Traducido por Caty R.
Es una regla de oro del sistema mediático: cuanto más alto se denuncia la indiferencia, más se contribuye a arruinar el objetivo. ¿Por qué la opinión mundial se muestra indiferente ante el drama de Darfur? En parte, posiblemente, porque este drama humano no es por desgracia el único del planeta. Pero, ¿podemos decir lo mismo con respecto a la «comunidad internacional»? Excepto Líbano, pocos países han «disfrutado» en los últimos tiempos de tanta actividad de la ONU. En tres años, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ha adoptado once resoluciones respecto a un conflicto que ya se ha cobrado 200.000 víctimas desde la primavera de 2003. La última es la resolución 1706 del 31 de agosto de 2006, que prevé transferir a la Organización de las Naciones Unidas la misión de paz que se confió en 2004 a la Unión Africana.
Desde la adopción de este texto, el gobierno de Jartum se opone férreamente a la ONU, que pretende imponer el envío de varios miles de «cascos azules». Arrogante defensor de la soberanía nacional sudanesa, el presidente Omar el Bechir consintió sin embargo, con la boca pequeña, la formación de una fuerza conjunta ONU-UA. Mientras tanto da largas a las negociaciones, lo que provoca la impaciencia estadounidense. La secretaria de Estado, Condy Rice, anunció que «se están estudiando nuevas opciones». En la presentación de una conferencia conjunta con su homóloga israelí declaro que «Sudán debe comprender que la comunidad internacional no puede quedarse quieta mientras la gente sufre» (AFP, 15 de marzo de 2007).
Si este mensaje tuviera un alcance universal y concerniese también a los palestinos, invadidos militarmente desde hace cuarenta años, no cabe duda de que conseguiría una amplia adhesión. Desgraciadamente no es el caso. La presencia de la ministra israelí de Asuntos Exteriores en esta conferencia de prensa, a fin de cuentas, transmite un mensaje cristalino: la solicitud americana, sólo para Darfur, le parece muy bien a Israel. Con el mismo entusiasmo, Washington denuncia las atrocidades cometidas por los esbirros de Jartum y abastece a Tel Aviv de las armas que le permiten aterrorizar a la población palestina. Voluntariamente esquizofrénica, la superpotencia inmuniza a Israel contra la máquina de la ONU y pretende lanzarla contra Sudán.
La paradoja es tanto más flagrante cuanto que la crisis de Darfur, en el Derecho Internacional, es un asunto interno sudanés. En Palestina, impotente por el veto estadounidense, la comunidad internacional deja impune una violación flagrante de la legalidad internacional. En Sudán se ha preocupado de apuntalar la legitimidad de la intervención, mientras que en Palestina eso no ocurrirá ni en sueños La injerencia internacional en los asuntos internos de un estado, en efecto, se legitima por la sospecha de crímenes contra la humanidad. De ahí la importancia crucial, para que avance el proceso, de la calificación de los crímenes cometidos. Pero además es necesario que se consulte a las instituciones internacionales.
La situación que prevalece en Darfur se ha sometido oficialmente, con razón, al Consejo de los Derechos Humanos de la ONU. Esta nueva institución internacional recién creada ha encontrado en el drama sudanés un campo de acción privilegiado. El informe de la misión de evaluación del CDH entregado el 12 de marzo de 2007, ha provocado el reciente endurecimiento de la política estadounidense. Al denunciar de nuevo «crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad» en Darfur, el informe es particularmente demoledor para Jartum.
La resolución de la Asamblea General del 15 de marzo de 2006 que creó el Consejo de los Derechos Humanos reconocía «la importancia de garantizar la universalidad, objetividad y no selectividad en el examen de las cuestiones de derechos humanos y de eliminar la aplicación de un doble rasero y la politización». Un deseo piadoso, ciertamente, porque hay pocas posibilidades de ver la política israelí en los territorios palestinos sometida a una investigación similar del Consejo de los Derechos Humanos.
Aunque se le ha acusado a menudo de cobardía frente al conflicto de Sudán, muy al contrario, la ONU despliega allí una actividad febril ya que quiere lavar la afrenta de su pasada impotencia frente al genocidio ruandés. Usando por turno la amenaza y la persuasión, esta acción diplomática se acompaña, por añadidura, de una acción judicial real. El 15 de marzo de 2005 el Consejo de Seguridad de la ONU trasladó la situación de Darfur al fiscal de la Corte Penal Internacional. Se ha lanzado a la opinión pública una lista de 51 cargos por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, ejerciendo una presión considerable sobre las autoridades sudanesas y sus aliados locales. Porque aunque los nombres de los presuntos culpables no se han divulgado, nadie ignora que los altos dignatarios sudaneses figuran en esta auténtica lista negra.
Ayuda humanitaria masiva, avalancha de resoluciones, toma de posesión de la CPI: este desenfreno de medios, hasta el momento, ha dado unos resultados dudosos. Habría sido impensable, en todo caso, sin el poderoso aguijón de la política estadounidense. Darfur acumula tres ventajas obvias para suscitar la compasión al otro lado del Atlántico: Está alejado geográficamente (exotismo propicio para el desahogo afectivo), su desgracia es ajena a cualquier influencia estadounidense (buena conciencia garantizada) y es víctima de la supuesta crueldad del mundo árabe-musulmán (comodidad ideológica asegurada). De resultas, no es de extrañar que 50.000 personas desfilaran por Washington en abril de 2006 contra el «genocidio» de Darfur, es decir, tantas como en la última manifestación contra la guerra de Iraq.
Don Cheadle, George Clooney, Angelina Jolie, el Congressional Black Caucus (Comité de Congresistas de la Raza Negra, N. de T.), el museo del Holocausto, las asociaciones judías, los grupos cristianos evangelistas: la vasta coalición «para salvar Darfur» afirma que representa a 130 millones de personas integradas en 178 asociaciones. Las más activas son indiscutiblemente las asociaciones judías, sobre todo las instituciones «de la memoria». Así, «la Iniciativa de prevención del genocidio del museo del Holocausto» en Washington, que tiene como misión «honrar la memoria del Holocausto actuando contra los genocidios contemporáneos», decretó una «urgencia especial» para Darfur en 2004, después de haber concluido que «las víctimas lo son debido a su origen». La administración Bush, pisándole los talones, inmediatamente después calificó la guerra civil de Darfur de «genocidio», mientras que la ONU y los europeos hablan de «crímenes contra la humanidad». (Libération, 20 de marzo de 2007).
En Francia también se perfila un movimiento de opinión, orquestado por los medios de comunicación, en defensa de Darfur. Julien Clerc pone su voz en un mensaje audiovisual a favor del llamamiento que lanzó Bernard Kouchner en Le Pélerin para la apertura de «corredores humanitarios». Artistas e intelectuales se apiñan alrededor del colectivo «Urgence Darfur» que, precisa Libération, «cuenta con masones, cristianos, asociaciones judías, negras (CRAN) y muy pocos árabes o musulmanes». Le Nouvel Observateur se adhiere con entusiasmo al llamamiento de «Urgence Darfur» al Parlamento europeo para el envío de una «fuerza de protección internacional».
Bernard Henry Lévy (BHL) publica cinco exuberantes páginas en Le Monde tras haber paseado durante una semana en un 4×4 climatizado por la frontera entre Chad y Sudán. En la conferencia organizada por el colectivo «Urgence Darfur» el 21 de marzo, Ségolène Royal y François Bayrou firmaron un «compromiso de ocho puntos para salvar Darfur». Los otros candidatos a la presidencia se apresuran a hacer otro tanto. Para terminar, un mensaje del presidente de la República leído por BHL amenazó a Sudán con «sanciones» si continúan las «exacciones»; es el «despertar de las conciencias», resume Libération.
Si esta movilización da como resultado mejorar la suerte de los habitantes de Darfur, ¿quién se negaría sinceramente a alegrarse? Pero es poco probable. En primer lugar porque estas iniciativas mediáticas a menudo se basan en un análisis erróneo de la situación, y después porque esa parcialidad del análisis origina precisamente lo contrario de lo que pretende conseguir. Al proferir generalizaciones abusivas, se proporciona a Jartum el pretexto ideal para justificar su inmovilismo. Es el caso, por ejemplo, cuando se repite la acusación simplista contra «las milicias árabes nacidas de tribus nómadas que masacran a las poblaciones de Darfur sólo porque son africanos negros».
Según el criterio de auténticos especialistas en la región, este tipo de aserto requiere una matización seria. Es verdad que existe cierto «racismo» hacia las poblaciones periféricas por parte de las elites sudanesas de origen árabe que viven en el valle del Nilo. Poseedoras del poder en Jartum, estas elites son los verdaderos socios comanditarios de los atropellos que cometen las milicias «yanyawid», los «jinetes diabólicos» que siembran el terror en las zonas rebeldes. Pero los yanyawid son tan negros como sus víctimas, explica Marc Lavergne, director de investigación del CNRS (Centro Nacional de Investigación Científica) y especialista en Sudán: «para mí todo el mundo es negro en esta historia. La noción de racismo no tiene razón de ser. Las milicias tribales yanyawid son unos mercenarios que no se proclaman en absoluto árabes. Ellos no son el verdadero problema. Generalizando, podríamos decir que son pobres que luchan contra pobres». (Afrik.com, 16 de julio de 2004).
Nada es más pernicioso, por tanto, que una «racialización» inoportuna de la lectura sobre el conflicto, porque oculta el hecho de que todas las etnias que viven en Darfur, en realidad, fueron arabizadas e islamizadas durante un largo proceso histórico. Las tribus nómadas del norte de Darfur, los «bagaras», existieron antes que las otras, pero todas ellas utilizan el árabe aunque sigan usando los dialectos africanos. Por lo demás, la mezcla multisecular de las poblaciones impide hacer «distinciones raciales» que los matrimonios entre las diferentes etnias hicieron imperceptibles. «Tan víctimas de la discriminación sociorregional como sus conciudadanos negros, los bagaras se encuentran del lado de las elites asesinas de Jartum sólo por la jugarreta de la falsa conciencia de una arabidad más imaginaria que real», explica Gérard Prunier, investigador del CNRS. (Le Monde diplomatique, marzo de 2007).
Las milicias manipuladas por el gobierno sudanés están lejos de ser el brazo armado de los «pastores nómadas árabes». Presidiarios liberados con la promesa de un compromiso miliciano, ex desertores del ejército gubernamental del sur, miembros de tribus camelleras víctimas de la sequía, naturales de algunas etnias negroafricanas que esperan una retribución por su adhesión: la composición de las milicias yanyawid es enormemente variada. Marc Lavergne incluso ve en ellas un «lumpen proletariado» («proletariado andrajoso», según la célebre frase de Karl Marx) utilizado cínicamente por Jartum para expulsar a los habitantes de Darfur e instalar en su lugar grandes explotaciones mecanizadas confiadas a empresas agrícolas o a grandes familias». A la inversa, a menudo olvidamos mencionarlo, la principal etnia árabe de Darfur (los bagaras rezigat) creó su propio movimiento de guerrilla antigubernamental para protestar por la miseria de las poblaciones y la incuria de Jartum.
Este galimatías de hechos que parecen contradecir los prejuicios debería pues incitar a la prudencia en el análisis. También se deberían emplear las mismas precauciones metodológicas cuando se aborda la dimensión confesional. En Darfur todo el mundo es musulmán y el conflicto no tiene ninguna connotación religiosa. Es una de las mayores diferencias con la sangrienta guerra civil que enfrentó a Jartum con la rebelión sudista entre 1983 y 2005. Pero a BHL esta evidencia le tiene sin cuidado.
De paso en Darfur, el filósofo ambulante tuvo una revelación: «resumiendo, vi pocas mezquitas en el Darfur devastado. Creo que no me crucé con ninguna mujer velada. Recuerdo la escuela bombardeada de Deissa donde me enseñaron las aulas de los chicos al lado de las de las chicas. Y se me ocurre que al final, después de todo, es otra razón la que hay allí para esa guerra, para esa movilización: el Islam radical contra el Islam moderado; el régimen que a finales de los años 90 daba asilo a Bin Laden contra las poblaciones musulmanas rebeldes al islamismo, en el corazón de África, desde las tinieblas, puede perpetrar, si no hacemos nada, el primer genocidio del siglo XXI, otra representación del choque de civilizaciones que existe y es, lo sabemos, el de los dos Islam» (Le Monde, el 12 de marzo de 2007).
Decididamente no se ve lo que no se quiere ver. Y, más grave todavía, procedemos a la reconstrucción imaginaria de una realidad totalmente diferente. El conflicto de Darfur estalló en febrero de 2003 con la rebelión de dos grupos armados, el Movimiento para la Liberación de Sudán (MLS) y después el Movimiento para la Justicia y la Igualdad (MJE). Dotado de una influencia política real, este último es de obediencia islámica y además sospechoso de proximidad con Hassan al Turabi, dirigente de los Hermanos Musulmanes y ex eminencia gris del régimen nacido del golpe de Estado militar de 1989, al contrario que el poder sudanés que se distanció claramente del islamismo radical al día siguiente de los atentados del 11 de septiembre. El presidente Omar el Bechir excluyó a la corriente «arabista» y Jartum acabó por acceder al rango de compañero de Estados Unidos en la lucha contra Al Qaeda.
De esa forma Sudán expiaba sus antiguas alianzas con Bin Laden y presentaba una apariencia respetable en la perspectiva de un acuerdo de paz en el sur. En todo caso, si hay «islamistas» en Darfur, es obvio que están en ambos bandos. Una situación compleja que recientemente resumió Rony Brauman: «no se trata de un conflicto entre islamistas extremistas y musulmanes moderados. El frente de resistencia, más o menos unido hasta 2006, se fragmentó en una docena de grupos que combaten entre ellos y además siguen luchando contra las fuerzas gubernamentales y las milicias. Entre los más encarnizados, porque consideran que Darfur no ocupa el lugar que le corresponde, están los islamistas radicales» (Le Nouvel Observateur, 15 de marzo de 2007).
¿Por qué en la axiología del conflicto se resaltan de forma sistemática las lecturas étnica y religiosa? ¿Por qué no nos decidimos a considerar el conflicto de Darfur, primero, como un conflicto político? «Los movimientos de liberación, como explicaba Marc Lavergne en 2004, no reivindican la independencia ni la autonomía, sino un reparto más justo del poder y los recursos. Los rebeldes consideran que su región está desfavorecida con relación a otras, en particular con las del centro. La rebelión estalló, entre otras razones, porque estaba a punto de firmarse un acuerdo entre Jartum y la rebelión sudista. Posiblemente Darfur intentó imponer, como la población del sur, un reparto de los poderes y las riquezas y la represión fue desproporcionada. El ejército intervino con bombardeos masivos y el poder recurrió a las milicias tribales, los yanyawid». (Le Nouvel Observateur, 5 de agosto de 2004).
La guerra de Darfur, un conflicto político entre el poder acaparador y una región desheredada, entre el centro hegemónico y una periferia abandonada a su suerte, es una auténtica tragedia. El gobierno de Jartum, evidentemente, tiene una gran responsabilidad en este desastre en el que las poblaciones civiles están pagando un tributo desorbitado. En cuanto al sombrío balance de esta guerra las estimaciones divergen, pero la ONU apunta la cifra de 200.000 víctimas. Según Rony Brauman, «podemos calcular que durante período más violento, desde la primavera de 2003 al verano de 2004, murieron entre 30.000 y 70.000 personas a las que hay que añadir, como en todos las guerras, a las víctimas del aumento del índice de mortalidad causado por la desnutrición, lo que representa alrededor de 200.000 personas» (Le Nouvel Observateur, 15 de marzo de 2007).
Es una guerra civil terriblemente mortífera para una región que cuenta con unos 7 millones de habitantes, pero, ¿podemos hablar por eso de genocidio? Para el ex presidente de MSF, [el genocidio] «no era el objetivo de esta guerra. En ningún momento los dirigentes sudaneses declararon intenciones que evocasen la idea de aniquilar a un grupo determinado. Quieren marginar a este pueblo y tenerlo sometido, eso es indiscutible, pero no exterminarlo». Entre 30.000 y 70.000 víctimas directas de las matanzas financiadas por Jartum es una cifra aterradora y escandalosa, pero no mucho más que las 30.000 víctimas que produjo la invasión israelí en Líbano en 1982, un país que contaba apenas con 3 millones de habitantes. Y ningún Consejo de los Derechos Humanos ni ninguna Corte Penal Internacional ha tenido a bien acusar de genocidas a los dirigentes israelíes.
La acusación de «genocidio» acuñada por los medios de comunicación estadounidenses, permite estigmatizar a un régimen árabe que ha flirteado mucho tiempo con el islamismo. Pretende también fortalecer la idea de la necesidad de una dura intervención de los países occidentales, pero excepto «la hibridación» de las fuerzas de la ONU y las de la UA que Jartum aceptó desde el principio, ¿qué sentido tiene la solución militar? ¿Cómo una intervención extranjera en una región tan grande como Francia, tendría la menor posibilidad de éxito? La compasión occidental que desemboca en el envío de un cuerpo expedicionario: dios nos libre, aquí y en todas partes, de esta pareja infernal.
Los partidarios entusiastas de la «solución militar», además de que cuentan con otros para que se dejen matar por la causa, son para Darfur «verdaderos falsos amigos». No contentos con reducir la percepción del conflicto a una dimensión étnico-religiosa, se apuntan a la corriente dominante para la que la lucha contra el «fascismo islámico» es el artículo de fe. Apologistas del bombardeo humanitario en Iraq e hinchas fanáticos de la «democracia israelí», son los que abastecen la política neoimperial de la administración Bush con sus cohortes de idiotas útiles.
Acumulando los infortunios, la población de Darfur ve así cómo se añade a sus miserias el incómodo apoyo de los que aplaudieron las matanzas israelíes en Palestina y Líbano, se extasiaron con las proezas de los B-52 en Iraq y están convencidos de que Abu Ghraib y Guantánamo son simples comisarías de policía. Acorralada entre las asociaciones judías estadounidenses y los intelectuales orgánicos franceses, la causa de Darfur tendrá dificultades para hacerse oír fuera de la esfera de influencia de los medios de comunicación occidentales. Es infinitamente lamentable que sus sinceros defensores no lo hayan comprendido, como es particularmente escandaloso el silencio complaciente del mundo árabe con respecto a las responsabilidades de Jartum en la tragedia de Darfur.
Es evidente que la única solución del conflicto es de naturaleza política. Darfur no es un estado independiente, sino una región de Sudán. Cualquier planteamiento que ponga en entredicho la soberanía nacional sudanesa conducirá a un callejón sin salida. La catastrófica situación de los habitantes de Darfur justifica una intervención masiva de la ONU para alimentar y proteger a las poblaciones. Pero esta intervención debe, sobre todo, conseguir de las partes implicadas un acuerdo político que consiga poner fin a los combates.
Al mismo tiempo, sólo la presión de la comunidad internacional puede hacer ceder a Jartum, pero a condición de que no aparezca como discriminatoria con un estado árabe. Las imprecaciones antisudanesas de los grupos de presión proisraelíes revelan una indignación selectiva que marca la diferencia entre «víctimas buenas» en Darfur y «víctimas malas» en Palestina. Pero sobre todo, y todavía es más grave, perjudican la causa de Darfur en el ámbito internacional, donde Jartum tiene la baza de apelar a la solidaridad árabe contra la injerencia occidental y la política de doble rasero.
Al final de su expedición a bordo de los «todoterrenos» del Movimiento de Liberación de Sudán, BHL propuso en las columnas del periódico Le Monde entregar armas a esta fracción irredenta de la guerrilla. Rechazando los acuerdos de paz firmados en Abuja bajo la batuta de la ONU en mayo de 2006, el MLS persigue combatir al lado de los «islamistas» del Movimiento por la Justicia y la Igualdad. Importa poco que el Consejo de los Derechos Humanos de la ONU haya acusado a la guerrilla -también a ella- de crímenes contra la humanidad y que la vuelta a la mesa de las negociaciones sea la única salida a la guerra civil. Incorregibles, los acomodados petimetres de la filosofía y los hipócritas poetas del humanismo convocan a sus protegidos a luchar hasta el final y para convencerlos les prometen el oro y el moro. Verdaderos héroes «por poderes», están dispuestos a dejarse matar hasta el último darfurí.
Texto original en francés: http://oumma.com/spip.php
Bruno Guigue (Touluse 1962) es titulado en geopolítica por l’ENA, ensayista, colaborador habitual de Oumma.com y autor de los siguientes libros: Aux origines du conflict israélo-arabe, L’Economia solidaire, Faut-ilbrûler lenine?, Proche-Orient : la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por Ed. L’Harmattan.
Caty R. pertenece a los colectivos de
Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate . Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, la traductora y la fuente.