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Coaliciones electorales y proyecto político

Fuentes: Rebelión

Nadie habrá de convencernos de la trascendencia de las elecciones del 20 de diciembre. O, para decirlo con mayor precisión: es difícil exagerar la importancia del ciclo electoral, pero también político en sentido más amplio, que se inició con en las votaciones europeas del año 2014. Lo que va a celebrarse el día 20 de […]

Nadie habrá de convencernos de la trascendencia de las elecciones del 20 de diciembre. O, para decirlo con mayor precisión: es difícil exagerar la importancia del ciclo electoral, pero también político en sentido más amplio, que se inició con en las votaciones europeas del año 2014. Lo que va a celebrarse el día 20 de diciembre es la culminación de un proceso de movilización que, sin ser electoralista, tiene en las sucesivas rupturas electorales un aspecto central de su fuerza representativa y de su potencia de cambio. Y, precisamente por ello, no hemos de separar ninguno de los escenarios a los que estamos asistiendo, pretendiendo que puedan explicarse al margen de un espacio político en cuya amplitud y lógica cobran sentido.

Ha de preocupar al conjunto de la izquierda que se haya actuado como si las cosas fueran de otro modo: es decir, como si cada una de las fases de este proceso tuviera una vida propia que en nada dependiera del oxígeno social que le proporciona el resto de los eslabones de este ciclo de cambio posible que se está dando en España. Cambio hacia el reforzamiento de las posiciones favorables a una república federal, a la reconquista de la democracia, a la quiebra del modelo de construcción europea y a la negociación de un nuevo contrato entre sociedades soberanas en el continente. La posibilidad de recuperación de la intervención política de los trabajadores y de las clases populares, que ha sido abierta por la salvaje cadena de expropiaciones que se ha producido en el seno de la crisis, procede de una amplia conciencia que ha prendido en movilizaciones sociales y desea consolidarse en proyectos políticos de unidad del pueblo y de convergencia de la izquierda.

Hemos asistido con alegría al arrinconamiento de las posiciones conservadoras. Y hemos observado con tristeza e incluso con estupor las dificultades para sortear diferencias de criterio que han acabado presentándose como inexplicable voluntad de liquidación de tradiciones indispensables de la izquierda. En el debate que hemos ido siguiendo durante estos últimos meses, ha querido proyectarse la idea de que existían no solo dos estrategias diferentes para articular la unidad de la izquierda, sino dos modos distintos de concebir la construcción de un nuevo sujeto de transformación. Lo que podía negociarse desde la independencia y el respeto mutuo de proyectos distintos, ha sido presentado como el antagonismo entre dos maneras opuestas de entender la acción política congruente con el actual ciclo del capitalismo y con la actual correlación de fuerzas para hacerle frente.

Aceptando que esas diferencias existen, y resignándonos también a que expresan profundas discrepancias sobre el modo de proceder al proceso constituyente de un movimiento político de nueva factura, donde converjan las distintas culturas favorables a un cambio social profundo, los pasos que han ido dándose en esa dirección no han dejado de sorprender y decepcionar a muchas personas, entre las que me encuentro.

Dejemos de lado elementos del pasado, inercias de malos recuerdos y experiencias que todo el mundo puede utilizar como arma arrojadiza en estos trances. Pongamos sobre la mesa lo que sí podía considerarse una diferencia notable. Es decir, la que separaba a los partidarios de una coalición entre organizaciones políticas ya constituidas, y quienes deseaban que el propio proceso electoral -en su sentido más extenso, partiendo de las europeas de 2014- fuera el escenario de un despliegue de progresiva madurez de la convergencia de la izquierda. Aceptemos que podía existir la discrepancia entre quienes entendían que se habían de priorizar las perspectivas de clase más tradicionales del discurso comunista, y quienes sostenían que las condiciones de la crisis habían modificado el escenario, hasta el punto de tener que pasar por encima de estas categorías y sostener la primacía de lo «nacional-popular». Primacía justificada por la necesaria politización de una clase media que ha entrado en un campo de antagonismo irrevocable con el sistema, y que no se sentiría llamada a integrarse en el marco exclusivo de un paisaje reservado hasta ahora a la clase obrera en su sentido más tradicional. Mantengamos, si así se quiere hacer para avanzar, que ha habido un choque de identidades en el que no ha sido posible establecer lo que parece más sensato: la aspiración a una nueva síntesis, la voluntad de integrar todos los materiales que tenemos a mano, dispuestos a resolver lo que son diferencias revisables, no identidades antagónicas cuya supervivencia precise de la anulación de la contraria.

Me temo que, elección tras elección, hemos asistido a algo muy distinto a la posibilidad de llevar adelante este proceso de confluencia de acuerdo con lo que necesitan los trabajadores, las clases populares y, en especial, la conciencia extensa que, surgiendo de la crisis, se ha movilizado para reivindicar derechos expropiados y para salir al rescate de una abandonada soberanía popular. Me temo, en efecto, que las distintas fases de este proceso nada han tenido que ver con la altura de las responsabilidades que se exigen a quienes se encuentran ante una inmensa posibilidad de acción unitaria y de cambio de la correlación de fuerzas, que corren el riesgo de entrar en fase de caducidad. La ofensiva de «regeneración» de la derecha ha empezado a dar nuevas y distintas muestras de su capacidad de adaptación a las adversidades. La hegemonía del nacionalismo conservador catalán y el surgimiento de Ciudadanos como primera fuerza parlamentaria de la oposición son buena prueba de esto.

Podría llegar a aceptarse la coherencia de Podemos, en su decisión presentar su proyecto político exclusivo a las elecciones, considerando que este, y ningún otro, puede representar a quienes se han activado políticamente contra la crisis y pueden ser el fundamento de un nuevo sujeto histórico contra el sistema. Podría llegar a respetarse que Podemos hubiera considerado la imposibilidad de confluir con Izquierda Unida, por considerar que esta organización continúa pensando en términos incongruentes con la realidad social de este ciclo. No creo que así sea, porque Izquierda Unida presenta ahora una voluntad clara de integrar su legítima tradición y su irrenunciable identidad en un cauce más amplio, sin buscar querellas por la hegemonía ni, mucho menos en forcejeos de baja altura para ganar ámbitos de poder interno en un nuevo movimiento. Lo que creo que desea la militancia de Izquierda Unida es que su perfil tenga continuidad en este proceso, y que esta continuidad sea la del perfeccionamiento de sus posiciones de partida, de corrección de sus errores y de plena correspondencia con las características de la fase en que nos hallamos.

Pero lo que no es posible aceptar es que ese discurso de la autonomía sea cancelado en función de lo que Podemos llama «ecosistemas» variables. El catalán, el vasco, el gallego y, ahora, el valenciano. Dar a cada uno de estos escenarios su propia entidad es algo que nadie discute, empezando por la propia tradición del Partido Comunista de España. Concederles una singularidad que acabe por contrastar obscenamente con una estrategia a escala española, es algo que deberíamos poner todos en cuestión.

En el caso de Catalunya, las cosas han adquirido una especial gravedad, quizá solo superada por la forma despreciable con que se prescinde de Esquerra Unida en el País Valencià, una decisión que carece de cualquier lógica, a no ser que la única que funcione sea la de liquidar a toda costa aquellos espacios de Izquierda Unida, sea cual sea el nivel de su representación social. Y, siempre, a costa del alto precio que va a pagar toda la izquierda en las elecciones del 20 de diciembre, cuando la pérdida de votos en el lesivo sistema electoral español acabe por proporcionar una mayoría parlamentaria a la derecha. A ver cómo explicamos entonces las cosas a la gente.

Catalunya tiene una especial relevancia porque indica tanto las posibilidades de cambio como las de frustración de un proceso de movilización. Estamos asistiendo aquí a un proceso que, en sí mismo, es discutible canalización de una movilización por la soberanía que quiere reducirse a una lucha por la construcción de un Estado propio, entregado a los mismos que la han gobernado durante treinta años. Quizás no haya un caso en que la perspectiva de clase y la tradición del PSUC no haya sido tan necesaria para afrontar una crisis de esta naturaleza. El fracaso electoral de la coalición de izquierdas el pasado día 27 de septiembre tiene mucho de esa carencia de calidad política en sus planteamientos y de olvido de puntos fuertes de un discurso que durante algunos años permitió alcanzar notables cotas de prestigio, influencia y representatividad social. No se trata de que nos «falte el PSUC» de una forma mecánica y nostálgica. Lo que nos falta es haber defendido determinadas tradiciones de clase en Catalunya que habrían permitido una actualización de planteamientos y la creación de un nuevo espacio congruente con las condiciones de la crisis y la conciencia soberanista popular que se ha despertado con ella. Nos ha faltado un talante, un juego de equilibrios entre movilización social y nacional, una lectura precisa de lo que es lucha por la recuperación de derechos y libertades, una actitud tan atenta como siempre tuvo el PSUC a la necesidad de comprender las nuevas tramas de resistencia y las nuevas posibilidades de intervención de los trabajadores en el espacio público: en la calle y en las instituciones, en la lucha y en el gobierno.

Dudo mucho que, de existir esa perspectiva, y de haberse reforzado esa actitud en una parte de la izquierda catalana, hubiéramos asistido a lo que tenemos ante nuestros ojos. Y, desde luego, dudo que hubiera podido darse el sainete electoral en el que nos encontramos ahora mismo. No creo que pueda justificarse la ausencia de Ada Colau y del movimiento que representa en las elecciones del 27 de septiembre. No lo es, porque las elecciones municipales formaban parte de un mismo ciclo político, como acaba de demostrarse por quienes se negaron a encajar lo municipal en lo nacional, y ahora se plantean integrar lo municipal en el espacio de unas elecciones españolas. No es justificable, además, porque puede caber la sospecha de que esa falta de intervención tenía dos motivos que son reprobables, anulado el único pretexto que se puso sobre la mesa en la campaña autonómica: la necesidad de preservar una neutralidad institucional en este escenario. Al tomar partido ahora, la explicación debe estar en otro sitio, que puede ser el de no entrar en conflicto con la CUP -que no se presenta a las generales- o de esperar que un mal resultado de Catalunya Sí que es Pot permitiera negociar con mayor fuerza la personalización de las candidaturas y el carácter político de la coalición.

No se me ocurre otro motivo para ponerse de perfil antes del 27 de septiembre y ponerse tan de cara en las del 20 de diciembre. En especial, porque se espera que alguien haya de ponerse, ni de perfil ni de cara, sino en una posición mucho más humillante y expresiva en las próximas elecciones generales. Lo que se está haciendo es encauzar una movilización de naturaleza democrática por canales en los que cada vez va prendiendo una mayor frustración y donde va tomando fuerza la impresión de sectarismo, de escasa disposición a renovar -como siempre, en nombre de la renovación-, y el deseo de certificar la defunción de una parte esencial de la izquierda en el conjunto de España. Que esto no se debe a la debilidad electoral de Esquerra Unida i Alternativa en Catalunya lo demuestra la actitud sostenida por Podemos en zonas donde el voto de IU es indispensable para alcanzar los resultados que la izquierda podría conseguir. Que esto es el fruto de la disposición a pactar con cualquiera menos con IU, parece más probable, incluyendo aquellos casos en que los «ecosistemas» obligan a tragarse el orgullo, la estrategia e incluso la concepción no nacionalista del proyecto constituyente de un nuevo sujeto político de izquierdas en España. Que esto tiene que ver con una falta de relación entre los discursos de construcción de las cosas por abajo y la realidad cupular de las negociaciones, parece aún más claro. Y que poco tienen que ver las llamadas a la unidad con la cicatería de su concreción, aún es menos discutible.

La presencia de una propuesta electoral de Izquierda Unida en Catalunya, la autonomía de EUiA en estos momentos, es una opción difícil de asumir por todos, incluyendo por aquella militancia que siempre ha deseado hallar campos de confluencia. Incluyendo a quienes deseamos que se superen esquemas que pueden haber dejado de responder, en su conjunto, a las condiciones de fuerza en que nos movemos. Pero lo que deseamos es que lo que representan unas siglas -que no es solo una organización, sino una perspectiva política, un componente indispensable de ese esfuerzo de confluencia, una ideología que no puede echarse al basurero de la historia con tanta facilidad- esté representado de forma adecuada en las opciones que se ofrecen a los electores. Lo que no se les puede pedir a los votantes de Izquierda Unida es que una abrumadora parte de quienes salgan elegidos tengan, como referente en España, a una fuerza que no solo es distinta, sino que es competitiva -.y hasta niveles sorprendentes- con la formación que encabeza Alberto Garzón. Porque, en estos momentos, defender la persistencia de Izquierda Unida ni siquiera es un asunto de su militancia y de sus votantes. Es una cuestión que afecta a la calidad integradora, verdaderamente unificadora, auténticamente respetuosa con la pluralidad, del proceso que entre todos hemos iniciado. Lo demás es algo muy viejo, aunque se exhibe, como siempre han hecho las cosas provectas, en la pantalla de plasma de la novedad. 

 

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