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Cataluña, nuevo estado de Europa: España es culpable

Fuentes: Rebelión

La distinción entre normalidad y excepción me sigue pareciendo clave para entender la etapa histórica que estamos viviendo. El mundo cambia aceleradamente y los esquemas del pasado ayudan poco a entender lo que está ocurriendo. Nada explica mejor esto que las diversas interpretaciones que se están dando en torno a la llamada «cuestión catalana». La […]


La distinción entre normalidad y excepción me sigue pareciendo clave para entender la etapa histórica que estamos viviendo. El mundo cambia aceleradamente y los esquemas del pasado ayudan poco a entender lo que está ocurriendo. Nada explica mejor esto que las diversas interpretaciones que se están dando en torno a la llamada «cuestión catalana».

La sucesión de asombros y quejas de tantos intelectuales bien intencionados ante la deriva soberanista catalana dice mucho de una la realidad que se escapa cada vez más de lo, para bien o para mal, pensamos de ella. Resulta que la globalización ponía en cuestión a los Estados nacionales y hay en el mundo más Estados que nunca. Resulta que la Unión Europea marchaba impetuosa hacia el federalismo y que los Estados nacionales progresivamente se «deconstruían» y aseguraban la solución de los viejos y nuevos problemas nacionales, y topamos con la paradoja de que es un viejo Estado nacional, la Alemania unificada, la que hegemoniza y pone en crisis la UE, precisamente porque tiene un diseño competitivo nacional. Resulta que la derecha política catalana, que ha mandado ininterrumpidamente desde la Transición (al final desde siempre) cree llegado el momento de convertir Cataluña en Estado independiente y asegurarse así un lugar en esta Europa en reestructuración, poniendo en crisis al conjunto del Estado español. Las paradojas son muchas y los viejos esquemas no consiguen aprehenderlas.

No es casualidad. Se trata de hacer de Cataluña un nuevo Estado de Europa, de esta Europa, es decir de la Europa neoliberal, la que se esfuerza sistemáticamente en el desmontaje del Estado social, la empeñada en seguir degradando condiciones de vida y de trabajo para las mayorías sociales, la que, de una y otra forma, liquida la democracia entendida como autogobierno de los ciudadanos y ciudadanas. Todo ello, es bueno insistir, bajo la hegemonía del Estado nacional alemán. La burguesía catalana, conseguida por fin la hegemonía social y cultural, da ya la batalla en Europa. Tampoco en esto hay casualidades.

El señor Artur Mas lo explicó con toda claridad en una reciente conferencia dada en Madrid y lo hizo a un modo muy tradicional, comparando Cataluña y su papel en el Estado español con Alemania -no podía ser de otra manera- en la Unión Europea. La dialéctica Norte Sur volvía a ser la clave del discurso. De un lado, el Centro rico, industrializado, culturalmente poderoso. De otro lado el Sur, pobre, subsidiado, pesado fardo que no deja que el centro se desarrolle y encuentre la salida de la crisis. No entro en otras cosas que suelen decirse y que se repiten cuando se habla de Portugal, de Grecia, de España y de Italia, que son simplemente insultos teñidos, muchas veces, de un racismo mal encubierto.

Se culpabiliza a un enemigo externo, a España, y nada se dice del poder que determina las políticas que se aplican en el Estado, es decir, la Unión Europea y sus instituciones, sobre todo, el Banco Central Europeo, de cuya sacrosanta independencia la derecha catalana siempre ha sido valedora. Se golpea a un «enemigo» débil y en decadencia y nada se dice de los poderes que están determinando el futuro de esta Europa y de Cataluña: el poder económico, la plutocracia que realmente nos gobierna. Esto también significa una ruptura con el catalanismo popular y la puesta en pie de un proyecto nacionalista que tiene más que ver con Cambó que con Lluís Companys y más que ver con la Padania de Uumberto Bossi que con el federalismo democrático de Pi y Margall.

Cuando, en condiciones de gravísima crisis económica y de enorme sufrimiento de las poblaciones se reabre el debate soberanista, éste no se puede desligar de las políticas que realmente se practican, del conflicto de clases y de los cambios geopolíticos que aceleradamente se están sucediendo en Europa y en el mundo. La mirada tiene que ser cualificada con estos datos porque sino acabaremos enzarzados en una discusión abstracta entre principios jurídicos. El debate sobre el derecho de autodeterminación se tiene que situar, necesariamente, en la realidad concreta de una determinada correlación de fuerzas nacional e internacional.

¿Es anecdótico que el gobierno de la derecha catalana haya sido, con mucho, el que con más virulencia ha aplicado los recortes sociales? ¿Es un dato menor que Cataluña fue uno de los lugares en donde el 15M tuvo mayor resonancia y que lo central en él fuesen las cuestiones sociales y ciudadanas ante la queja de los nacionalistas por la ausencia de la cuestión catalana entre sus reivindicaciones? ¿No es relevante que, culpabilizando de los males de Cataluña al resto del Estado español, hayan conseguido desviar el conflicto social y ocultar las políticas de derecha que han aplicado en Cataluña (en alianza con el PP) y a escala estatal apoyando al PP?

Todas estas cuestiones no son, en absoluto, secundarias si se quiere hacer un análisis del derecho a la autodeterminación desde un punto de vista de clase e internacionalista. Y eso es lo que no se está haciendo, ni en Cataluña ni en España. Los actores son un nacionalismo catalán, claramente hegemonizado por la derecha, y un nacionalismo español, que siempre ha sido de derechas, en vías de volver a emerger como fuerza de masas, defendiendo unos y otros las esencias inmutables de sus «homogéneas» comunidades en medio de una gravísima crisis económico social y cuando Europa se encuentra en una encrucijada histórica. Y en medio, una débil izquierda, internacionalista y solidaria, intentando defender derechos históricos conquistados por los trabajadores, la regeneración de la política y el poder constituyente de la ciudadanía en unas condiciones, en Cataluña y en el Estado, que, para decirlo suavemente, nos condenan a una democracia oligárquica.

Lo menos que se puede decir es que deberíamos ver con ojos nuevos y limpios viejos debates y sabiendo, como diría el clásico, que la verdad es siempre concreta.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.