Recordaba hace unos días Jeremy Rifkin en un artículo publicado en la prensa española (El País, 3 de mayo del 2005) que cerca de la mitad de los ciudadanos de EEUU creen que el ser humano fue creado por Dios hace unos 10.000 años. Él no lo decía, pero es de sobra conocido que para […]
Recordaba hace unos días Jeremy Rifkin en un artículo publicado en la prensa española (El País, 3 de mayo del 2005) que cerca de la mitad de los ciudadanos de EEUU creen que el ser humano fue creado por Dios hace unos 10.000 años. Él no lo decía, pero es de sobra conocido que para determinar esta cifra se efectúa un complejo estudio de la narración bíblica combinado con un excitante juego de desbocada imaginación. También citaba cómo el 40 por ciento de los estadounidenses creen hoy firmemente que el mundo acabará en una batalla apocalíptica entre Jesús y el Anticristo, para la que algunos ya se están preparando. De hecho, también lo hicieron al aproximarse el año 2000, siguiendo los antecedentes históricos de algunos cristianos de épocas pasadas, igualmente fanatizados y desinformados, que otros mil años antes también creyeron en la inminente irrupción de tan trágico final al acercarse el año 1000.
Para todos ellos, el texto bíblico tiene más valor que cualquier conocimiento científico, por fundado que sea. Y, fracaso tras fracaso en sus estrambóticas predicciones, persisten infatigables en el error y siguen creyendo que, según la palabra divina revelada en dicho texto (Apocalipsis, 20), Satanás fue encerrado por mil años en un abismo y, cuando salga de él, empezará el verdadero conflicto. Bien es verdad que no se ponen de acuerdo en cómo interpretar el comienzo exacto de la cuenta atrás de esos dichosos mil años, lo que da más variedad y emoción a la cuestión.
Son innumerables los ejemplos que cabe citar de la oposición tenaz y radical -y casi siempre al final fracasada- que algunas religiones han opuesto a los avances de la ciencia. No es preciso insistir en el conocido caso de Galileo. Se podría recordar, como hecho real y documentado pero cargado de contenido que hoy resulta casi humorístico, la inicial prohibición religiosa del pararrayos inventado por Benjamín Franklin, basada en la idea de que el hombre no debía oponerse a los designios divinos si éstos pretendían castigar a alguien enviándole un rayo. Expeditivo procedimiento que, según explicó durante siglos la tradición cristiana, utilizó Dios para fulminar al padre de Santa Bárbara, Dióscoro, que había ejecutado a su propia hija porque se convirtió al cristianismo. Fue esa misma tradición la que también contribuyó a convertirla en patrona de artilleros, mineros y pirotécnicos -gentes habituadas al retronar de las explosiones-, además de protectora frente a las tormentas. En 1969 fue borrada del santoral ante las dudas que surgieron sobre su existencia real.
Pues dentro de este orden de cosas no sorprende demasiado enterarse ahora de una curiosa decisión tomada por la Junta de Educación del Estado de Kansas (EEUU), encargada de establecer las líneas generales de lo que se va a enseñar en los institutos del citado Estado el curso próximo. Desde el momento en que la composición de la Junta pasó a tener una mayoría conservadora de 6 a 4, la cuestión saltó a los titulares de los medios de comunicación. Se decidió poner en tela de juicio las teorías de Darwin, organizando para ello una especie de audiencia pública en la que se escuchará por igual a los que creen a pie juntillas en la narración bíblica de la creación del mundo y del hombre, y a los que siguen las teorías sustentadas en la moderna evolución de la ciencia, para decidir qué es lo que habrán de estudiar los jóvenes de Kansas. Ni qué decir tiene que, ante tan absurdo tribunal, los científicos serios han rehusado testimoniar y han decidido no prestarse al juego organizado por los «antievolucionistas», como allí son llamados.
Las ideas propuestas no dejan de ser pintorescas. Los que sostienen que la inherente perfección del mundo (¿dónde la encontrarán?) es prueba más que suficiente de que ha sido creado por un ser inteligente (un dios) aducen una escena de la película The Gods Must be Crazy (Los dioses deben estar locos). Representa a unos africanos que se muestran asombrados contemplando una botella de Coca Cola que hallan en medio del desierto. Su razonamiento ante ella se aduce como irrebatible: «No sabemos quién la hizo; no sabemos cómo se hizo; y no sabemos por qué se hizo: pero no necesitamos saber nada de lo anterior para estar convencidos de que ha sido creada inteligentemente». Es decir, que el popular producto de la multinacional estadounidense se convierte ahora en la verdadera prueba de la creación divina de la naturaleza, sin que sea necesario recurrir más a los Padres de la Iglesia ni a los venerables filósofos, autores de complejos argumentos en pro de la existencia de Dios.
No cabe duda de que contribuye en gran medida a la grandeza de los Estados Unidos de América del Norte el hecho de que entre sus ciudadanos puedan coexistir reputados científicos que marchan en vanguardia del progreso de la humanidad y retrógrados fanáticos cuyas mentes han quedado estancadas en lo más oscuro de la Edad Media, si no antes. Pero es también preocupante que en ese país, el primero del mundo por muchos conceptos, subsistan tan graves residuos de irracionalidad y, lo que es peor, que algunos de quienes los tienen por válidos llegan a alcanzar elevadas cotas de poder.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)