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Hasta el cuello (I)

Cazatormentas

Fuentes: Ctxt

En el corazón del trumpismo, un huracán dejó tiritando a una ciudad costera. Los trabajadores llegaron en masa para reconstruirla. Sólo había un problema: eran inmigrantes.

 

Destrozos en Panama City, Florida, tras el huracán Michael

Los primeros rayos de sol se cuelan, voraces, por el parabrisas. Tras él, Melvin Mercado se despereza. Amaga un bostezo al tiempo que estira las piernas, que rozan con el cristal del copiloto y se acomodan sobre la guantera. Faltan unos minutos para las cinco de la mañana. Le espera una jornada larga e incierta, otro día en el alambre. Melvin sale del coche a pecho descubierto. El sol de abril, que será abrasador en un par de horas, no aprieta todavía. Chancletas mediante, pisa el suelo de un país que no le quiere, pero le necesita. Se pone un polo blanco y rebusca entre los asientos traseros, en los que encuentra una botella de agua, un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico. Frente al espejo retrovisor, se cepilla la boca concienzudamente y hace abluciones. Se detiene a compartir con el espejo una mirada fatua. Su mentón macizo, de media sonrisa invertida, su entrecejo perpetuamente fruncido y sus ojos entornados acentúan un rictus casi siempre premonitorio, como cobijado en las musarañas ante la que se avecina. La primera parada es en la gasolinera contigua al aparcamiento donde descansa todas las noches.

Melvin no perdona el café. Desde que salió de Honduras en 2004 para completar una odisea de 4.000 kilómetros y cruzar la frontera Sur de Estados Unidos sin permiso, casi todos sus días han empezado igual: despertar entre las cuatro puertas de un coche maltrecho, comprado por una miseria en el mercado de segunda mano y que mimará hasta que diga basta, carne de desguace; beber un café de estación de servicio gringa, bien chamuscado; y asearse -siempre asearse- antes de salir a pelear para ganar el pan de cuatro bocas, tres de ellas en Honduras, esforzándose por no llamar la atención de las autoridades. Es lo único predecible en la rutina de este jornalero de los desastres naturales, proletario ‘cazatormentas’ cuyos huesos han dado a parar en Panama City, una ciudad del noroeste de Florida que desde el otoño de 2018 agoniza después de que la arrasara el huracán Michael.

Ahora luce un Hyundai Access de 2007 que algún día fue blanco. El automóvil, una achacosa pulguita rodeada de fornidos mastodontes en las carreteras vastas y onduladas que delinean el Golfo de México, es para Melvin hogar, oficina y almacén antes que medio de transporte. En él se guarnece cuando arrecia la lluvia, que escasea pero cuando asoma acostumbra a ser feroz. En su maletero guarda las herramientas de trabajo. Desde él habla a diario con su familia, y lee el mercado para saber hacia dónde perseguir la demanda de mano de obra. Y a bordo de él se traslada en busca del empleo. Consumado automovilista, vive sobre ruedas en una tierra diseñada para conductores, que le niega el carné y el derecho a conducir por su estatus migratorio irregular. Irregulable.

Circula prudente, acaso demasiado lento, sorteado por monovolúmenes y pickups por derecha o izquierda; las manos bien pegadas al volante y el cuello tenso al avistar un coche de policía. El tono tostado de piel, la mandíbula ancha y el Hyundai cascado y moribundo delatan al padre de familia hondureño. Ha logrado sortear a la policía durante todos estos años, pero sabe que una parada -un giro sin intermitente, un exceso de velocidad- podría llevarle a un centro de detención, que es como las llaman al norte del río Grande a las cárceles sin abogados de oficio ni fecha de cumplimento de sentencia en las que se castiga a los inmigrantes antes de deportarlos. Aún poco exigido, el motor eructa una y otra vez. Los 16 kilómetros de trayecto se le hacen eternos. El olor a sal que se cuela por la ventana entreabierta va doblegando la terca chamusquina de la gasolina en combustión. De los márgenes de la vía van desapareciendo los barrios fantasma, surcados de robles caídos, que arrancaron de raíz los endiablados vientos hace ya seis meses. Aparecen en su lugar la arena de la playa y los ominosos hoteles para estudiantes de vacaciones y veraneantes empobrecidos, única fuente de riqueza de la ciudad, además de la titánica base aérea Tyndall, al otro lado de la bahía. Poco más había antes del huracán en una ciudad tan de segunda como su nombre. (En el aeropuerto de Atlanta, principal urbe que conecta con Panama City, hay que advertir a las azafatas de que uno tiene por destino Panama City, Florida, y no la Ciudad de Panamá. Las maletas de más de uno han terminado en la capital del paraíso fiscal que el fundador de la ciudad estadounidense soñaba con conectar por mar con su ciudad, convirtiendo a esta en un baluarte comercial que nunca fue). De aquel poco no queda casi nada.

Quedan decenas de miles de árboles por levantar. Muchos de ellos surcando los salones de lo que hasta octubre eran casas de jubilados y familias otrora atraídas por el sol del norte de Florida, y hoy refugiadas por el viento que puso en solfa sus vidas y la delicada economía de la zona. Las espaldas de Melvin ya han levantado unas cuantas decenas de robles milenarios. También ha retirado cientos de kilos de escombros, y se ha subido a los tejados de las casas devastadas por el huracán, a sudar para volver a convertirlas en hogares. A eso vino a Panama City, a jugarse la vida a cambio de unos cuartos para evitar que la ciudad muera. Antes, hace ya más de 15 años, había estado en Nueva Orleans, rescatando de la UVI a la ciudad después del cataclismo del Katrina, que palidece en comparación con la hecatombe que vivió Panama City con el huracán Michael. Y a Florida llegó de Houston, donde le llevaron los vientos del huracán Harvey. Entre medias probó suerte volviendo a Honduras, pero el descenso a los infiernos de pobreza y violencia de su país, unido a su paternidad por partida doble y las consiguientes obligaciones de proveer, volvieron a escupirlo hacia el Norte hace ya dos años, habiendo superado ya los 45.

Melvin aparca junto a la playa desértica. Rebusca en el asiento trasero y saca una bolsita de plástico verde con enseres, una camisa limpia y muda de ropa interior. Levanta la vista y saborea la brisa húmeda, no tan diferente de la de su Puerto de Tela natal, al otro lado del Caribe. Superados los arbustos que separan su coche de la playa, se detiene a observar un prolongado arenal color perla, flanqueado como un sándwich, de un lado el mar agitado y sin brillo y de otro una hilera de grisáceas torres macizas de más de sesenta pisos. Junto a la playa apenas se sintió el huracán, selectivo en sus estragos, que pasó de largo del litoral y se cebó con el interior en el que convivían antes del ciclón suburbios de pequeños propietarios de clase media-baja con colonias de arrendatarios sirvientes del turismo y la industria militar y guetos de olvidados negros, prole en su mayoría de esclavos sureños. Melvin se mete bien al fondo del agua, hasta que ya no puede hacer pie. Tras zambullirse, se refrota los sobacos y debajo del bañador. Sale del mar y se dirige a los baños públicos contiguos a la playa, previo paso por las duchas de agua dulce a la intemperie. «Es mi secreto mejor guardado», masculla antes de entrar en el baño a cambiarse la ropa. «Si viene mucha gente, lo van a prohibir. Pero nadie sabe que me baño aquí cada día». Antes de salir, se esmera en enjuagar la ropa del día anterior en el lavamanos. Se salpica la cara y vuelve al coche, donde extiende las prendas para que se sequen. Es hora de emprender el camino de vuelta, desde el que llamará a sus hijos, de diez y siete años, con el teléfono en altavoz. «Anden con cuidado y estudien bien», les dice antes de que se corte la comunicación. «Yo me encargo de trabajar».

Melvin no está sólo. El diáfano aparcamiento adyacente a donde duerme, franqueado por una sucursal de la macroferretería Home Depot, es cada mañana el lugar de encuentro de decenas de contratistas que buscan mano de obra barata y centenares de trabajadores migrantes condenados a ofrecerla. Casi todos latinos y abrumadoramente simpapeles, forman un contingente de obreros transeúntes, que se trasladan de desastre natural en desastre natural. Muchos, como Melvin, empezaron su peregrinación en Nueva Orleans tras el Katrina, y un buen número echó raíces en la ciudad del jazz. Tantas como se le permite echar a los ciudadanos de segunda, carentes de los derechos que reportan los papeles de los que carecen once millones de personas en Estados Unidos. Desde allí -o desde ninguna parte- circulan por la geografía estadounidense guiados por el sino en forma de hecatombe.

La suya es una industria que opera con mecanismos propios del siglo XIX, y goza de gran futuro en el XXI: en 2018, un estudio publicado en la revista Nature apuntó que los niveles de destrucción provocados por huracanes han aumentado un 10% en lo que va de siglo. Los científicos a sueldo del gobierno estadounidense, cuya postura oficial coquetea con el negacionismo del cambio climático, predicen que el calentamiento global dispare la virulencia de desastres como el que asoló Florida en octubre, que seguirán aumentando en frecuencia e intensidad. En los 90 días posteriores a la llegada del huracán se recogieron, sólo en Panama City, más escombros que en los veinte años anteriores. El viento se llevó por delante 500 millones de árboles y malogró un millón de hectáreas de bosques. Más de 100.000 hogares y decenas de miles de pequeños negocios resultaron dañados, sus tejados volando por los aires, sus paredes hechas añicos por los robles abatidos.

Toca levantar una ciudad de las cenizas; pingüe empresa. Entre lo que van a pagar las aseguradoras privadas, las ayudas de Washington y lo aportado por el ayuntamiento y el condado, la industria de la reconstrucción de Panama City, una de tantas después de cada temporada de huracanes en el sur estadounidense, asciende a varias decenas de miles de millones de dólares. Allí han desembarcado conglomerados empresariales de todo el país, gigantes de la construcción, de la logística y el transporte. Van a hacer el agosto especialistas en tejados de California, fabricantes e instaladores de vigas de Texas, y expertos en recogida de escombros venidos de Chicago. Han llegado, también con los bolsillos llenos de dólares, colosos estatales como FEMA (la agencia federal que gestiona la recuperación después de desastres naturales) o el Cuerpo de Ingenieros del Ejército. Algunos -los menos- trajeron consigo un buen puñado de obreros a los que ofrecen alojamiento en hoteluchos con literas y baños a compartir entre cientos de trabajadores. La mayoría tiene el don de la invisibilidad. Se hacen de oro sin que se sepa que están, parapetados tras enmarañadas cadenas de subcontratas, cuyo último eslabón desemboca en el aparcamiento donde ha ido a parar una vez más Melvin.

Melvin se apea de nuevo del coche y se acerca a la esquina de un almacén cercano, que ofrece un respiro del sol. Saluda a un par de compatriotas hondureños y a un fornido cubano de hablar cantarín y abrumador. Poco a poco, se van acercando, entre bostezos, otros trabajadores que reponen techos día sí y día también y no tienen uno bajo el que dormir. Se respira una tensa calma. Hace apenas dos semanas de la última redada. Circula un pitillo de tabaco de liar, que Melvin deja pasar sin dar una calada. Hace tiempo que ya no fuma. Un salvadoreño comenta algo de los cuartos de final de la Liga de Campeones, que se acaban de sortear. Poco interesado, Melvin se aleja del círculo. No es que no sea futbolero. Es un romántico sin paciencia para el fútbol moderno. Si alguien se lo hubiera preguntado, se habría declarado no tanto hincha del Real Madrid, sino fan de Fernando Redondo. Y tiene su carisma sin aspavientos algo del exquisito mediocentro argentino, al que quienes vimos jugar en los noventa sentimos una especie de nostalgia preventiva que trascendía escudos.

De pronto, aventajado unos metros por su desmarque de la conversación futbolística, se le presenta la oportunidad. Atraída su atención por un chasquido, levanta la vista y se encuentra frente a una camioneta azul con la ventanilla del conductor a medio bajar. En susurros, un treintañero rubio con gafas de sol le ofrece trabajo reponiendo tejados. «How many hours?», le espeta el hondureño en un inglés trabado. «How much? How often you pay?» Ocho horas diarias. Ciento veinte dólares por tres días de trabajo. A cobrar al tercer día. Melvin se detiene un segundo, como haciendo cálculos en la cabeza. En un arranque de dignidad, responde que no, gracias.

Casi sin haber terminado de rechazar la oferta, lo adelantan por izquierda y derecha en tromba los obreros con los que charlaba unos segundos antes y otra docena de ávidos emprendedores. Melvin les dobla en edad a casi todos. Tiene tanta necesidad como el que más, pero sus rodillas tiemblan un poco más que antes al subirse a los tejados, presa del paso de los años y el recuerdo de una mujer y dos hijos a los que lleva demasiado tiempo sin ver. Se desata un alboroto indescifrable. Unos cuantos salen despavoridos entre aspavientos. Otros pocos se quedan, peones vulnerables ante el mastodonte de ruedas anchas y cristales tintados. En apenas treinta segundos, un par de guatemaltecos se suben al vehículo, que emprende la marcha.

La escena se repite cada rato frente al Home Depot de Panama City, y se multiplica a diario en cientos de esquinas de todo el país, en las que aflora el estraperlo del trabajo inmigrante, tan esencial como desechable, tan omnipresente como invisibilizado: cuando una camioneta arquea su rumbo y aminora la velocidad de su marcha, una turba de trabajadores se apresura, gesticulando, para ofrecer sus servicios. A veces ni esperan a escuchar la oferta. «¡Roofing!» grita uno, indicando que sabe poner techos. «¡Sheetrock!» vocifera otro, empeñado en brindarse como instalador de cartón piedra. Los que hasta hace un instante eran camaradas de esquina, compañeros de cigarrillo y colegas de sombrajo pasan a ser la competencia; el que podría hacerlo más rápido y más barato; rivales en las cloacas de la explotación del capitalismo estadounidense. No es extraño ver al mismo contratista circular tres y hasta cuatro veces por el mismo aparcamiento, enfrentando en una puja a la baja a los obreros, antes de decantarse por el puñado de afortunados a los que se llevará a trabajar. Es la ley del mercado, pero bien podría ser la ley de la jungla.

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Desde hace dos años, formo parte del equipo de producción de una serie documental sobre inmigración en Estados Unidos. La serie, que financia y distribuirá Netflix, sigue sobre el terreno en todos los rincones de la geografía estadounidense y a lo largo de un prolongado periodo de tiempo a personajes que interactúan con un sistema migratorio que se nutre de sueños, anhelos, sacrificio e instinto de superación, y que sin embargo deshumaniza a unos y corrompe a otros. Está prevista su emisión a partir del verano de 2020.

Parte de mi trabajo durante este tiempo ha consistido en identificar qué historias, en qué lugares concretos y con qué personas como protagonistas sirven para ilustrar mejor un sistema tan complejo como avasallador. Habrá espacio para oficiales de la policía migratoria, a menudo latinos que se ganan la vida limpiando el país de gente como ellos. Aparecerán activistas perseguidos por dejar agua en el desierto de Arizona para que los migrantes, empujados allí por políticas que durante décadas han criminalizado la frontera, no se mueran de sed en su travesía. Habrá hombres hondureños a los que el Estado separó de sus hijos por el delito de buscar asilo, y mujeres ugandesas que no pueden traer a sus hijos porque el Gobierno estadounidense ha cerrado, de facto, el programa de refugiados cuando se encontraban el pleno proceso de reunificación. Se verán redadas, vistas judiciales, manifestaciones y funerales. Habrá padres deportados; madres deportadas; hijos deportados; abuelas deportadas; veteranos de guerra deportados. Habrá otros -muchísimos, casi todos- deportables, pavorosos ante la alerta perpetua de una redada que lo vuelva todo patas arriba, o de una gestión rutinaria que desate la implacable burocracia estatal que, en la frialdad de un despacho, haga trizas sus vidas, que en su mayoría han discurrido casi enteras en Estados Unidos, y los condene a volver a un país que ya no es el suyo. Aparecerán rejas de lucrativos centros de detención privados. Se verán cargarse las pilas de grilletes electrónicos que rodean los tobillos de los afortunados que no están entre rejas, sino que esperan cita con un juez migratorio. Y habrá, ante todo, trabajadores parias en un país adicto a su mano de obra, que no sabría cómo alimentarse, cuidar a sus mayores, combatir en sus guerras, asfaltar sus carreteras, criar a sus hijos, abrir sus colegios ni construir sus casas sin ellos y que, quizá por eso mismo, los condena a vivir en las sombras, amedrentados y explotables, héroes anónimos que en el mejor de los casos aspiran a pasar desapercibidos.

A eso vine a Panama City. Y a eso he vuelto media docena de veces en los últimos seis meses, acompañado casi siempre por un cámara, a veces por dos. Buscábamos retratar una ciudad atravesada por la contradicción que cruza al país entero; metáfora tallada por los vientos diabólicos de aquel octubre. La de una sociedad que necesita a su chivo expiatorio para sobrevivir. La de unos obreros que, conscientes de que sólo ellos están dispuestos a desempeñar el trabajo más necesario -sin el cual no podría trabajar, ni prosperar, ni enriquecerse nadie más-, ven su mera existencia criminalizada. La de unas autoridades que, si dan rienda suelta a todos sus instintos y aprietan de más las tuercas a los Melvin de turno, se quedarán sin polis sobre la que gobernar. La de unos oportunistas sin escrúpulos, que se sirven de esa desesperada precariedad para extraer beneficios estratosféricos del esfuerzo de otros sin valorar no ya su trabajo, sino sus vidas. Y la de unos locos decididos a voltear toda esa estructura de poder.

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Continuará.

Fuente: http://ctxt.es/es/20190731/Politica/27369/Alvara-Guzman-Bastida-huracan-Michael-Panama-City-Florida-simpapeles.htm