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Cataluña, ¿y ahora qué?

Fuentes: República de las ideas

El día 2 de noviembre pasado, tras la proclamación unilateral de independencia y recién aprobada la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constitución, en estas mismas páginas digitales me preguntaba si acaso no era precipitada la convocatoria de las elecciones autonómicas y cuáles podían ser las razones para tanta premura. Sin embargo, la […]


El día 2 de noviembre pasado, tras la proclamación unilateral de independencia y recién aprobada la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constitución, en estas mismas páginas digitales me preguntaba si acaso no era precipitada la convocatoria de las elecciones autonómicas y cuáles podían ser las razones para tanta premura.

Sin embargo, la sola invocación del artículo 155 genera una especie de alergia y no tanto por la dificultad de aplicarlo, sino porque muchos consideran una herejía el hecho de que el Gobierno central intervenga en una Comunidad Autónoma (a ese punto hemos llegado). No solo entre los nacionalistas, sino entre otros que no se tienen por tales, como los miembros de Podemos o como una parte del PSC. Lo que subyace tras esa postura es la negativa a considerar al Gobierno de España como un gobierno propio (autogobierno). Ello es tan absurdo como si los habitantes de Barcelona creyesen que su gobierno radica exclusivamente en la corporación municipal y que las instituciones de la Generalitat son extrañas por el solo hecho de que no son exclusivas de Barcelona… Quizás haya que buscar en estos escrúpulos del PSC y en el oportunismo de Ciudadanos -formación que cree tener buenas expectativas electorales- la urgencia en convocar desde el primer momento elecciones autonómicas. Convocatoria a todas luces precipitada y a ciegas porque se desconoce la situación en la que la sociedad catalana puede encontrarse dentro de 54 días. Se supone que el objetivo del artículo 155 no es la convocatoria, de cualquier modo, de elecciones, sino el regreso a la legalidad. La convocatoria de elecciones es tan solo el final lógico de esa normalidad conseguida, pero no puede precederla…La convocatoria de elecciones para una fecha tan próxima, el 21 de diciembre, plantea muchos interrogantes. Tras lo que ha costado llegar hasta aquí, no parece razonable quedarse a mitad del camino y encontrarnos con que a los tres meses estamos de nuevo en el inicio del problema. A estas alturas no se conoce el grado de dificultad que va a tener la aplicación del 155 y es muy dudoso que en tan poco tiempo la sociedad catalana haya vuelto a ese mínimo de neutralidad necesaria para celebrar unas elecciones con ciertas garantías. Son muchos años de errores, de cesiones y de inhibiciones del Gobierno español y de sectarismo de las instituciones catalanas. Sin duda, no es fácil invertir todo esto y menos a corto plazo, pero por eso mismo no se ve la necesidad de fijar desde el primer momento la fecha de las elecciones. Existe, desde luego, el peligro de que se quieran convertir estas elecciones de autonómicas en plebiscitarias y, si los resultados son los mismos, de que retornemos al principio.

Por desgracia y como cabía temer, los resultados han sido casi los mismos que los de 2015. Las formaciones independentistas han conseguido dos escaños menos, pero así y todo van a tener mayoría en el Parlament, lo que les va a permitir con toda probabilidad formar gobierno. El resultado, sin embargo, no les legitima para emprender o continuar un proceso secesionista. Primero porque estas elecciones no eran plebiscitarias, y segundo porque, de serlo, las habría perdido el independentismo al obtener tan solo el 47% de los sufragios. Ahora bien, una cosa son los hechos y otra cómo los venden los independentistas. En 2015, con idénticos resultados, se creyeron mandatados por todo el pueblo de Cataluña para dar un golpe de Estado y declarar la independencia.

En cualquier caso, lo cierto es que el haber convocado con tanta premura las elecciones nos adentra en una situación kafkiana, difícil de asimilar. Quiérase o no, se van a entremezclar los sucesos políticos y los judiciales. Puede ocurrir que el mismo gobierno cesado por dar un golpe de Estado y acusado de sedición y rebeldía vaya a ocupar de nuevo los mismos cargos, y que dentro de unos meses recaiga sobre sus miembros una condena de inhabilitación y muy probablemente de prisión. Todo ello sin contar con que el juez instructor pueda considerar que, al ocupar idénticos puestos, hay riesgo de reincidencia y decrete la prisión incondicional, a lo que se añadiría el riesgo de fuga en el caso de Puigdemont y los cuatro consejeros evadidos a Bélgica.

Nadie discute que los jueces deben actuar con criterios estrictamente jurídicos y al margen de cualquier suceso político. Los votos pueden lavar en todo caso la responsabilidad política, pero nunca la penal. No obstante, eso no es óbice para admitir que la situación va a ser en extremo complicada y que los sediciosos van a querer utilizar los resultados electorales para librarse de las condenas. Todo ello se podía haber evitado con solo haber retrasado las elecciones, al menos hasta que los procesos judiciales hubiesen estado más adelantados y la inhabilitación hubiese recaído sobre los golpistas. Quizás el resultado hubiese sido similar, pero con otros actores. El problema no es que haya ganado el independentismo (en escaños, no en votos). Ello es perfectamente asumible si esa es la voluntad de una parte importante de la población catalana. La dificultad se encuentra en que entre los electos se encuentran los investigados, lo que puede dar lugar a escenarios bastantes paradójicos y fácilmente usables y manipulables por los sediciosos.

En este posible error el PSC ha tenido mucho que ver y, en consecuencia, el PSOE de Pedro Sánchez, que practica el seguidismo de su marca catalana más de lo que sería conveniente. En un primer momento mantuvo una oposición frontal a la aplicación del 155. Las declaraciones de Iceta y de Margarita Robles no dejaban lugar a dudas. Ello, al menos, colaboró a que este artículo no se instrumentase con anterioridad, cuando se aprobaron las leyes del referéndum y de la desconexión con España, claramente inconstitucionales. Entonces, tal vez hubiese bastado con asumir las competencias de Interior y de Hacienda, con lo que se habría impedido el referéndum del 1 de octubre y cualquier medida que la Generalitat hubiera querido implementar en esa dirección. Es posible que entonces el Gobierno de Rajoy tampoco tuviera muchos deseos de aplicar el 155, pero desde luego a lo que no estaba dispuesto era a acometer esa aventura en solitario.

Tras el referéndum ilegal y la declaración unilateral de independencia, y ante las críticas internas, a Pedro Sánchez no le quedó más remedio que dar su aquiescencia a la aplicación del 155, pero, una vez más y condicionado por el PSC, puso todo tipo de limitaciones, descafeinando en buena medida la propuesta del Gobierno. Presionó para que los comicios se convocasen cuanto antes, y se opuso a la posibilidad de que se ejerciese un cierto control sobre los medios de comunicación de la Generalitat, cuando resultaba evidente que hacía mucho tiempo que se habían convertido en meros canales de publicidad y propaganda del independentismo. La idea de que el 155 se aplicase sobre la televisión y la radio públicas tampoco fue muy bien recibida en el gremio periodístico. Es curiosa la prevención que los periodistas sienten ante la posible influencia del poder político en los medios públicos, sin que se produzca esa misma susceptibilidad respecto al poder económico en los medios privados. En cualquier caso, en el ámbito catalán, oxigenar, establecer la pluralidad y erradicar el fanatismo, incubado durante cuarenta años de control nacionalista, hubiese sido una operación de salud democrática y una condición necesaria para celebrar unos comicios con cierta neutralidad.

Había más razones que justificaban la prolongación del artículo 155, por ejemplo el conocer con cierto detalle las finanzas de la Generalitat -que han gozado de total opacidad- y averiguar, de este modo, los recursos que se han dedicado a actividades ilegales cuando no delictivas, al tiempo que se desmontaban todas las llamadas estructuras de Estado, tareas todas ellas que, dada la complejidad de la administración autonómica, necesitaban tiempo y difícilmente se han podido acometer de forma adecuada en un periodo tan reducido. Es más, tampoco ha habido tiempo suficiente para que los ciudadanos tomen conciencia de los daños que el procés está causando a la economía de Cataluña. En ese orden de cosas, el boicot a los productos catalanes, al margen del juicio político que cada uno tenga, tiene la facultad de mostrar de forma fehaciente algo que los que votan independentismo no quieren reconocer: que gran parte de su prosperidad y bienestar depende del consumo del resto de España. Y no vale afirmar que todas las economías están relacionadas, lo cual es cierto, pero eso no quita para que el saldo del intercambio comercial sea altamente positivo a favor de Cataluña, de tal manera que si no pudiera vender sus productos al resto de España, sería su economía la que se vería fuertemente dañada.

También Ciudadanos ha tenido parte de responsabilidad en la precipitación con la que se han convocado comicios autonómicos. Si bien es verdad que defendieron antes que nadie la aplicación del 155, no es menos cierto que siempre añadían la coletilla de que era con la finalidad exclusiva de que se convocasen inmediatamente elecciones. La razón de esa postura debe buscarse en intereses partidistas, el convencimiento de que en ese momento las urnas, como así ha sido, les favorecían. Han cosechado ciertamente un triunfo, tal como se afirma histórico, pero hay que preguntarles ¿y ahora, qué? Una gran victoria, pero victoria pírrica, triste victoria, porque ¿Ahora qué? Inés Arrimadas ha manifestado que «treinta años de nacionalismo no se solucionan en unas elecciones». Ciertamente, pero por eso no se tendría que haber ido a ellas apresuradamente.

Ciudadanos se ha beneficiado de defender la postura más dura y más inequívoca en contra del secesionismo. Se ha presentado sin ninguna ambigüedad, lo que ha captado a una buena parte de la población que está harta del procés y de tanto fanatismo y al mismo tiempo rechaza ya las medias tintas y las terceras vías. Tal actitud, ciertamente, es fácil cuando no se tienen responsabilidades de gobierno. Es una clara ventaja con la que ha jugado Ciudadanos.

La situación contraria es con la que se ha encontrado el PP. Como Gobierno de España, ha tenido que enfrentarse con el reto separatista, hallándose en la diana de todas las críticas. A su vez, a los golpistas les convenía personalizar en Rajoy y en su Gobierno ese Estado, según ellos opresor y antidemocrático, que les perseguía. Es una táctica común del nacionalismo construir un pelele imaginario al que llaman Estado y del que predican toda clase de males y perversiones, por supuesto la de ser continuación del franquismo. Curiosamente son los únicos que en los momentos actuales están obsesionados con el franquismo. Tal vez porque en el fondo tiene con él bastante semejanza, una concepción cuasi religiosa de la política. Es posible que el nacional catolicismo franquista no esté demasiado lejos del nacional catolicismo catalán o vasco. Sería un buen tema para un artículo, y constatar cómo estos dos últimos también han nacido en las sacristías.

El Estado parece que no es de nadie y a nadie representa. En este planteamiento el nacionalismo no se encuentra solo, le acompañan todos aquellos que se inclinan de una o de otra manera por la tercera vía. Resulta fácil reclamar al Estado un pacto fiscal, o la conmutación de la deuda. Así no se ve que sobre los que en realidad recae estas demandas es sobre Extremadura, sobre Andalucía, o sobre Galicia, en fin sobre todas aquellas regiones y Comunidades con una situación económica mucho peor que Cataluña.

El error del PSC ha consistido en la ambigüedad y en situarse en tierra de nadie, por eso hace tiempo que han perdido a sus votantes tradicionales, que en esta ocasión se han ido tras Ciudadanos. Desde que el PSOE renunció a tener representación en Cataluña y se echó en brazos del PSC, en el mal llamado socialismo catalán se da una situación paradójica, un divorcio bastante pronunciado y durante mucho tiempo latente, entre la elite, perteneciente en su mayoría a las clases favorecidas y de mentalidad catalanista cuando no nacionalista, y las bases, pertenecientes casi en su totalidad a las clases populares. Ese divorcio dejó de estar latente y salió a la luz con Maragall y el tripartito, a partir del cual comenzó la desafección de muchos de sus votantes.

Iceta durante la campaña ha lanzado propuestas desconcertantes, desde la condonación de deuda hasta la transferencia a la Generalitat de todos los impuestos, pasando por la petición de indulto de unas penas aun no impuestas. Los resultados han sido más bien mediocres, por eso se entiende tan mal que Pedro Sánchez, tras haberse implicado de lleno en la campaña, compareciese, después de los comicios, sin la menor autocrítica (se ve que la autocrítica no es lo suyo) y centrando toda su exposición en reproches e invectivas a Mariano Rajoy, emplazándole a que haga una oferta. Lo de la oferta, o lo de hacer algo, se ha convertido en un mantra que se dice cuando no se sabe qué decir.

Como en algún momento manifestó Albert Boadella, lo peor del nacionalismo es que su discurso, de tanto repetirlo, termina siendo introyectado por otros muchos que no son nacionalistas. En el fondo, todos acabamos asumiendo de forma inconsciente su lenguaje y algunos de sus planteamientos. Detrás de la decisión de acortar lo más posible la vigencia del artículo 155, y por tanto de convocar elecciones deprisa y corriendo se encuentra la creencia de que el único gobierno legítimo de Cataluña es el de la Generalitat, que el Gobierno de España es algo ajeno y que su intervención en Cataluña constituye una injerencia intolerable.

Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2017/12/28/cataluna-y-ahora-que/