Recomiendo:
0

Los jóvenes clandestinos africanos frente a su destino.

Cayuco Dakar-Tenerife, ¡clase infierno!

Fuentes: Rebelión

Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Caty R.

Ca yu co: La simple pronunciación de estas tres sílabas hace estremecerse de miedo a los emigrantes clandestinos supervivientes de las terribles travesías del océano Atlántico. También hace que se sobresalten los habitantes de Tenerife, nada contentos con los huéspedes africanos que molestan a la vista. Cayuco es el término español que designa una piragua a bordo de la que fluyen millares de jóvenes emigrantes procedentes del oeste de África.

Dotada de dos motores, esta sólida embarcación que mide entre 18 y 30 m, según los testimonios de los jóvenes clandestinos, es el «barco» de transporte de millares de candidatos africanos a la emigración a las islas Canarias. Más de 50.000 senegaleses, gambianos, guineanos, mauritanos, malíes… arriesgaron su vida en esta barca de pesca desde el año 2000, según las estimaciones. Por lo menos 1.500 perecieron y con ellos sus cayucos. Al principio, esta embarcación simbolizaba la libertad, la verdadera liberación para estos jóvenes africanos en busca de cielos más clementes. Para los propietarios, sobre todo pescadores, el cayuco proporciona pan bendito cuando la recolección de pescado escasea en las costas de Dakar y Nouadhibou. Las comitivas de emigrantes clandestinos muerden el anzuelo y pagan cifras astronómicas para fletar estas barcas que los llevarán a las puertas de Europa.

La reconversión del cayuco en «buque» de transporte de viajeros ha marcado el nacimiento de una auténtica red de pescadores barqueros. Un filón que ha hecho estallar el transporte marítimo transatlántico clandestino. En consecuencia, el «crucero» se contrata entre 500 y 900 euros, dependiendo de la procedencia [de los viajeros] y sobre todo en función de la ley de la oferta y la demanda. «Cuantos más cayucos haya preparados para partir hacia las islas Canarias, menor será el precio y viceversa», precisa un joven clandestino que encontramos en el puerto de Los Cristianos. Las travesías se organizan cuidadosamente por los pescadores y sus «ojeadores» que atraen candidatos a los grandes viajes. «Pagamos el pasaje antes de embarcar; los barqueros no corren ningún riesgo», afirma Souleymane, un senegalés de 22 años marcado para siempre por los diez días que aguantó sobre un cayuco, el pasado mes de septiembre, en compañía de otros 94 jóvenes como él. Expuesta a los cuatro vientos, la piragua, como les gusta llamarla a los senegaleses, no ofrece estrictamente ninguna comodidad para viajes tan largos como llegar a las costas canarias desde Dakar (cerca de 1.000 km) o de Nouadhibou (750 km). Y lo que es más grave, a menudo los caprichos del mar se llevan por delante la vida de los ocupantes de los cayucos. «Basta una pequeña tormenta para que la embarcación se llene de agua por todas partes», señala Osmane que añade que «muchas veces teníamos que evacuar el agua en plena noche para evitar que el cayuco se hundiera».

Aunque no hay cifras oficiales del número de naufragios en alta mar desde el principio de la aventura de los africanos, por lo menos 50 cayucos se habrían hundido desde el pasado mes de mayo. Otra pista: la policía española estimó en más de 1.500 el número de cadáveres de viajeros clandestinos que flotan en el mar. Mustafá Sessay, un superviviente senegalés es más pesimista: «Los muertos son mucho más numerosos que nosotros, los que nos salvamos de milagro», dice, todavía bajo el efecto del trauma súbito a bordo del cayuco. Efectivamente son raros los jóvenes que llegaron sanos y salvos a una de siete islas del archipiélago canario que no siguen arrastrando las secuelas psicológicas de la travesía. Para numerosos africanos hallados en Tenerife, el viaje a bordo del cayuco es un auténtico infierno. El sol, la lluvia, la promiscuidad, la falta de alimentos y sobre todo las delirantes historias de alucinaciones y de «diablos del mar» que aterrorizaron a jóvenes y menos jóvenes. «¿La piragua? No hay nada peor; ni aunque me ofrecieran mil millones de dólares repetiría ese viaje… la piragua se acabó… imposible». A Mustafá le faltan las palabras evocando los diez días atroces que pasó a bordo del cayuco. Pero aunque la célebre embarcación esté maldita para los que estuvieron a punto de dejar allí sus vidas, para otros millares de candidatos a la emigración clandestina la piragua es su tabla de salvación. ¿La prueba? Desde septiembre, el gobierno de las islas Canarias estimó en más de 101 el número de cayucos interceptados por los guardacostas. Y esto son millares de euros acumulados por la mafia de este tipo de transporte de muy alto riesgo.

Las gafas… para ver mejor.

«Con esto sobrevivimos, no vivimos», dice Idrissa golpeando con rabia su caja de gafas. Parece que ya ha perdido la ilusión de encontrar un trabajo decente. Bajo los rayos del sol espía desde por la mañana a los turistas extranjeros que quieran comprarle unas gafas, un reloj o un pequeño parasol. En Los Cristianos hay unos cien como él dedicados a este pequeño comercio para aguantar a falta de algo mejor. Idrissa de 36 años y originario de Guinea Bissau, resiste difícilmente la tentación de ir a reencontrarse con su mujer con la que está casado desde 1997. «¡Si me pagan el viaje regresaré de buena gana!» Idrissa tiene dificultades para ver su futuro aquí en Tenerife a través de los cristales de sus gafas de sol. A 10 euros el par, apenas vende unas cada día. «Parece que hasta los turistas extranjeros han sido advertidos para que no compren nuestras gafas…», dice medio en serio medio en broma. Y lo que es peor, este trabajo de venta callejera se les ha prohibido estrictamente a los nuevos africanos desembarcados.

Una brigada motorizada de la policía local hace varias rondas al día y requisa el modesto botín de las manos de Idrissa. De repente el juego infantil del escondite pone ritmo a los días de estos desgraciados clandestinos que se esconden entre las mesas de las cafeterías y restaurantes al paso de la «pasma», ante la mirada divertida de algunos turistas y rencorosa de otros. Asistimos «en vivo» a una escena de este tipo de embargo en la playa de Los Cristianos. Un policía local motorizado ha sorprendido a Mohamed mientras negociaba con un cliente. [Mohamed] puso pies en polvorosa y su modesta mercancía, de un valor aproximado de 150 euros fue requisada. Al día siguiente, toda la hermandad de los clandestinos tuvo noticias del asunto del pobre Mohamed. Es el pan nuestro de cada día de estos africanos miserables. La venta de gafas es el primer trabajo en el que se inician los nuevos desembarcados africanos.

Kader, «el veterano», como le llaman sus amigos, es el «gerente» de la red del comercio de gafas. Establecido en el sur de Tenerife desde hace 5 años, es casi el único que tiene papeles. Es él quien recaba de los chinos las famosas gafas y las distribuye entre sus hermanos africanos encargados de venderlas en la playa de Los Cristianos. Al final de día hace las cuentas con sus vendedores y se queda con algunos euros con arreglo a los ingresos. Kader, que habla español sin acento, viene regularmente para adiestrar a los novatos en las «técnicas de venta». Es hábil, astuto y tiene éxito; en una fracción de segundo vende dos pares de gafas a una joven pareja de daneses. «Ya lo ves, es fácil, sólo hay que ser natural con los clientes», le espeta Kader al joven guineano asombrado a quien devuelve la caja y la recaudación. Pero Abdou, Idrissa, Khalilou y toda esta hornada de «ópticos» no tienen tan buena mano como Kader. Con su timidez y su deficiente español, se las ven y se las desean para ganar lo suficiente para asegurarse una comida completa. «I Only Drink water… I have hungry» (sólo tomo agua, tengo hambre) confiesa Noday, un guineano que no vacila en pedirnos unos euros para comer algo. Son las 14 h. del viernes 3 de noviembre. Los jóvenes africanos ordenan precipitadamente sus cajas de gafas y dirigen sus pasos hacia… la mezquita. «La oración nos ayuda mucho a resistir, somos creyentes. Aunque tengamos que seguir buscándonos la vida aquí no robaremos ni venderemos droga». En el Masdjid El Mohssinin, situado en el sótano de un gran edificio, todos los africanos del sur de Tenerife se dan cita a las horas de oración. Alrededor de un centenar de fieles escucha atentamente el sermón del imán en un silencio absoluto. Una vez cumplida la oración, los vendedores de gafas recuperan sus cajas depositadas a un lado de la sala y parten rumbo al puerto para proseguir allí su tarea. Este ritual lo cumplen al menos dos veces al día. Esta banda de jóvenes africanos, que vienen para «recargar las pilas» a la mezquita, imploran a Dios para que les alumbre el camino hacia Madrid, Valencia o Barcelona. Es su última oración. En cuanto a las gafas, sólo para ver mejor … Original en francés:

http://www.elwatan.com/spip.php?page=article&id_article=54191&var_recherche=cayuco

Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, la traductora y la fuente.