Donald Trump se siente muy atraído por Venezuela desde hace ya algún tiempo. Durante el verano de 2017, Trump, citando la invasión de Panamá que George H.W. Bush llevó a cabo en 1989-90 como un precedente positivo, en repetidas ocasiones presionó para que su personal de seguridad nacional lanzara una ofensiva militar sobre el país […]
Donald Trump se siente muy atraído por Venezuela desde hace ya algún tiempo. Durante el verano de 2017, Trump, citando la invasión de Panamá que George H.W. Bush llevó a cabo en 1989-90 como un precedente positivo, en repetidas ocasiones presionó para que su personal de seguridad nacional lanzara una ofensiva militar sobre el país asolado por la crisis. Trump iba en serio. Quería saber por qué Estados Unidos no podía simplemente invadir. Sacaba la idea a colación en una reunión tras otra.
Sus asesores militares y civiles, así como líderes extranjeros, rechazaron la propuesta enérgicamente. De este modo, según la NBC, delegó la política de Venezuela en el senador de Florida Marco Rubio, el cual, junto con el consejero de seguridad nacional John Bolton y el secretario de Estado Mike Pompeo, empezó a coordinarse con la oposición venezolana. El martes, el vicepresidente Mike Pence hizo un llamamiento a los venezolanos para que se sublevaran y derrocaran al presidente del país, Nicolás Maduro. El miércoles, el jefe de la Asamblea Nacional controlada por la oposición, el hasta ahora desconocido Juan Guaidó, de 35 años (y cuyo padrino político es, según The Washington Post, el líder de la extrema derecha encarcelado Leopoldo López), se autoproclamó presidente. Guaidó rápidamente fue reconocido por Washington, después por Canadá; por una serie de poderosos países latinoamericanos, entre los que se incluyen Brasil, Argentina y Colombia; y por el Reino Unido.
Trump tiene un sentido vacilante de la historia, pero su instinto para ver a Venezuela a través del prisma de Panamá es de lo más atinado. De forma similar a Panamá en su momento, Venezuela es hoy una nación que sufre una larga y al parecer insuperable crisis, y está gobernada por un régimen cuestionado por una oposición unida (o suficientemente unida), que Washington puede utilizar para justificar su intervención y después instalarse en el poder una vez se haya completado la intervención.
Y Trump, cuando mira a Venezuela, no está haciendo más que lo que hicieron George H.W. Bush o Ronald Reagan antes que él: utilizar una guerra puntual en el «patio trasero» de Washington para reorganizar la política interior e internacional. Durante mucho tiempo, Latinoamérica y el Caribe han sido el laboratorio de Washington, un lugar especialmente útil en el que poder reagrupar incipientes coaliciones políticas después de épocas de crisis global, y en el que no solo pueden ensayar estrategias militares y de desestabilización, sino también aguzar su visión del mundo y elaborar justificaciones morales para la intervención.
La invasión de Granada que consumó Reagan en 1983 recibió los elogios de muchos demócratas, que no solo celebraron la superación del trauma de la Guerra de Vietnam, sino también el síndrome de la crisis de rehenes iraní. Un columnista, previendo la actual conversión de la política en un espectáculo de telerrealidad, comentó que la invasión proporcionó a «la televisión estadounidense» una de sus «mejores semanas». El presidente demócrata de la Cámara de Representantes, Tip O’Neill, calificó la invasión de «justificada», al igual que otro demócrata muy crítico con Reagan, Thomas Foley. «Con la invasión de Granada se descargaron años de frustración», afirmó Robert Torricelli, portavoz demócrata de Nueva Jersey. La invasión posterior de Panamá por parte de Bush proporcionó a la televisión una semana aún mejor, y recibió el mismo tipo de elogios nacionales. Ambas invasiones, especialmente la de Panamá, ayudó a erosionar el principio de no-intervención –la base del orden diplomático del New Deal– y a restablecer en el derecho internacional el principio de que Estados Unidos tiene el derecho de declarar la guerra a países soberanos no solo en nombre de la seguridad nacional, sino también con un propósito moral mayor, como la protección de vidas o la defensa de los derechos humanos.
Parece obvio que Trump, que también preside una nación que sufre una crisis al parecer insuperable y es cuestionado por una oposición unida (o suficientemente unida), está desesperado por encontrar algo que le saque del estancamiento. Un rápido vistazo general revela, sorprendentemente, pocas posibilidades. Irán es demasiado arriesgado, por el momento, y sus predecesores han exprimido lo queda de Oriente Medio y el Golfo Pérsico. Venezuela es tentadora.
Estamos contemplando, de algún modo, el mismo tipo de conjunción que presenciamos en el proceso de preparación de Panamá e Iraq. «En el caso de Venezuela, ¿dónde están los liberales?», se quejaba el titular de una columna de Bret Stephens publicada en el New York Times el año pasado. Están contigo, Bret, están contigo. El portavoz Eliot Engel, que ahora preside el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, apoya la postura de Donald Trump en Venezuela, promete promulgar leyes que lo respalden y recibe el apoyo de Donna Shalala, portavoz demócrata por Florida. Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara, tuiteó: «América apoya al pueblo de #Venezuela que se alza contra el gobierno autoritario y exige respeto por los derechos humanos y la democracia». En Florida, Andrew Gillum, que perdió por escaso margen la reñida carrera a gobernador frente a un trumpista de derechas (que llegó a ser acusado de comunista en dicha campaña y que Trump vinculó con Maduro), también envió un tuit en apoyo a la política de Trump respecto a Venezuela. La Radio Pública Nacional (NPR) se deshizo en alabanzas. «Es la decisión correcta. Gracias, señor Presidente», tuiteó Jeb Bush.
A su vez, la mayor parte de la creciente facción socialdemócrata del Partido Demócrata ha sido lenta en responder. Ro Khanna, representante por California, fue quizás el primero de la izquierda parlamentaria que criticó la apuesta por el cambio de régimen, y lo hizo con contundencia, al igual que hiciera posteriormente el candidato a la presidencia y portavoz de Hawái, Tulsi Gabbard. Bernie Sanders se precipitó en su respuesta al aceptar el argumento de Trump para la intervención afirmando que la presidencia de Maduro era ilegítima, antes de señalar que Estados Unidos «tiene una larga historia de intervenciones fuera de lugar en países latinoamericanos; no debemos seguir por ese camino otra vez». La respuesta de Alexandria Ocasio-Cortez también ha sido silenciada.
La portavoz de Minnesota, Ilhan Omar, ofreció la declaración más contundente: «No podemos elegir a dedo líderes de otros países en nombre de los intereses corporativos multinacionales», afirmó. «Si verdaderamente queremos apoyar al pueblo de Venezuela, podemos levantar las sanciones económicas que están infligiendo sufrimiento a familias inocentes dificultándoles el acceso a la comida y medicinas y agravándoles la crisis económica». Dichas sanciones fueron respaldadas por una parte considerable del Partido Demócrata.
Maduro, exvicepresidente del difunto Hugo Chávez que ganó unas reñidas elecciones presidenciales en 2013 y después obtuvo una controvertida reelección en 2018, podría caer. La coordinación -detallada aquí , en The Wall Street Journal– entre la oposición y la Casa Blanca es impresionante, como lo es la habilidad de Washington para aunar el respaldo internacional. En eso difiere de 1989, cuando todos los países de la Organización de los Estados Americanos, incluido el Chile pinochetista, se opusieron a la invasión de Bush. O de 1983, cuando, ante la oposición de la OEA, la administración de Reagan tuvo que hacer valer las obligaciones contraídas en virtud de tratados con la microscópica Organización de los Estados del Caribe Oriental para justificar su ataque a Granada. En Venezuela, a diferencia de anteriores protestas por parte de la oposición, los pobres de los barrios históricamente chavistas parecen unirse a los llamamientos para derrocar a Maduro (Rebecca Hanson y Tim Gill, han publicado en NACLA, aquí, una buena encuesta sobre la situación actual).
Sin embargo, el ejército de Venezuela, con un mínimo de 235.000 soldados respaldados por al menos un millón y medio de miembros de las milicias progubernamentales, por ahora apoya a Maduro. Las contramanifestaciones en defensa del gobierno parecen más pequeñas de lo habitual, pero siguen incluyendo una cantidad significativa de personas. Han asesinado a más de una docena de personas, pero el principal eje de confrontación se está trasladando rápidamente de las calles a la arena diplomática. Según The Guardian, «EE.UU. inicialmente ignoró la orden del gobierno de Maduro de expulsar al personal de la embajada, pero a última hora del jueves, el departamento de Estado anunció que estaba retirando ‘los empleados del gobierno de EE.UU que no fueran de emergencia'».
Es un golpe en el que compiten dos realidades simultáneas. Por un lado, hay un presidente sentado en el palacio presidencial, que sigue al mando de la mayor parte de los resortes del gobierno, incluido el ejército y la policía, cuya legitimidad es reconocida por, entre otro países, China, Rusia y México. Por otro lado, hay un presidente alternativo que según dicen está atrincherado en la embajada de Colombia que promete amnistías y promulga decretos virtuales y que cuya autoridad respeta quizá la mitad de la población y quizá una docena de naciones encabezadas por Brasil, Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá. Pero no la Unión Europea. «Todas las opciones están encima de la mesa», dice Trump, mientras amenaza con una respuesta militar. Sin embargo, está aflorando la impresión de que, si el ejército venezolano se mantiene firme, Trump podría haber perdido su apuesta. Brasil, gobernado ahora por Jair Bolsonaro, un homófobo que celebra el genocidio y amenaza con la violación, ha dicho que no participará en una intervención militar. «No creo que la administración [de Trump] haya pensado en todas las consecuencias de pasar a la acción tan rápidamente como lo hizo en reconocer a Guaidó», dijo Roberta Jacobson, que trabajó como subsecretaria de estado en Latinoamérica (un puesto actualmente vacante) para Barack Obama y, durante un tiempo, para Trump.
Pase lo que pase, está claro que la facción izquierdista del Partido Demócrata tiene que agudizar su mensaje de respuesta a la crisis, hallar el modo de utilizar estas ocasiones para presentar una visión convincente que contrarreste al establecimiento de una política exterior bipartidista. No hace mucho, en las páginas de los periódicos y revistas apareció una serie de artículos que se preguntaban cómo sería una política exterior de izquierdas. «¿Dónde está la política exterior de izquierdas?», preguntaba el titular de un artículo de Sarah Jones el año pasado en The New Republic. A raíz de la quiebra financiera de 2008, surgió una joven generación de analistas políticos que ofrecían medidas específicas, prácticas y factibles encaminadas a lograr, por ejemplo, un Medicare for All (asistencia médica universal) o a implementar una estructura impositiva progresiva y una Renta Básica Universal. Pero, tal y como Jones y otros señalaban, la política exterior pasaba casi inadvertida.
Algunos trataron de rellenar el vacío. Ofrecieron bien propuestas específicas sobre cuestiones controvertidas como el conflicto entre Israel y Palestina, la guerra saudí en Yemen, China, el comercio y Rusia, o presentaron «principios» amplios entre los que cabe destacar -como escribió Daniel Bessner, un estudioso de política exterior estadounidense en The New York Times-«responsabilidad» «antimilitarismo», «deflación de amenazas» y un «internacionalismo» socialdemócrata. Si Ocasio-Cortez estuviera algún día en el Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes, podrían apoyarla en su intento de forjar una política exterior de izquierdas. A esto hay que sumarle que las propuestas y principios que ofrecen los asesores de política exterior socialdemócratas son buenos y decentes.
Sin embargo, el golpe de Estado de Trump en Venezuela revela que la política exterior es un ámbito de acción política mucho más volátil, un escenario más primario de la identidad nacional y la imaginación colectiva que la política interior. Al menos desde los primeros años de la presidencia de Barack Obama, el Partido Republicano ha estado utilizando a Venezuela para aferrarse a su mensaje, fusionando un racismo implícito y una defensa explícita de los derechos individuales y la libertad capitalista. El golpe de Estado de 2009 en Honduras le dio a la derecha una oportunidad de utilizar los reparos iniciales de Obama frente al golpe para apuntalar un relato que equiparaba a Obama tanto con Hugo Chávez como con Fidel Castro, un relato que Trump ha aprovechado eficazmente. «Quieren convertirnos en Venezuela», ha dicho recientemente. A medida que los derechos sociales -la atención médica, la educación, una vida decente- ganan popularidad, la derecha ha perfeccionado su respuesta «pero en Venezuela». Al hacerlo transmite una visión del mundo general bastante coherente. Ocasio-Cortez, dicen los republicanos, está «empecinada» a convertir a los estadounidenses en «socialistas venezolanos» (a pesar de que, recientemente, Chris Cuomo ofreció la respuesta más ingeniosa y sorprendentemente efectiva de todas).
Que la respuesta de Sanders y Ocasio-Cortez al golpe de Estado de Trump ha sido débil es comprensible. El gobierno de Maduro es difícil de defender, excepto de un modo abstracto -basado en el principio de soberanía y no intervención- y una abstracción es un ámbito complejo para mostrar una visión política creíble. Hay una tensión profunda e insuperable entre el ideal de la autodeterminación nacional y el ideal de que la dignidad humana no se debería sacrificar por la autodeterminación nacional. Y los demócratas de izquierdas quieren que el debate político se centre en las medidas políticas nacionales: unos impuestos más sensatos, un Medicare for All (asistencia médica universal) y un Green New Deal (pacto medioambiental) son, en el contexto de la horrible política nacional de EE.UU., mucho que asumir.
Sin embargo, una coalición política no puede dominar el debate de la política nacional a menos que también domine el debate de la política exterior. Mi ejemplo favorito de esto es cuando Michael Dukakis, candidato demócrata a la presidencia en 1988, intentó sacar partido del escándalo Irán-Contra. No pudo. Tras sacar el tema en uno de sus debates con George H.W. Bush, este le respondió como si estuviera espantando una mosca: «Asumiré toda la culpa» del escándalo Irán-Contra, dijo Bush: «si me concedes la mitad del crédito por todo lo bueno que ha ocurrido en el mundo desde que Ronald Reagan y yo nos hicimos cargo de la administración de Carter». Dukakis no volvió a sacar el tema.
El terreno político ha cambiado, y Trump, pase lo que pase en Venezuela, no podrá utilizar la política exterior para tal efecto. Sin embargo, si la facción socialdemócrata del Partido Demócrata no solo quiere reaccionar ante un programa existente, sino establecer un nuevo programa, debe ser consciente de hasta qué punto la política exterior es el lugar en el que, en términos gramscianos, se establece la hegemonía, y no en otras naciones, sino dentro de esta nación; el lugar donde se resuelven las ideas normativas respecto al mejor modo de organizar la sociedad; el lugar donde las contradicciones -entre ideas, intereses, grupos sociales- se reconcilian. Dicha reconciliación no tiene lugar a través de una lista rutinaria de políticas pragmáticas, sino aprovechando la superioridad ideológica.
Tal y como demuestran los acontecimientos que se están desarrollando en Venezuela, esa superioridad está en juego, aunque Ilhan Omar nos proporcione el camino para alcanzarla.
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Este artículo fue publicado originalmente en The Nation.
Traducción de Paloma Farré.
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