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Cuando África diga su palabra

Fuentes: CTXT

Dar voz para hallar respuestas dignas a la cuestión migratoria también es vía para rescatar la esperanza y resituar al continente


 

                                                                                    CHARLES NAMBASI

Sí, cuando África diga su palabra, entonces Europa podrá dar una solución adecuada a la cuestión migratoria. Porque hasta ahora África permanece silenciada, con su voz ahogada, como malhadado correlato político de la tragedia humana que suponen las incontables vidas que se pierden en el Mediterráneo tratando de alcanzar las costas europeas. El drama de quienes sobreviven, distorsionado mediáticamente cuando es descrito como avalancha de inmigrantes, como invasión que pone en peligro los pilares de las sociedades europeas, no deja de ser a su vez la otra cara de la irresponsabilidad de Europa, por su parte cada vez más dividida a causa de las respuestas xenófobas a la cuestión migratoria, las cuales se van imponiendo cuanto más se manifiesta su impotencia para una verdadera política de acogida y canalización de los flujos migratorios. El populismo xenófobo que desgraciadamente gana espacio en Europa, en sociedades cada vez más regresivamente decantadas a un nuevo fascismo, es la manifestación extrema de un mar de fondo que agita las aguas de un discurrir político que debiera ser consecuentemente democrático, y no lo es. Ese mar de fondo es el racismo, del cual nuestras sociedades no se han librado.

Podría pensarse que es un expediente fácil recurrir a hablar de racismo al ahondar en las causas de por qué Europa no resuelve bien la cuestión migratoria, en especial la relativa a la inmigración que procede de África. Pero estoy convencido de que es el fondo de la cuestión. He de añadir que el racismo no se cultiva aisladamente, sino en campos sociales y con los abonos culturales de imperialismos del pasado y mentalidades colonialistas que siguen operando en el presente. El racismo, como esa construcción ideológica diseñada para descalificar a otros como atrasados, primitivos, menos humanos que nosotros, es pieza clave en las formas de deshumanización que se han puesto en marcha para explotar, esclavizar, dominar a esos otros previa e injustamente devaluados en su humanidad -privados del respeto debido a su dignidad-. Cabe recordar que, acompañando al colonialismo como reverso de la modernidad, en la época que se ha dado en llamar postmodernidad no dejamos atrás ni reediciones del colonialismo ni la discriminación racista de los otros. Parece que Europa no logra arrojar fuera de sí esa malformación moral enquistada políticamente en su cultura. Y es la que muestra toda su perversa fuerza destructiva ante la cuestión migratoria, con el agravante siempre de que el racismo tiene a mano el fácil modo de identificar a quien hay que excluir por el color de su piel. El discurso sobre las razas humanas no tiene apoyatura científica, pero sigue teniendo eco social y potencial de manipulación mediática -¿es imaginable un éxodo migratorio como el que se está dando, con la misma pasividad e inhumanidad de trato, si en las pateras con que se lanzan al mar viajaran miles de personas «blancas»?-.

La discriminación racista comporta el silenciamiento de los racializados. ¿Qué voz nos llega de África? ¿O qué palabra permitimos que impacte en nuestras sociedades y nos interpele? Hace unos días murió Samir Amin, uno de los grandes teóricos de un marxismo renovado justamente para dar cuenta de las relaciones neocoloniales entre metrópolis y periferias -sigue habiendo unas y otras- en el contexto del proceso de globalización en el que estamos inmersos. Salvo lo destacado por algunas necrológicas, la figura de Samir Amin queda registrada como propia del pasado, como si su palabra hubiera dejado de ser pertinente. Por otra parte, es desgraciadamente lo que corresponde a unos hechos que han acentuado la exclusión y la dependencia de los países africanos. Recordando la figura del egipcio Samir Amin podríamos tener presente al también escritor egipcio Naguin Mahfuz, que fue Nobel de Literatura, o, yendo por otros derroteros, hacer memoria de lo que supuso el presidente Nasser al frente de los países no alineados en los años de la Guerra Fría. Parece que fueran acallándose las voces africanas, desde las artes y las ciencias hasta la política. Hay que revalorizar al nigeriano Wole Soyinka o a la también Nobel la sudafricana Nadine Gordimer, con la fuerza emancipadora de su singular escritura, siendo blanca. ¿Pero por qué no recordar a Senghor, el poeta que fue artífice de la independencia de Senegal sin dejar de ser miembro de la Academia Francesa -lo que no dejó de costarle críticas de sumisión al colonialismo-, o a líderes de la fuerza de Julius Nyerere en Tanzania o Sékou Touré en Guinea? No es que hoy no haya quien hable y escriba en África; resulta que sus voces no despegan de entornos empobrecidos cuando no arrasados.

Las plurales realidades de África no son ajenas a lo que pasa en el resto de nuestro mundo. Quedando atrás los procesos de luchas anticoloniales y habiendo fracasado en muchos casos los procesos de construcción nacional en marcos estatales, de forma que la misma modernización económica naufragó a causa del expolio de riquezas propias llevado a cabo por empresas transnacionales aliadas con poderes oligárquicos locales, y con el apoyo de las antiguas metrópolis, no han hecho sino recrudecerse las consecuencias negativas del colonialismo que se padeció. No resulta fácil hacer crecer la esperanza en un continente expoliado y descoyuntado, máxime cuando lo que se sigue promoviendo, incluso cuando se pretende que sea positivo, genera nuevas formas de dependencia.

El ugandés Yash Tandon, por ejemplo, ya escribió hace unos años sobre los efectos de la misma Ayuda al Desarrollo, teniendo en cuenta cómo se lleva a cabo de hecho la cooperación internacional a tal efecto. Dados los criterios y las prácticas imperantes, aparte lo que queda como beneficio para los países donantes de su misma Ayuda Oficial al Desarrollo, lo constatable es cómo ésta genera nuevas formas de dependencia, cuando no sucede que conflictos bélicos o avatares económicos del mercado mundial dan al traste con lo que se quiso promocionar. En el fondo sigue imperando aquella visión que en el marco colonialista de la India recogió Rudyard Kipling bajo la imagen del «peso del hombre blanco», siempre autoconvencido de la validez de sus razones (encubriendo intereses) en la misma medida en que desprecia las razones de los otros. El complejo de superioridad occidental, perfectamente descrito por la tunecina Sophie Bessis, no deja de actuar cuando se trata a aquellos a los que se quiere ayudar como pasivos receptores y no como sujetos autónomos en los procesos sobre los que ellos y ellas han de decidir.

Cuando para recomponer la buena conciencia ante la carencia de una política migratoria, pues sólo se implementan acuerdos para control de fronteras y externalización de servicios de deportación de inmigrantes -Grecia con Turquía, Italia con Libia y España con Marruecos, previo pago de la UE-, se habla, como hizo recientemente el nuevo presidente del PP, de un «Plan Marshall» para África se ignora voluntariamente por qué y cómo se puso en marcha dicho plan para Europa tras la Segunda Guerra, y se sigue manteniendo una perspectiva unidireccional respecto a lo que los africanos y africanas pueden necesitar. ¿Por qué no se les pregunta? ¿Por qué no se enmarcan los procesos de desarrollo en procesos democráticos en los que comunidades e individuos participen como sujetos, sin verse reducidos a objetos de un trato humillante? Cuando eso sigue proponiéndose así continúa dándose un enfoque racista que no aceptaríamos para nosotros mismos -tampoco se acepta, desde lo que la estadounidense Robin di Angelo llama la «fragilidad blanca», que eso mismo se califique de racista, pues la autoimagen que domina entre los occidentales bienpensantes es que no somos racistas cuando en realidad sí lo somos-. La verdad es que propuestas poco maduradas pueden aparecer fácilmente, incrementando los desaciertos. ¿No es una de ellas la propuesta consistente en financiar una especie de Erasmus para inmigrantes, intercambiando un inmigrante legal becado por cada uno irregular que sea expulsado? El ministro de Exteriores español debe pensar los componentes de injusticia y humillación que conllevaría tal forma de regularizar.

Para ayudar, hay que ser dignos de hacerlo. El camino no es otro que tratar a los otros con la dignidad que merecen, empezando por considerarlos interlocutores con derecho a decir su palabra. Bien se puede recordar a tal respecto la pertinente observación que desde Latinoamérica formuló el filósofo Enrique Dussel al alemán Karl-Otto Apel en el fructífero debate que mantuvieron sobre la ética comunicativa. No basta con tener en cuenta, a la hora de buscar acuerdos en torno a lo justo, las consecuencias para otros de lo que podamos consensuar como normas a las que nos obligamos; es necesario que esos otros digan su palabra en el proceso mismo de búsqueda de un consenso. Es así como se saldrá de la lacerante desigualdad en la que, como decía Senghor, el ticket de entrada al «banquete universal» es demasiado caro para la mayoría; de hecho imposible de obtener. Cuando no se habla con voz propia, pasa lo que denunciaba el también senegalés Cheikh Anta Diop: se engaña al pueblo haciéndole creer que el desarrollo y la democracia son posibles en un idioma extranjero.

Mandela sabía que para liberarse del colonialismo y sus desastrosas consecuencias no sólo había que emanciparse políticamente, sino superar la atracción por el modo de vida de los colonizadores. Es lo que hoy consideramos herencia de colonialidad que queda en la cultura. Lo grave es que explotando esa herencia, Occidente sigue destruyendo en beneficio propio las posibilidades que quedarán para una emancipación más efectiva. Es por ello que las nuevas poblaciones que integran lo que Frantz Fanon llamó «los condenados de la tierra» se ven desarboladas para su liberación, sin otro camino que emigrar. Es la miseria, además de las guerras que desgarran países enteros, la que empuja a ello. Pero la responsabilidad por tal situación cae, por acciones y omisiones, también del lado de acá. Como denuncia el escritor Boubacar Boris Diop, sería simplista pretender que Occidente sólo debe su prosperidad a su trabajo a lo largo de siglos. Sin explotación colonial no hubiera habido tal acumulación de capital para el desarrollo occidental.

Europa no puede actuar como si no tuviera nada que ver con el desastre económico que genera el caos en sus fronteras. Y para afrontar con justicia y de manera humanizante la cuestión migratoria no puede dejar de preguntarse por qué tantas personas, desde niños hasta jóvenes universitarios, varones y mujeres, están dispuestos a arriesgar su vida para entrar en el espacio europeo. Y debe escucharse la respuesta, debe dar la palabra a aquellos que interpelan con sus mismas actuaciones, a pesar de los lamentables episodios que a veces tienen lugar en las fronteras, para orientar una política migratoria que merezca tal nombre. Después de todo, los mismos africanos, como escribe Boubacar B. Diop, reflexionan sobre «lo difícil que es comprender por qué un joven africano, dispuesto a morir para abandonar su patria, no está dispuesto a sufrir para mejorar su sociedad». La cuestión, y así me lo han hecho saber africanos, estriba en la esperanza. Dar la palabra para hallar respuestas dignas a la cuestión migratoria también es vía para rescatar la esperanza con la que África pueda resituarse en su horizonte.

José Antonio Pérez Tapias es catedrático y decano en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional. (Madrid, Trotta, 2013). @JAPTAPIAS

Fuente: http://ctxt.es/es/20180829/Firmas/21472/Jose-Antonio-Perez-Tapias-tribuna-migracion-democracia-colonialismo-xenofobia-racismo.htm