«Selva, selva, más selva. Un oleoducto. Luego, de nuevo el verde inacabable de la selva. Otro oleoducto. Más selva. Así se veía desde el mar la costa del África Occidental.» Manuel Soler, capitán retirado de la marina mercante Al mando de un barco especializado en la carga de gas licuado, el capitán Soler terminó por […]
«Selva, selva, más selva. Un oleoducto. Luego, de nuevo el verde inacabable de la selva. Otro oleoducto. Más selva. Así se veía desde el mar la costa del África Occidental.»
Manuel Soler, capitán retirado de la marina mercante
Al mando de un barco especializado en la carga de gas licuado, el capitán Soler terminó por acostumbrarse a fondear a más de cuarenta millas de las costas de Nigeria para pasar la noche y aguardar a la escolta con la que se adentraría en el delta del Níger para llenar de amoniaco el tanque del navío. ¿Por qué tan lejos? Hasta allí casi no llegaban los cayucos de los nigerianos pobres. Soler no se fiaba nada de los negros. Era racista por experiencia propia. Durante las largas noches de espera anclados en alta mar destacaba siempre a un par de hombres armados en cubierta, haciendo guardia. En las ocasiones en que no había sido tan precavido, durante el día se aproximaban barquichuelas plagadas de mujeres y niños ofreciendo loros, artesanía, alimentos, a los marineros. De madrugada sufrían el asalto menos amistoso de los hombres, que abordaban los cargueros montados en las mismas penosas embarcaciones. Contaba Soler que llegaron a asesinar al capitán de otro mercante europeo. Sus hombres resultaron heridos en más de una ocasión enfrentándose a la extraña piratería de la noche africana… «Los negros te asaltaban para llevarse las amarras. Te jugabas la vida por unas amarras. Lo que querían era el nylon».
El viejo capitán prefería las heladas aguas del Mar del Norte, con sus cascotes de hielo y las temperaturas bajo cero, a las misiones que debía desempeñar en aguas africanas. Tiempo ha, tuvo serios problemas con las autoridades nigerianas porque fue acusado de un tremendo escape de amoniaco que intoxicó directamente a más de mil personas. Quedó demostrado que la causa fue la negligencia de un operario nigeriano. Así que, en su retiro, Manuel Soler habla de los negros con una mezcla de odio y desprecio. A ese capitán de la marina mercante, que actuó siempre dentro de lo que poco más o menos se considera legal, ni se le podía pasar por la cabeza que su papel profesional fuera, en realidad, el de transportista en la ejecución cotidiana de un robo a gran escala.
El Oba Mobadenle Oyekan, hijo del que fuera rey yoruba de la región de Lagos, el Oba Oyekan, es ahora jefe local de la aldea de Ilado, donde el pasado día 12 de mayo reventó un oleoducto y mató a un número aún impreciso de personas, situado por las agencias de información entre las ciento cincuenta y las doscientas. Mobadenle Oyekan habló con diferentes medios nigerianos de prensa para denunciar que el robo de combustible en los oleoductos que atraviesan el sur de su país es perpetrado por grupos organizados de saqueadores que cuentan con información privilegiada de la Compañía Nacional del Petróleo de Nigeria (NNPC, por sus siglas en inglés) y con equipos y habilidades bien sofisticados para horadar las tuberías y sacar la gasolina o el oro negro. Mobadenle Oyekan asegura que se tuvo que marchar de su pueblo por las amenazas de esos grupos, y cree que la compañía estatal, con su pasividad, así como buena parte de las autoridades, contribuyen a que el robo de combustible se haya convertido en una de las actividades económicas básicas del pueblo. Según declaraba al periódico nigeriano Vanguard el 20 de mayo de 2006, «al pasar el oleoducto desde hace unos veinte años y con el reciente saqueo, nos dimos cuenta de que la gente que eran agricultores olvidaron la agricultura, que los pescadores tiraron sus redes de pesca y olvidaron cómo se pesca».
La política irrumpe en el reino de la astucia
Desde diciembre de 2005, un grupo guerrillero ha conseguido reducir en un 25% las exportaciones de crudo de Nigeria. El Movimiento para la Emancipación del Delta del Níger (MEND, por sus siglas en inglés) representa un salto cualitativo en la organización popular de la zona más pobre del país, precisamente la que alberga la mayor parte de los yacimientos de hidrocarburos. Hasta ahora, la astucia bastaba para mantener más o menos calmada la política. El taladro sistemático de los conductos se complementaba con métodos privados para cobrar compensaciones por el infinito daño ambiental que sufre la región. Ejemplo de esto último fue la liberación, el mismo día de la explosión del oleoducto de Ilado, de tres rehenes italianos, técnicos de la empresa Saipem. En la web en inglés de la televisión Al Jazeera nos informaron entonces de que Mbaka Harmony, líder comunitario de Bkuma, en la capital del petróleo, Port Hartcourt, contó a una emisora local de radio que la comunidad demandaba 300 millones de naira (2,3 millones de dólares) a la empresa italiana en compensación por los daños medioambientales que está causando la colocación de un oleoducto en esa zona. El jefe de policía de la ciudad confirmó sin reparos al mismo medio que la compañía había pagado el rescate: «Los desacuerdos [entre la comunidad y la empresa Saipem] se deben de haber solucionado». Se trató del último episodio de los abundantes ajustes de cuentas que las comunidades locales entablan con las multinacionales que les están robando el crudo y destruyendo la naturaleza.
Las multinacionales pagan al Estado nigeriano, se supone, un 13% del valor del petróleo y el gas que captan. Nigeria es una república federal de más de ciento treinta millones de habitantes y los hidrocarburos son su principal, casi única, exportación. Es el gobierno central el que administra los fondos que se recaudan a cuenta del impuesto del petróleo, y suponen casi las cuatro quintas partes de sus ingresos. Es el gobierno central el que, también, organiza el pago anual de los servicios de la deuda externa, que suponen casi lo que el país ingresa por el total de las exportaciones. En el Delta del Níger son muchas las voces que exigen más. El sur del país no muestra más señal de sus inmensas riquezas que un medio ambiente hecho un desastre. Mobadenle Oyekan cree que la NNPC «no puede estar en la zona y no proveerla de escuelas, carreteras, transporte y de cualquiera de las súplicas de la gente del área». Por su parte, Don Boham, el jefe de asuntos externos de la compañía en el cuartel general de la Shell en Nigeria, en Port Harcourt, frente a la ola de reivindicaciones de la gente del Delta ante la multinacional, argumentó a la televisión Al Jazeera que es el Estado el que debe responsabilizarse, no la Shell: «Han aumentado las expectativas… acerca del papel que deben desempeñar las compañías petroleras a la hora de proveer de infraestructuras básicas, cuando esto es estrictamente responsabilidad del Estado.»
La guerrilla del Delta tiene claro su programa político: el control directo sobre los hidrocarburos. En abril, el presidente Obasanjo ofreció un plan de inversiones multimillonarias en el Delta del Níger como consecuencia de la actividad armada en la zona. El MEND, que disfruta al parecer de un importante apoyo popular en la región, respondió redoblando la amenaza a las multinacionales y, sobre todo, a sus empleados. «En el momento que escojamos reanudaremos nuestros ataques, que serán mucho más devastadores, y no habrá compasión hacia quienes elijan no tomar en serio nuestras amenazas», dijeron los rebeldes tras argumentar que el plan del presidente Obasanjo sólo serviría para enriquecer aún más a la elite corrupta del país. Las compañías extranjeras se han visto obligadas a abandonar un buen número de explotaciones ante los sabotajes y ataques directos del MEND, y no piensan reanudar esas actividades mientras no haya una garantía absoluta de seguridad. Los medios informativos occidentales apenas mencionaron el conflicto nigeriano cuando explicaban los importantes aumentos del precio del crudo en los últimos meses, pero no hay duda de que fue determinante.
Mientras tanto, los muertos sin rostro
En el lugar donde uno de cada cinco niños muere antes de los cinco años por enfermedades curables como la malaria, el sarampión, la tos ferina, la poliomelitis, diarreas o neumonías; donde la malnutrición afecta al cuarenta por cien de los niños pequeños; donde la esperanza media de vida al nacer apenas alcanza los cincuenta y un años; donde sólo el veinte por cien de la población accede al agua potable segura; donde una de cada tres personas vive demasiado lejos de cualquier servicio médico y la mayor parte del resto no puede pagar la atención sanitaria básica… Ahí donde los recursos naturales son una maldición para casi todos porque suponen guerra y contaminación, porque la gente sencillamente sobra, es un problema, una plaga que dificulta la adaptación de la geografía a la modernización… En ese planeta que llamamos África y que llena de gasolina los depósitos de nuestros vehículos (y provee de amoniaco las botellas con que limpiamos las cocinas o de columbita a los fabricantes de teléfonos móviles), los muertos no tienen nombre. Son negros y son como las moscas. Moscas gordas parecían los montones de cadáveres apilados en la playa, en Ilado, el viernes doce de mayo de 2006, cuando reventó un oleoducto de la NNPC que transporta gasolina hacia Lagos. Eran ladrones, demostró la televisión. Ladrones sin nombre. Nadie ha dado todavía una cifra exacta de víctimas. De hecho, las enterraron directamente en la arena, en una fosa común, por indicación de las autoridades sanitarias, sin ningún esfuerzo de identificación, sin saber quiénes eran. El sábado trece de mayo aún aparecieron veintidós cuerpos calcinados flotando en aguas próximas a Lagos. Ni siquiera la prensa local ofreció un nombre, unas iniciales. Sólo arena para sepultar a los que roban al ladrón en Nigeria, el primer exportador de crudo de África, quinto suministrador de EEUU… Posiblemente, uno de los países más tristemente saqueados del planeta.