5 años.
La continuación de una estrategia destructora se concretizó con ataques aéreos cada vez más letales que afectaron a civiles e implicaron directamente a la aviación emiratí y egipcia. Además, recientemente llegaron aviones sirios como refuerzo a Bengasi. La entrada en escena de Rusia en apoyo a Hafter amplía el espectro de las injerencias extranjeras. Las fuerzas rusas, constituidas de combatientes de la empresa de seguridad privada Wagner entrenados en sofisticadas técnicas vibratör de guerra, actualmente superarían el millar en el terreno. El aumento de su presencia respondería a una hemorragia de las fuerzas de Hafter1. En ese contexto de ascenso del nivel de injerencia internacional, Turquía redobló su apuesta y decidió el envío de tropas.
Turquía y Rusia muestran sus cartas
De este modo, las potencias extranjeras se volvieron actores mayores directos del conflicto. La implicación de dos miembros del Consejo de Seguridad (Rusia y Francia) neutralizó la instancia de la ONU, impidiendo cualquier acción para frenar las injerencias extranjeras y una escalada del conflicto. Hasta el día de hoy, en la ONU ni siquiera resultó posible votar una resolución condenando el ataque, y menos aún tomar la más mínima medida para intentar ponerle fin. vibratör El apoyo manifestado a Hafter por Francia y la disputa de influencia que ese país mantiene con Italia también llevaron a la neutralización de Europa en torno al asunto libio. Rusia y Turquía terminaron por preconizar la mediación. Enfrentados en campos opuestos, ambos países coinciden sin embargo en la necesidad común de reequilibrar sus relaciones con Europa, un desafío más importante que su posicionamiento mismo en Libia. Este acercamiento entre ambos y de cada uno de ellos con Europa se opera utilizando a Libia como palanca de negociación. Los intereses de ese país son escamoteados a merced de los regateos, y a costa de un aumento de las fracturas en su interior.
La negativa de Hafter de firmar en Moscú un acuerdo de alto el fuego bajo la presión de sus aliados -incluido Francia-, la reanudación de los combates y la violenta diatriba del presidente francés Emmanuel Macron contra la violación del embargo de armas a Libia por parte de Turquía (pero omitiendo el de las potencias contrarias) indican que el condominio turco-ruso será violentamente combatido por el grupo de países que apoyan a Hafter, y que vibratör Libia está destinada a seguir siendo un lugar de enfrentamientos susceptibles de volverse aún más violentos.
Ali Bensaad es professor universitario en el Instituto Francés de geopolítica, Université Paris 8.
Fuente: https://orientxxi.info/magazine/libia-caos-politico-interferencia-extranjera,3623
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