Una y otra vez los actores externos han fracasado a la hora de contener la escalada de violencia en la República Democrática del Congo.
Mientras el mundo está preocupado por Gaza y Ucrania, las guerras libradas en el este de la República Democrática del Congo (RDC) están entrando en su cuarta y quizá más peligrosa década, ya que albergan el riesgo de que se verifique una importante escalada regional. El conflicto, en el que actualmente participan un centenar de grupos armados diferentes, ha matado y desplazado a millones de personas a lo largo de los años. Desde 2021 el conflicto ha entrado en una nueva fase, marcada por el resurgimiento de una organización rebelde conocida como el Movimiento del 23 de Marzo (M23). Empresas de seguridad privadas y Estados vecinos se han unido a la refriega, mientras el difuso abanico de beligerantes se ha galvanizado en torno a dos frentes claros: uno alineado con el gobierno congoleño y el otro con el M23. La situación se deteriora día a día y las perspectivas de paz se hallan cada vez más lejanas.
La violencia comenzó en serio en torno a 1993, cuando Zaire, el Estado que precedió a la RDC, perdió la capacidad de contener la política identitaria, que había cultivado durante las tres décadas anteriores. Mobutu, aliado incondicional de Occidente durante sus treinta y dos años de reinado, había intentado dividir y gobernar explotando las antiguas tensiones comunales. Las migraciones forzosas, las fronteras arbitrarias y los pogromos étnicos de la época colonial proporcionaron un terreno fértil para esta estrategia, que a menudo tenía como objetivo a la población de habla kinyarwanda ubicada al este de la RDC. En 1994 el genocidio perpetrado contra los tutsis en Ruanda provocó que millones de hutus, tanto civiles como perpetradores, cruzaran al Zaire. El Frente Patriótico Ruandés, el grupo que pronto se haría con el gobierno central de Ruanda, persiguió a los genocidas hasta la provincia de Kivu Norte de la RDC y el conflicto se extendió rápidamente por el este del país.
Entre 1996 y 2003 se desencadenaron dos guerras devastadoras bajo la mirada de una comunidad internacional, que había permanecido impasible durante el genocidio ruandés y que ahora estaba consumida por los conflictos posteriores a la Guerra Fría, que estallaban de Somalia a Yugoslavia. En la «Guerra de Liberación» de 1996-1997, el veterano insurgente Laurent-Désiré Kabila derrocó a Mobutu y tomó el poder mediante una rebelión apoyada por Ruanda y Uganda. La «Segunda Guerra del Congo» estalló en 1998 tras la ruptura de Kabila con sus aliados ruandeses y ugandeses, que a su vez apoyaron otra campaña rebelde contra su gobierno. Esta vez, las antiguas fuerzas genocidas ruandesas, que pronto se conocieron como las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR), prestaron apoyo armado a Kabila. Numerosos países africanos apoyaron a uno u otro bando.
Joseph Kabila se convirtió en presidente tras el asesinato de su padre en 2001 y tres años después puso fin oficialmente a la guerra, firmando acuerdos de paz con las fuerzas rebeldes nacionales y con el gobierno ruandés. Sin embargo, en 2005 el general renegado del ejército Laurent Nkunda organizó una nueva rebelión contra el gobierno de Kinshasa, que concluyó con otro acuerdo entre la RDC y Ruanda, que estipularon acabar con Nkunda y lanzar operaciones conjuntas contra las FDLR. El líder rebelde fue detenido y sus fuerzas se integraron en el ejército congoleño junto con otros grupos armados, pero la entente regional no duró mucho.
Tras las elecciones celebradas en la RDC en 2011, en las que el joven Kabila fue reelegido en unos reñidos comicios, un grupo de oficiales congoleños de habla kinyarwanda y antiguos partisanos de la rebelión apoyada por Ruanda desertaron del ejército y crearon el M23. Ayudado por Ruanda y Uganda, el grupo conquistó brevemente la ciudad de Goma a finales de 2012. Un año después, el ejército congoleño forzó al M23 al exilio con la ayuda de la ONU, pero las posteriores negociaciones de paz fracasaron y los restos del grupo regresaron al este de la RDC a principios de 2017, escondiéndose entre los volcanes existente cerca de la frontera oriental. Durante esos años, otros grupos armados se fragmentaron y multiplicaron y si bien resultaron mortíferos para la población civil, permanecieron demasiado dispersos y periféricos como para provocar gran preocupación internacional.
A pesar de las pruebas de fraude a gran escala, las elecciones generales de diciembre de 2018 efectuaron el primer traspaso de poder pacífico en la historia congoleña posterior a la independencia. Kabila, de quien se creía que aspiraba a un tercer mandato inconstitucional antes de aceptar finalmente celebrar los comicios, fue sucedido por Félix Tshisekedi, hijo de un histórico líder de la oposición y primer presidente desde la década de 1960 sin vínculos con el ejército o la rebelión. Diplomáticos y periodistas predijeron un cambio político duradero. Sin embargo, durante los últimos cinco años, la mayoría de las reformas democráticas y económicas del gobierno se han estancado y la promesa de Tshisekedi de «humanizar» las fuerzas de seguridad sigue sin cumplirse en medio de continuos abusos cometidos contra defensores de los derechos humanos y periodistas.
Inicialmente, Tshisekedi gestionó un periodo de distensión con Ruanda, que contó con momentos altamente simbólicos, como el apretón de manos ampliamente publicitado entre Tshisekedi y el presidente ruandés Paul Kagame en diciembre de 2019 y la reunión solemne en la frontera tras una erupción del volcán Nyiragongo en mayo de 2021. Bajo el mandato de Tshisekedi, el gobierno congoleño empezó a trabajar en varios acuerdos políticos, económicos y militares con sus vecinos orientales y se unió a la Comunidad de África Oriental. La RDC estableció acuerdos militares con Burundi, formalizando años de presencia no oficial del ejército burundés en su territorio, y con Uganda, lo que propició el despliegue del ejército ugandés en la región de Beni, donde las Fuerzas Democráticas Aliadas (FDA), un grupo insurgente de origen ugandés vinculado al ISIS, había practicado la violencia a gran escala desde 2014.
La RDC también consiguió acuerdos mutuamente prometedores con Ruanda, pero las tensas relaciones con Burundi y Uganda, cuyas operaciones militares en suelo congoleño parecían afectar a zonas estratégicas y sensibles para Kigali, complicaron la ecuación regional. Una alianza militar informal entre Kigali y Kinshasa, que había tenido como objetivo las bases de las FDLR atacadas entre 2015 y 2020, se interrumpió por razones que siguen sin estar claras. Al mismo tiempo, se rompieron las negociaciones entre Kinshasa y el M23. La RDC decreto la ley marcial en Kivu Norte e Ituri y anunció un nuevo programa de desmovilización dirigido a los rebeldes.
Esto, junto con el abrupto fin de los lazos informales que habían sustentado la breve luna de miel entre Kigali y Kinshasa, ayudó a recomponer la relación entre Ruanda y el M23 (que había sido incómoda desde la detención de Nkunda). A finales de 2021 Ruanda reanudó su apoyo al M23, que comenzó a atacar posiciones del ejército congoleño. La RDC recurrió a la fórmula ya probada de subcontratar a otros grupos armados, en particular las FDLR, y los combates se intensificaron a principios de 2022, cuando el M23 obtuvo una serie de victorias en el campo de batalla y amplió su control territorial en las zonas situadas al norte de la ciudad de Goma.
Tanto la RDC como Ruanda decidieron optar por la escalada militar en lugar de la diplomacia. Mientras Kigali enviaba tropas para luchar junto al M23, Kinshasa reunía a una serie de grupos armados conocidos como wazalendo y contrataba a empresas militares privadas para combatir a los rebeldes. Todas las partes del conflicto están invirtiendo ahora en armamento sofisticado, como drones, misiles tierra-aire ruandeses disparados desde territorio controlado por el M23 y rifles de asalto de alta gama, que la RDC entrega a sus fuerzas interpuestas. El ejército congoleño ha empezado a integrar soldados burundeses en sus filas, mientras que Uganda, a pesar de llevar a cabo operaciones conjuntas con la RDC contra las FDA, ha sido acusada de facilitar apoyo al M23 a lo largo de la frontera congoleña.
Para Kinshasa el regreso del M23 es la prueba de que Ruanda
nunca se ha tomado en serio la paz. La RDC enmarca el conflicto como el
resultado de la intervención de Ruanda, denunciando al M23 como una
marioneta en manos extranjeras, dado que su liderazgo es
predominantemente de habla kinyarwanda. Para Ruanda, sin embargo, la
renovada cooperación de la RDC con las FDLR sugiere que no está
interesada en mejorar la seguridad regional. Ruanda ha denunciado lo
que considera una limpieza étnica de los congoleños de habla
kinyaruanda, presentando la violencia como el resultado de la
discriminación del gobierno contra sus poblaciones banyamulenge, tutsi y
hema. De este modo, ambos bandos presentan diferentes jerarquías de
sufrimiento, privilegiando a las víctimas de la violencia del M23 o a
la población de habla kinyarwanda.
Esta polarización política ha creado un entorno discursivo cada vez más hostil, que se refleja en la guerra de palabras que se libra tanto en los medios de comunicación tradicionales como en los nuevos. Durante la primera guerra del M23, las organizaciones humanitarias, los periodistas y los investigadores pudieron cruzar las líneas del frente y trabajar en distintos lados del conflicto. Desde la década de 1990 siempre ha habido voces moderadas entre la población de la RDC, que se sienten víctimas de la mala gobernanza y de la política étnica divisiva de Kinshasa, así como de las ambiciones de Ruanda de reclamar Kivu Norte como su patio trasero. Siempre han intentado resistirse a la polarización étnica del conflicto con mayor o menor éxito. Hoy en día, sin embargo, los supuestos expertos, los trolls y los agitadores de ambos extremos del espectro activos en las redes difaman a sus críticos, tachándolos de aliados de los genocidas de las FDLR o de marionetas de Ruanda, lo cual reduce el espacio para el debate no partidista. Los intentos de mantener un mínimo de cohesión social están gravemente amenazados.
Mientras tanto, las estructuras subyacentes del conflicto
—incluidos los legados de la dominación colonial racista, la política
de divide y vencerás de la era poscolonial y las heridas dejadas por
las guerras de la década de 1990— permanecen intactas. Los conflictos
locales por el acceso a la tierra y los recursos, así como por el poder
político, se están complicando por las actividades de las empresas
mineras extranjeras, que codician los minerales de exportación. Durante
décadas, los desplazamientos masivos no sólo han devastado la
agricultura del este de la RDC, sino que también han creado una
creciente mano de obra adecuada para la minería informal y el
reclutamiento por parte de grupos armados, lo cual ha alterado el
tejido social y económico de la región. El conflicto ha adquirido ahora
su propia lógica de autoperpetuación, ya que la militarización y la
violencia se han convertido en los modos dominantes de la vida
socioeconómica. La intervención internacional ha sido cómplice de esta
transformación. Durante la rebelión acaecida entre 2005 y 2009, la
frase «no Nkunda, no job»
se convirtió en un lugar común, lo cual sugería que los trabajadores
de la ONU y las organizaciones humanitarias estaban instrumentalizando
la guerra para asegurarse contratos lucrativos y rentas minerales en
lugar de presionar para lograr un acuerdo de paz.
Una y otra vez los actores externos han fracasado a la hora de contener la escalada. La misión de mantenimiento de la paz de la ONU, desplegada en 1999, se ha visto reducida gradualmente a un aliado políticamente marginal del ejército congoleño. Recientemente ha comenzado a replegarse ante el descontento popular y las acusaciones de connivencia con las FDLR, a las que está indirectamente vinculada por su apoyo a Kinshasa. Las fuerzas de paz de la Comunidad de África Oriental, por su parte, pasaron casi un año supervisando un alto el fuego inestable en 2023 antes de ser destituidas por Kinshasa por no combatir al M23. Ahora, una fuerza regional entrante, bajo los auspicios de la Comunidad para el Desarrollo del África Austral, es considerada hostil y partidista tanto por el M23 como por Ruanda. Es poco probable que le vaya mejor que a sus predecesores.
Dos importantes iniciativas de paz africanas —el proceso de paz de Nairobi, que reunió a los grupos armados congoleños excepto el M23; y la hoja de ruta de Luanda, patrocinada por la Unión Africana y destinada a mediar entre Kigali y Kinshasa— han tenido hasta ahora escaso impacto. Las conversaciones de Nairobi fueron poco más que una vía para reorganizar los grupos armados como fuerzas interpuestas del gobierno, mientras que la hoja de ruta de Luanda se convirtió en un foro para que Ruanda y la RDC se acusaran mutuamente de violar compromisos pasados.
Aunque varios países han condenado el apoyo de Ruanda al M23 y sus despliegues militares en la RDC, así como el uso de fuerzas armadas interpuestas por parte de Kinshasa, el compromiso internacional con la crisis ha sido escaso y errático. Las potencias globales siguen considerándola una cuestión marginal, lo cual ha alimentado las acusaciones de parcialidad, ya se trate por voces favorables a Ruanda, que subrayan la complicidad occidental en el genocidio, o por voces favorables a la RDC, que destacan el apoyo anglosajón a las rebeliones respaldadas por Ruanda. El resultado es un resentimiento legítimo y profundamente arraigado hacia Occidente, que se ha visto exacerbado por constantes contratiempos diplomáticos. En febrero de 2024, la UE firmó un memorando de entendimiento sobre comercio sostenible de minerales con Ruanda, acusada desde hace tiempo de beneficiarse de las exportaciones ilegales de minerales del este de la RDC. Tras clamorosas protestas, los europeos dieron marcha atrás y emitieron una declaración en la que trataban de encontrar un equilibrio entre la condena a Ruanda y a la RDC.
Se han dedicado muchos esfuerzos a identificar al principal responsable del conflicto. Se han gastado millones en ambiciosos programas de paz, a menudo centrados en tropos sobre la «violencia étnica» o la «codicia de recursos», y asumiendo que las distintas partes actúan de acuerdo con lo que los occidentales suponen que son sus «intereses racionales». En la diplomacia, en el mundo académico y en el activismo, hay teorías contrapuestas sobre a quién culpar: la injerencia ruandesa, los problemas de gobernanza de la RDC, la intervención internacional, las redes comerciales transnacionales o la multiplicidad de grupos armados. Mientras tanto, los intentos de encontrar un equilibrio a la hora de repartir responsabilidades se topan a menudo con acusaciones de equivalencia moral. Los partidarios de Ruanda afirman que, dadas sus raíces en el genocidio, las FDLR no pueden equipararse a ninguno de los restantes actores del conflicto; están en una liga moral propia. Los partidarios de Kinshasa argumentan que señalar a las FDLR es una justificación velada de las incursiones de Ruanda en el este de la RDC.
Esto crea una cascada de problemas morales. Para los supervivientes del genocidio ruandés, las FDLR siguen teniendo la misma ideología extremista antitutsi y, por lo tanto, suponen una amenaza continua. Sin embargo, desde la perspectiva congoleña, las FDLR son una sombra de lo que fueron, que ya no tienen la capacidad de ejercer la violencia en la misma escala, habiéndose convertido su presencia ahora en un pretexto para la recurrente agresión ruandesa. Ambas posturas son comprensibles. El objetivo debería ser crear un diálogo entre ellas, pero en las condiciones actuales ello parece casi imposible. Es difícil llegar a un acuerdo incluso sobre los hechos más básicos del conflicto, ya que cada vez se instrumentalizan más para adaptarse a las narrativas de uno u otro bando. El penoso informe cartográfico de la ONU, consistente en un inventario de los crímenes cometidos en el este de la RDC entre 1993 y 2003, es un ejemplo de ello. A lo largo de 500 páginas recopila una extensa lista de abusos cometidos por todas las partes beligerantes, pero a menudo se cita de forma selectiva para asignar la responsabilidad exclusiva a determinados actores y exonerar a otros, lo cual ha comprometido los intentos de comprender esta crisis irresoluble, así como los esfuerzos por resolverla.
La ausencia de esfuerzos de paz honestos y la reciente radicalización del conflicto, tanto militar como discursivamente, han dañado el tejido social del este de la RDC. Como muchos me contaron durante una reciente estancia en Kivu Norte, la polarización política se ha agudizado tanto que cualquier intento de adoptar una postura imparcial se considera un «apoyo al enemigo». Desde este mes, Goma está aislada del resto del país y el M23 controla amplias zonas de Kivu Norte. El ejército congoleño utiliza a sus fuerzas armadas interpuestas para organizar continuas contraofensivas, que provocan nuevos desplazamientos. Los esfuerzos diplomáticos están estancados, ya que cada parte se atrinchera en sus posiciones maximalistas. Kinshasa insiste en la retirada incondicional del M23 y de las tropas ruandesas, mientras Kigali exige el fin inmediato de la colaboración con las FDLR y advierte contra la intervención extranjera. En este contexto, la escalada actual recuerda cada vez más a la agitación y a la conflagración regional de la década de 1990.
Artículo original: Intractable crisis publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Joe Trapido, «El teatro de poder de Kinshasa», NLR 98.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/sidecar/crisis-intratable-republica-democratica-del-congo