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Túnez

Comentarios sobre la revolución con ocasión de las elecciones (I)

Fuentes: indigenes-republique.fr

Traducido para Rebelión por Caty R.

Ya se ha elegido la Asamblea Nacional Constituyente (1). Su primera reunión tendrá lugar el 22 de noviembre. Sin discusión, el partido Ennahdha ha sido el vencedor del escrutinio. Sin embargo los resultados de la votación han dado numerosas sorpresas. Aunque se esperaba la victoria de los candidatos del Partido Ennahdha, éste ha conseguido un resultado mucho más importante del previsto, con 1.500.000 votos. Por lo tanto obtiene 85 escaños (el 41%) de los 217 que forman la Asamblea Constituyente. Hay que señalar, como hacen algunos, que el 60% de los electores no han votado a Ennahdha, pero para las 27 listas que han conseguido escaños en la Asamblea Constituyente no tiene mucho sentido en la medida en que eso significaría que, a pesar de las divergencias, esas últimas tendrían más cosas en común entre ellas que con Ennahdha -una forma como otra de dar a entender que la división principal que atraviesa la sociedad tunecina es la que opone a los «modernistas» e «islamistas».

Menos previsible, por el contrario, ha sido la amarga derrota del PDP (2), superado contra todas las expectativas por el CPR y el FDTL (Ettakatol). El PDP solo obtuvo 111.000 votos y 16 escaños (8%) frente a 340.000 votos y 29 escaños (13%) para el CPR y casi 250.000 votos y 20 escaños (9%) para Ettakatol. La agrupación anti-Ennahdha, el polo modernista y democrático, aparece como el gran perdedor de estas elecciones, con algo menos de 50.000 votos y 5 escaños (2%). La extrema izquierda (PCOT y Movimiento de los Patriotas Demócratas) obtiene solo 4 escaños -muy por debajo de sus previsiones-. Otra derrota notable, los miembros declarados del partido disuelto de Ben Alí, el RCD, que ya están muy marginados en la Asamblea, puesto que solo están representados por 5 diputados (casi 100.000 votos del partido al-Mobadara, constituido por un antiguo ministro, Kamel Morjane). Pero la mayor sorpresa es el éxito de las listas de la «Petición Popular por la Libertad, la Justicia y el Desarrollo» (El Aridha) que obtuvo 26 escaños y se coloca en la tercera posición tras el CPR.

Los numerosos comentarios que han seguido a estas elecciones interpretan los conflictos políticos de Túnez a través de una lectura eurocéntrica, en términos de oposición derecha/izquierda, conservadores/progresistas o modernistas/islamistas. Pero lo que caracteriza al Túnez actual no es una simple oposición entre explotadores y explotados ni la contemporaneidad de esferas modernas y esferas pre-modernas, sino que constituye una única modernidad, la yuxtaposición en las relaciones sociales de la modalidad del poder capitalista y las modalidades de poder inscritas en la dependencia colonial siempre real. En el marco de este artículo no puedo extenderme más sobre esta cuestión.

La mayoría de los comentarios suscitados por las elecciones también pecan de otro punto de vista: eluden el conflicto político, es decir, simplemente la política y la estrategia. Las estrategias de los diferentes actores, bien sea el poder o las fuerzas políticas en competición me parece que, al contrario, han jugado un papel decisivo en sus respectivas capacidades para obtener los votos de la población. Constituidas con urgencia, a menudo vacilantes y condicionadas en parte por la cultura política de los diferentes partidos y por sus raíces sociales, esas estrategias han estado ampliamente determinadas por la evolución de las fuerzas sobre el terreno -favoreciendo a unos y castigando a otros-. Todavía el 14 de enero nadie habría dicho que Ennahdha se iba a convertir en la fuerza mayoritaria de la Asamblea Constituyente. Es cierto que este partido contaba con numerosas ventajas; pero no estaba asegurado que conseguiría semejante victoria.

Para comprender las causas pienso que no se puede prescindir de un análisis de la evolución de las relaciones de las fuerzas políticas y de las estrategias seguidas por los diferentes actores desde el comienzo de la revolución.

Revolución y contrarrevolución

Si hace falta certificar el carácter revolucionario del proceso político que se desarrolla en Túnez (3), basta con recordar la potencia de la movilización popular que comenzó el 17 de diciembre de 2010. En efecto, fue la intervención directa y masiva de la población en el campo político, todas las categorías sociales mezcladas, la que condujo a la precipitada huida del presidente Ben Alí –al makhlou, como se le llama desde entonces, el «derrocado»- el que fue expulsado, destituido, arrancado como se arranca un diente infectado. Esas movilizaciones enseguida se ampliaron, se radicalizaron y se organizaron en todos los niveles de la sociedad, a trompicones, pero de forma creciente y durante varios meses. Nuevos sectores entraron en lucha, emergieron formas de autoorganización en la base, las temáticas de las reivindicaciones se diversificaron mientras el nivel de las exigencias políticas se profundizaba. Durante muchas semanas fue «la calle» la que mandó y no un poder político, desde entonces en peligro, obligado a ceder a numerosas exigencias fundamentales incluida la de una Asamblea Constituyente elegida democráticamente. Esta situación provocó si no la destrucción de las instituciones y del conjunto de los mecanismos del sistema político anterior, al menos su profunda desarticulación.

Casi diez meses después de la derrota del dictador, Túnez padece graves y nuevos conflictos, persiste la incertidumbre y continúa reinando la imprevisibilidad -a pesar de una situación relativamente estabilizada, del encauzamiento de las movilizaciones y del establecimiento de nuevos formas de institucionalización-. Cualesquiera que puedan ser los límites de estas conmociones y las posibles decepciones futuras, se ha abierto un nuevo período histórico. Eso es suficiente para hablar de «revolución popular».

Si queremos señalar las opciones estratégicas adoptadas por los círculos más influyentes del poder (y por supuesto por sus «asesores» estadounidenses) en el objetivo de ir contra la dinámica revolucionaria, la idea de contrarrevolución, asimilada en su sentido histórico a una «contramovilización» masiva (4), no es adecuada.

El desarrollo de los acontecimientos induce a pensar que se cruzaron diferentes estrategias que podrían haber sido impulsadas por esferas más o menos competitivas dentro del poder. Así, parece que algunos caciques del régimen de Ben Alí acariciaron la ilusión de una rápida restauración de su autoridad ilimitada, bajo la dirección de uno de ellos, o incluso del propio presidente derrocado (5). En los días que siguieron a la apresurada huida del dictador, bandas no identificadas sembraron el pánico en numerosas ciudades tunecinas mientras 11.000 pesos comunes «escaparon» de repente de diferentes cárceles del país.

En realidad no se sabe gran cosa de lo que pasó realmente durante esos días de violencia, ni de su verdadera amplitud, más que por los restos de incendios o saqueos, los testigos y muchos rumores. Esos abusos, cualquiera que sea su importancia, se imputan a la Guardia Presidencial dirigida por uno de los secuaces de Ben Alí, el general Seriati, o incluso a la policía política y a la policía secreta del RCD, de las cuales procederían los delincuentes que vinieron a prestar su ayuda. El objetivo habría sido sembrar el miedo al caos para propiciar el restablecimiento del antiguo orden, una estrategia que chocó, según la versión oficial, con la intervención del ejército apoyado por la movilización popular organizada en los barrios.

En efecto, parece probable que la opción del regreso de Ben Alí al poder o una reconducción a algo casi idéntico al régimen bajo otra autoridad, no fue compartida por los principales protagonistas del poder en beneficio de otra estrategia que se desarrolló progresivamente en los últimos días de la dictadura. Así, pudo parecer preferible evitar que la creciente movilización de la población ejerciese todo su potencial, llegando incluso a amenazar con el hundimiento de todo el conjunto de las instituciones políticas; también pudo parecer oportuno sacrificar al viejo presidente y cooptar a algunos sectores de la oposición dentro del poder al mismo tiempo que se ampliaba un poco la esfera de las libertades públicas. Lo que se pretendía aquí era claramente una «reforma desde arriba», ideada urgentemente, con el fin de contener la expansión y radicalización del movimiento de masas e integrar ligeramente las exigencias de cambio -ya insoslayables- en el marco institucional de una «transición» negociada. En otras palabras, el reto consistía en transformar la revolución en una «transición ordenada» según la fórmula reiterada sin cesar por la administración estadounidense mientras la fiebre revolucionaria se apoderaba de Egipto. El éxito de una reforma desde arriba dependía, por supuesto, de la capacidad del poder para desmovilizar a las clases populares y desorientarlas, así como para marginar a las fuerzas más combativas de entre ellas.

La hipótesis estratégica de una «transición ordenada», basada en un compromiso entre élites, capaz de preservar las principales instituciones del régimen (y especialmente el RCD), no era descabellada. Sin embargo la profunda hostilidad suscitada por el régimen de Ben Alí obligó a los círculos dirigentes del Estado -y sin duda a numerosos opositores- a hacer nuevas concesiones a la voluntad de ruptura expresada por las movilizaciones populares.

Las fuerzas de la oposición a la salida de la revolución

La estrategia de la transición disponía de varias ventajas. La primera es que sacó provecho de la relativa celeridad con la que se decidió la huida de Ben Alí -que ocurrió antes de que la movilización popular desplegase todo su potencial-. La segunda ventaja, sin duda, el papel del ejército. Al negarse a participar en la represión de los manifestantes, consiguió un importante capital de simpatía entre la población evitando que protestasen contra él como lo hicieron contra las fuerzas de la policía. Por otra parte podríamos preguntarnos si las violencias que ocurrieron tras la huida del presidente no fueron instrumentalizadas para asentar todavía más su crédito (6).

La estrategia de la transición se beneficiaba sobre todo de la moderación de la mayoría de los partidos que estaban en la oposición en la época de Ben Alí. Compuestos de varios centenares de adeptos los más importantes de ellos, sin un anclaje social, y en el mejor de los casos apenas tolerados cuando no ferozmente reprimidos, como el movimiento Ennahdha, esos partidos se habían constituido precisamente en la perspectiva de una «transición democrática» negociada entre ciertas fracciones del poder y las corrientes «razonables» de la oposición, bajo la estela de las grandes potencias. Aparte de algunos grupos de extrema izquierda como el PCOT o personalidades como Moncef Marzouki, el presidente del CPR que llamaba a la «resistencia» y a la «desobediencia civil», la perspectiva de una larga movilización popular no formaba parte del horizonte estratégico de las formaciones de la oposición.

Desde este punto de vista es significativo que en 2008, durante la revuelta en la cuenca minera de la región de Gafsa, si exceptuamos a la izquierda radical, la mayor parte de las fuerzas de oposición permanecieron apartadas del movimiento -y durante varias semanas- antes de manifestar un tímido apoyo, destinado sobre todo a señalar la gravedad de la situación social y la urgencia de las reformas que había que poner en marcha antes de que se extendiera la esfera de la protesta popular.

También hay que señalar la terrible necesidad en la que se encontraba los opositores tunecinos: aislados y perseguidos por el régimen tuvieron que buscar apoyos fuera del país esperando de las grandes potencias una presión sobre el poder. Los efectos perversos de una política semejante fueron la adopción de estrategias de cabildeo internacional, articuladas en torno a la cuestión de los derechos humanos, en sustitución de la construcción de una relación de fuerzas en Túnez, y el fortalecimiento de vínculos -a menudo nada lejanos de la lealtad- con la Unión Europea y Estados Unidos. Finalmente, la mayoría de los opositores a Ben Alí concebían fundamentalmente una política dirigida por una democracia elitista. Si hubieran debido elegir, parece claramente que habrían optado por una transición negociada, sin intervención popular. Sorprendidos por la revolución tuvieron que implicarse, más o menos, en el movimiento de protesta, pero a pesar de todo sin pretender la ruptura con el viejo dictador. En efecto, la víspera de su huida, la mayoría de las formaciones políticas se pronunciaron todavía por una especie de reconciliación general. Al día siguiente del 14 de enero, la línea general de su compromiso permanecía igual, privilegiando -salvo raras excepciones- la vía de las negociaciones en la cumbre y el respeto de la legalidad institucional.

Así la estrategia de la transición pudo contar con las fuerzas de la oposición lo mismo que pudo apostar por el conservadurismo burocrático de los principales dirigentes de la UGTT (7), inducidos a integrarse positivamente en un proceso de reformas en la cumbre con la condición de que se apañaran para frenar la influencia de los sindicalistas radicales. Única verdadera organización de masas durante decenios y anclada principalmente en los sectores mejor dotados del mundo laboral -especialmente entre los trabajadores de la función pública- la central sindical estuvo comprometida con el régimen durante muchos años. La presión popular se endureció porque la dirigencia fue relevada por las secciones de base de las regiones más desfavorecidas y por algunas de sus federaciones conocidas por sus vínculos con la extrema izquierda, y de esta forma el sindicato se vio conducido, en los últimos días de la dictadura, a apoyar de forma decisiva al movimiento revolucionario. A pesar de algunas vacilaciones inmediatamente después de la caída de Ben Alí, a continuación el sindicato acompañó, pero solo durante algún tiempo, al movimiento de protesta.

Legitimidad revolucionaria y legitimidad institucional

Sin embargo la puesta en marcha de la «transición ordenada» se tuvo que poner de acuerdo con la persistente movilización revolucionaria que la huida de Ben Alí no fue capaz de contener. Veinticuatro horas después de su nombramiento como presidente interino -contra el texto de la Constitución- Mohamed Ghannouchi, que fue Primer Ministro del dictador, recuperó su puesto de jefe del gobierno -oficialmente tras una decisión del Consejo Constitucional- y se confió provisionalmente a Foued Mebazza, un anciano sin mucha consistencia política, el poder supremo. También se designó un gobierno transitorio que contaba con algunos de los principales responsables del antiguo régimen -nombrados en puestos claves (8)-, así como algunos representantes de la oposición (PDP, FDTL y Ettajdid) y de la UGTT, ubicados en puestos secundarios. Encargado de preparar las elecciones presidenciales y legislativas en un plazo de seis meses, ese gobierno no debía durar.

Bajo la presión de algunas de sus federaciones de las más importantes (enseñanza primaria, secundaria, correos, sanidad, etc.), la dirección de la UGTT denunció inmediatamente un gobierno compuesto en su mayor parte por dirigentes de Ben Alí y retiró sus ministros. Rápidamente le siguió el FDTL. Solo le apoyaban el secretario del antiguo Partido Comunista, el movimiento Ettajdid y el líder del PDP, Ahmed-Nejib Chebbi, deseoso de acabar con la revolución y convencido de su triunfo en las elecciones presidenciales previstas. Sin embargo el anuncio de la composición del nuevo gobierno suscitó una ola de indignación en todo el país. En el centro de las reivindicaciones que ponían en primer lugar los manifestantes estaban la salida de Mohamed Ghannouchi, el desalojo de los ministros del RCD, la disolución de ese partido y el procesamiento de todos los que estuvieron implicados en el régimen de Ben Alí. De esta manera la revolución iniciaba un segundo ciclo que habría obligado a los diferentes actores políticos a corregir sus estrategias.

No puedo contar aquí todos los hechos que se desarrollaron durante ese período sino para señalar el movimiento de conjunto: frente a una enorme movilización nacional y la desestructuración gradual de las instituciones del régimen, el poder navegó «a ojo», haciendo concesión tras concesión para ganar tiempo. Trabajo perdido, la protesta no dejó de crecer hasta que desembocó en dos acontecimientos que marcaron el clímax del proceso revolucionario y el principio de su declive.

El primer acontecimiento tuvo lugar el 11 de febrero: la constitución del Consejo Nacional de Protección de la Revolución. Es una instancia formada por la aplastante mayoría de las organizaciones de la sociedad civil en estrecha relación con los múltiples Comités Locales de Protección de la Revolución constituidos en las ciudades y en los barrios. Aparte del PDP y del movimiento Ettajdid -siempre en el gobierno- cuenta con la mayoría de los partidos políticos, entre ellos el partido Ennahdha y los movimientos de extrema izquierda, numerosas asociaciones, así como la UGTT y el Orden de los abogados. El Consejo Nacional exigía la elección de una Asamblea Constituyente, la disolución del RCD y la formación de un gobierno provisional compuesto de tecnócratas sin vínculos con el antiguo partido de Ben Alí. El Consejo exigía, sobre todo, que su autoridad se hiciera oficial mediante un decreto-ley del Presidente de la República concediéndole un derecho de vigilancia y de veto sobre las actividades del gobierno y particularmente sobre los nombramientos de los responsables. Frente a la legalidad institucional del gobierno, emergía otro órgano nacional de poder dotado de una legitimidad nacida de la revolución.

El segundo acontecimiento principal es sin ninguna duda la agrupación de varias decenas de miles de personas ante la sede del gobierno en la plaza de la Kasbah el 25 de febrero. Se ha llamado a ese acontecimiento la «Kasbah II». La Kasbah I tuvo lugar un mes antes, el 27 de enero. Numerosos manifestantes ocuparon la Kasbah a pesar de que se acababa de purgar el gobierno de las figuras más señaladas del antiguo régimen. Esa sentada se dispersó brutalmente sin poner fin a la tensión. En los días siguientes las manifestaciones y los enfrentamientos con la policía se extendieron a varias ciudades del país. Organizada, al parecer, independientemente de los partidos políticos, la Kasbah II fue un momento intenso de movilización que presentaba como principales exigencias la elección de una Asamblea Constituyente, la disolución efectiva del RCD y la destitución del Primer Ministro Mohamed Ghannouchi.

Entonces Mohamed Ghannouchi fue reemplazado por Béji Caïd Essebi, un exministro de Bourguiba que ocupó el puesto de presidente de la Cámara de los Diputados a principios de los años 90. El gobierno se reorganizó. Algunos de los hombres del antiguo régimen seguían ahí, pero ya no figuraba ninguno de los caciques de Ben Alí. Al contrario, tecnócratas, expertos y personalidades secundarias de la sociedad civil están ampliamente representados. Por otra parte se confirmó la disolución del RCD, prometida desde el 6 de febrero. Más decisiva todavía fue la suspensión de la Constitución de 1959 y la institución de la «Alta Instancia para la Realización de los Objetivos de la Revolución, de la Reforma Política y de la Transición Democrática» bajo la dirección del «neo-charfista» (9) Yadh Ben Achour. Compuesta por 155 personas, prácticamente representantes de todo el espectro político, esta institución disponía entonces de un poder de interpelación al gobierno. Estaba encargada en particular de reorganizar la vida democrática durante el período de «transición» y de elaborar un proyecto de ley electoral destinado a permitir la elección de una Asamblea Constituyente, fijada en principio para el 24 de julio.

De esta forma el nuevo gobierno cedía a algunas de las principales reivindicaciones del Consejo de Protección de la Revolución. Pero al mismo tiempo, cooptando dentro de la Alta Instancia la mayoría de las fuerzas que la componían, especialmente la UGTT y Ennahdha, el Consejo se vio despojado de lo esencial de su representatividad. La precipitación con la que las antiguas fuerzas de la oposición renunciaron al Consejo de Protección de la Revolución pone de manifiesto ambigüedad de su implicación. Es cierto que la Alta Instancia, constituida por el Primer Ministro, permitió una fuerte crítica de las lógicas y las prácticas del régimen de Ben Alí. También es verdad que se expresan las reivindicaciones radicales y que las decisiones importantes, desde un punto de vista democrático, se pueden tomar e imponérselas al poder. Aunque predominaba la voluntad de institucionalizar la revolución en un marco negociado con el poder establecido no es menos importante que, conducida por la movilización popular, esta instancia desarrolló una dinámica que ciertamente iba más lejos de lo que pretendían sus creadores.

Al introducir la revolución en el marco del Estado, el nuevo Primer Ministro, en efecto, corrió el riesgo de quedar atrapado en ella. Salvo que le impugnasen, como a su predecesor, no podía ir radicalmente contra las proposiciones formuladas por los miembros de la Alta Instancia. Sin embargo, introduciendo la revolución en el marco del Estado, las autoridades establecidas pretendían desplazar el centro de gravedad de la protesta de «la calle» a los lujosos edificios del poder donde los abogados, profesores, médicos y otros representantes de la sociedad civil debían prepararse para negociar el reparto del poder con los antiguos cargos de Ben Alí. Con la constitución de la Alta Instancia, el fantasma de una autoridad fuera de las instituciones oficiales que dispusiera de una legitimidad revolucionaria quedaba descartado, pero al mismo tiempo se consentía la eventualidad de decisiones contrarias a los intereses del poder y de una refundición global del régimen político por la futura Asamblea Constituyente. De hecho, con gran disgusto del Primer Ministro, algunas semanas después de la constitución de la Alta Instancia, ésta decidió por una amplia mayoría que cualquier persona que hubiera tenido responsabilidades a determinados niveles en el partido de Ben Alí desde que éste ascendió al poder, hace 23 años, sería inelegible. Lo que implica, sin duda, una amplia reorganización del personal en el poder y la desestabilización de las redes de autoridad y clientela a escala nacional. Era necesario, pues, «liberar» a los miembros de la Alta Instancia de «la calle», es decir, debilitar la movilización popular en la que se basaba su capacidad para ejercer presión sobre el poder pero que al mismo tiempo les prohibía hacer demasiadas concesiones a este último.

Notas:

(1) En el contexto eminentemente movedizo de la situación política actual, sólo se puede proponer un análisis impresionista de las dinámicas políticas en marcha. El significado de los acontecimientos o sus efectos continúa siendo delicado de descifrar en tanto que la información es muy parcial y está distorsionada por los conflictos y las maniobras; la realidad permanece difusa, numerosas decisiones se toman en la sombra; también es obvio que tanto los protagonistas como los periodistas o los investigadores avanzan entre la niebla.

(2) Partido Democrático progresista (PDP), Congreso para la República (CPR), foro por la Democracia, el trabajo y las Libertades (FDTL), Partido Comunista de los Trabajadores Tunecinos (PCOT), Agrupación Constitucional Democrática (RCD).

(3) A lo largo de este artículo se me ocurrió recuperar, modificándolos, algunos pasajes de una contribución que redacté en el mes de julio titulada «Túnez: revolución, contrarrevolución y transición democrática», que aparecerá en la Revue marocaine des sciences politiques et sociales el próximo mes de diciembre en Rabat.

(4) Algunos días antes de su caída, el expresidente intentó movilizar a los cuadros y simpatizantes del RCD, pero en vano.

(5) En apoyo de esta tesis tenemos el nombramiento de su hombre de confianza y Primer Ministro, Mohamed Ghannouchi, como Presidente interino a pesar de que el artículo 57 de la Constitución tunecina estipula que en caso de vacío de poder se nombrará Presidente interino al Presidente de la Cámara de los Diputados. También se acusó a Mohamed Ghannouchi de haber mantenido conversaciones telefónicas con Ben Alí, instalado en Arabia Saudí. Según el rumor, la esposa de aquél habría ido a Libia para preparar el retorno triunfal de la pareja presidencial con el apoyo de Gadafi.

(6) La versión oficial da a entender que el aparato militar habría desplegado todos sus medios con el único objetivo de restablecer el orden y proteger a la población así como para incitar a los ciudadanos a organizar su defensa en los barrios. Así la hipótesis, si no de una complicidad activa de los responsables militares, al menos de una voluntad de sacar provecho, no es totalmente absurda. Aunque la realidad de las escenas de violencia y saqueo es indiscutible, aún no se conoce su amplitud real y no se puede excluir la posibilidad de una puesta en escena destinada a reforzar la popularidad del ejército. La movilización popular, organizada en torno a los comités de autodefensa en los barrios, habría inclinado la balanza de la protesta contra el régimen hacia el apoyo al ejército garantizando de esa forma su papel de muralla del Estado imprescindible para la solución de la transición. Hay que señalar, por otra parte, de desde la caída de Ben Alí, la amenaza de una participación del ejército en la represión, e incluso un golpe de Estado militar, estuvo siempre en primer plano para justificar las concesiones hechas a los hombres del antiguo régimen. Ese ha sido en especial uno de los argumentos del líder del PDP, Ahmed-Néjib Chebbi, para justificar su voluntad de sustituir en la revolución las elecciones presidenciales.

(7) Unión General Tunecina del Trabajo.

(8) 15 ministros de los 39 son miembros del RCD, algunos de los cuales ya ocupaban ministerios importantes bajo Ben Alí.

(9) Ver más abajo.

Fuente: http://www.indigenes-republique.fr/article.php3?id_article=1509