El autor destaca la buena nueva del acuerdo en torno a la nueva Constitución tunecina, tanto por su contenido como por su valor simbólico -en contraposición a Egipto-. No obstante, advierte de que no resuelve per se el problema central: la pobreza y el descontento social. He aquí la doble y positiva paradoja de Túnez: […]
El autor destaca la buena nueva del acuerdo en torno a la nueva Constitución tunecina, tanto por su contenido como por su valor simbólico -en contraposición a Egipto-. No obstante, advierte de que no resuelve per se el problema central: la pobreza y el descontento social. He aquí la doble y positiva paradoja de Túnez: la paradoja de que el pragmatismo ha vuelto democráticos a los islamistas y ha vuelto, en cambio, golpistas a los opositores laicos; y la paradoja también de que el golpe de Estado de Al-Sissi, que ha destrozado el proceso democrático en Egipto, ha salvado (de momento) la democracia y al partido islamista tunecino.
Tres años después de que se desencadenase en Túnez el movimiento sísmico que aún sacude trágicamente la región, llegan pocas buenas noticias desde el mundo árabe. La única, la última, procede del pequeño país norteafricano que sirvió en 2011 de yesca y de ejemplo para sus vecinos. Túnez, en efecto, acaba de aprobar su Constitución y lo ha hecho, al contrario que Egipto, a partir de la legitimidad emanada de la revolución popular que derrocó a Ben Alí. Tras dos años de vacilaciones, crisis, conspiraciones subterráneas, confrontaciones ficticias, asesinatos políticos y tentativas de golpe de Estado, la intervención de la UE y el pragmatismo de Ennahda han salvado in extremis, y de manera provisional, el frágil proceso democrático.
La aprobación de la Constitución tunecina el pasado domingo en la Asamblea Constituyente (nacida de las elec- ciones del 23 de octubre de 2011 que dieron la mayoría relativa al partido islamista Ennahda) son una buena noticia por tres motivos: El primero tiene que ver con el contenido mismo. No se trata, desde luego, de una Constitución «revolucionaria», pero tiene muchas más luces que sombras. Junto a algunas ambigüedades, nadie en su sano juicio debería despreciar la afirmación formal de derechos y liber- tades de los que hasta ahora estaban privados los tunecinos ni la tajante declaración del carácter civil del Estado y sus instituciones.
A veces promiscua o fruto de malabáricos consensos de coyuntura, los artículos relativos al culto religioso, la igualdad de género, la libertad de expresión o los derechos humanos (incluidos algunos de contenido claramente social, como los tocantes al agua o a la huelga) conservan y pronuncian el eco, al menos débil, de la «revolución de la dignidad» y de las protestas sociales y civiles que han acompañado el proceso constituyente. En algunos aspectos, el texto aprobado va muchos pasos por delante de la sociedad tunecina, conservadora y apolítica.
El segundo motivo para alegrarse es de orden histórico. Tiene que ver con el hecho mismo de que haya sido aprobada. Este hecho tiene, sí, una dimensión «revolucionaria». Se trata, en efecto, de la primera Constitución liberal del mundo árabe y elaborada a través de un proceso constituyente democrático. Si no un instrumento de intervención, establece al menos un «depósito de memoria» que ninguna contrarrevolución o golpe de Estado podrá ya suprimir.
Inseparable, en fin, de esta primicia histórica y regional -y cultural, si se quiere- el tercer motivo de alborozo es de carácter simbólico. Túnez es un pequeño país de escasa importancia geoestratégica, pero aquí comenzó la mal llamada «primavera árabe» y se ha convertido, lo quiera o no, en un laboratorio político para las grandes potencias y en una referen- cia simbólica para los pueblos. Mientras que una junta militar antiislamista y tras un sangriento golpe de Estado impone en Egipto una Constitución basada en la autoridad de la sharia y en la primacía del Ejército (y no de la Ley), en Túnez son los islamistas los que, respetando y hasta defendiendo con uñas y dientes las reglas del juego democrático, se han inclinado ante el consenso para aprobar una Carta Magna mucho más liberal que muchos de los dirigentes de su partido.
He aquí la doble y positiva paradoja de Túnez: la paradoja de que el pragmatismo ha vuelto democráticos a los islamistas -a los que los clichés islamofóbicos consideraban ontológicamente refractarios a la democracia- y ha vuelto, en cambio, golpistas a los opositores laicos; y la paradoja también de que el golpe de Estado de Al-Sisi que ha destruido al mismo tiempo el proceso democrático y a los Hermanos Musulmanes en Egipto, ha salvado (de momento) la democracia y al partido islamista Ennahda en Túnez: la sombra del modelo egipcio ha planeado sin parar sobre el «diálogo nacional» tunecino modelando sus relaciones de fuerza y sus acuerdos.
En todo caso, la supervivencia de Túnez en el naufragio revolucionario de la región no sólo ha fortalecido a Ennahda (todas las encuestas vuelven a situarlo holgadamente en cabeza en preferencia de voto) sino que mantiene viva una pequeña luciérnaga que ilumina, y eventual- mente podría reactivar, la resistencia democrática en el mundo árabe.
Pero siempre, como en los chistes, hay una buena noticia y una mala noticia. La mala noticia tiene que ver, en este caso, con la tozuda verdad de un país azotado por la pobreza y el descontento social. El emocionado consenso del domingo pasado en la Asamblea (que debe emocionarnos a todos en la adversidad) oculta mucho más que un agudo conflicto político que se ha renovado enseguida en el marco del llamado «diálogo nacional» y en torno al nuevo Gobierno «tenócrata» de Mehdi Jomaa. Oculta sobre todo las dos realidades profundas que la Constitución no ha alterado: un aparato de Estado enquistado aún en el anciene regime y que aún no ha dicho su última palabra; y una población -sobre todo en las regiones del interior donde comenzó hace tres años la revolución- en permanente revuelta contra los precios, el paro y la corrupción.
Sólo la presión popular puede consumar una ruptura real, y no sólo formal, con la nefanda 1ª República; y sólo una certera estrategia desde la izquierda, comprometida sobre el terreno más allá y más abajo del oportunismo político, puede impedir que el malestar social se desplace hacia la derecha (o hacia la ultraderecha islamista) y puede abrir paso a procesos más o menos lentos de transformación económica y social.