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De cómo los árabes convirtieron vergüenza en libertad

Fuentes: The New York Times

Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez

Tal vez esta Revolución Árabe de 2011 desprenda el aroma de la geografía del dolor y la crueldad. Estalló en Túnez, se abrió paso hacia el este hasta llegar a Egipto, Yemen y Bahrein para, a continuación, retroceder hasta Libia. En Túnez y Egipto la libertad política parece haberse impuesto con relativa facilidad en medio del júbilo popular. En Libia la contrarrevolución ha defendido sus posiciones y un déspota inmisericorde ha declarado la guerra a su pueblo.

En el calendario de la república del miedo y el terror de Muammar el Gadafi, el 1 de septiembre marca el ascenso al poder en 1969 de los oficiales y conspiradores que derribaron a una monarquía enclenque pero tolerante. Otra fecha, el 17 de febrero, proclamará el nacimiento de una nueva República de Libia, el día que una sociedad hasta el momento acobardada se desembarazó de la pasividad y trató de derrocar cuatro décadas de tiranía. Aquí no hay medias tintas, nada de sopesar las diferencias. Es la lucha hasta el fin de un país atormentado. Es también un reconocimiento, el más puro hasta el momento, de las patologías de la cultura de la tiranía que casi ha devastado el mundo de los árabes.

Hay que reconocer que la multitud no era inocente. Durante décadas, los árabes mordieron el anzuelo de los dictadores, aclamaron sus nombres y creyeron sus promesas. Apartaron la mirada de delitos ignominiosos. Sin malicia ni fanatismo, ese viejo «sentimiento panarabista» (despidámonos de él para siempre) no tenía nada que decir sobre el terror infligido a los chiíes y los curdos en Iraq, pues las multitudes amaban a Saddam Hussein, un héroe del panarabismo, un guardián de los intereses suníes.

Tampoco muchos árabes se enteraron en 1978 de que el imam Musa al-Sadr, líder de los chiíes del Líbano, desapareció estando de visita en Libia. Según la tradición popular árabe, la hospitalidad que se debe rendir a un huésped es una virtud cardinal de la cultura, pero el delito quedó impune. El coronel Gadaffi tenía dinero de sobra para prodigarlo a su alrededor y los escribas cantaron sus alabanzas.

El coronel Gadaffi se había presentado a sí mismo como heredero del legendario hombre fuerte egipcio Gamal Abdel Nasser. Se decía que había escrito en tres volúmenes un manual de recomendaciones exhaustivas en el que exponía sus puntos de vista y planteaba una solución para cada uno de los problemas de gobierno, y los intelectuales árabes serviles fueron condescendientes con él y fingieron que la recopilación de sentencias absurdas podía resistir una lectura rigurosa.

Para comprender el presente, analizamos el pasado. Los tumultos de la política árabe comenzaron en las décadas de 1950 y 1960, una época en que los gobernantes ascendían y caían con regularidad. Eran abatidos por asesinos y deificados por fuerzas políticas que disponían de sus propias fuentes de coraje y fe. Se derrocaba a monarcas con relativa facilidad y otros hombres de clase social más humilde ascendían al poder mediante las armas y a través de partidos políticos radicales.

En la década de 1980, años arriba o abajo, en Egipto, Siria, Iraq, Libia, Argelia y Yemen echó raíces una nueva criatura política: los «Estados volcados en la seguridad nacional», represivos y con unos medios de control y terror imponentes. Esos hombres nuevos eran despiadados, reordenaban el universo político, mataban con despreocupación; sobre los árabes se cernió todo un mundo de crueldad.

La mayoría de hombres y mujeres se amoldó a la situación, se retiró al ámbito privado de sus hogares. En la esfera pública cundió entonces el culto al gobernante, al poder desaforado de Saddam Hussein o Muammar el Gadaffi, de Hafez al-Assad en Siria o Zine el-Abidine Ben Alí en Túnez. Desaparecieron las restricciones tradicionales impuestas al poder y no se sustituyeron por ningún otro tipo de contrato social entre gobernante y gobernados.

Ahora el miedo era la amalgama de la política y, en los Estados más prósperos (los que disponían de ingresos procedentes de petróleo), los fondos propios del gobernante contribuían a consolidar el terrorismo de estado. Se construyó una prisión árabe inmensa y se sometió a un pueblo otrora orgulloso. Los presos detestaban a los funcionarios de prisiones y temían a los guardias; parecía que las autocracias habían llegado para quedarse.

Sin embargo, a medida que fueron envejeciendo, a los golpistas y conspiradores de antaño les fueron brotando unas dinastías rapaces; como me dijo en una ocasión un distinguido profesor y diplomático egipcio liberal, se convirtieron en «propietarios del país». Eran cortes palaciegas orientales sin protocolo ni glamour, en las que las esposas e hijos de los gobernantes devoraban a base de riquezas y vanidad todo lo que pudieran atesorar.

La vergüenza, que desde antiguo ha sido una fuerza disciplinaria inmensa en la vida árabe, abandonó las tierras árabes. En Túnez, una peluquera transmutada en esposa de un déspota, Leila Ben Ali, se pronunciaba ahora sobre toda clase de asuntos públicos; en Egipto, el hijo del déspota, Gamal Mubarak, reivindicaba con osadía el derecho a ocupar el poder frente a 80 millones de personas; en Siria, Hafez al-Assad realizó una proeza asombrosa al convertir una república anteriormente rebelde en una monarquía en todos los aspectos (menos en el nombre) y dejársela en herencia a uno de sus hijos.

Estos gobernantes no cayeron del cielo. Surgieron de los pecados de acción y omisión del mundo árabe. Las rebeliones actuales están animadas, sobre todo, por el deseo de quitarse las manchas y por el sentimiento de culpa por haber cedido tanto tiempo ante los déspotas. Elías Canetti abordó este fenómeno con un enfoque intemporal en su libro de 1960 Masa y poder. Nos recordaba que una multitud se reunía para expiar la culpa, cosa que se hace en presencia de los demás y con pecados y errores antiguos.

No hay ninguna marca, ninguna línea divisoria que determine con precisión cuándo y por qué el pueblo árabe tomó conciencia de sus dictadores. Hasta donde se puede explicar con palabras este tipo de rupturas profundas, la rebelión ha sido una reacción inevitable al estancamiento de las economías árabes. El denominado «contingente juvenil masivo» ha ejercido de contexto inflamable: una nueva generación con mayor conocimiento del mundo exterior se ha lanzado sobre el propio.

Por otra parte, además, expiraron las leyendas del nacionalismo árabe que habían sustentado a dos generaciones. Los hombres y mujeres más jóvenes se cansaron de la vieja obsesión con Palestina. La revolución estaba esperando y una acción desesperada en Túnez, la que llevó a cabo un vendedor ambulante que se quemó a lo bonzo a causa de la frustración, arrojó por la borda el antiguo orden.

Y así, en los inmensos espacios públicos de Túnez, El Cairo o Manama (Bahrein), o en las ciudades libias de Bengasi y Tobruk, millones de árabes se reunieron para despedir una era de quietud. Estaban hartos de la política del miedo y el silencio.

Todos los días, en todas las concentraciones, retransmitidas al mundo entero, ofrecían una imagen memorable de sí mismos. En El Cairo, una niña de 6 o 7 años montaba en monopatín ondeando la bandera de su país. En Tobruk, un joven subido a hombros de un hombre que muy probablemente era su padre sostenía un cartel con un mensaje para el coronel Gadaffi: «Irhall, irhall, ya saffah» («márchate, márchate, carnicero»).

En medio del tumulto me impresionó el profundo abismo que separaba la incoherencia de los gobernantes y el aplomo de los muchos que querían que el mundo entero fuera testigo. Un libio recién entrado en la madurez, profesional cualificado y diabético, se enorgullecía de hablar ante las cámaras, de mostrar su rostro, en un debate del informativo de Anderson Cooper en la CNN. Era un hombre nuevo, decía, por primera vez no tenía miedo y contemplaba el futuro con confianza. La precisión de sus palabras contrastaba sobremanera con la intrincada alocución televisiva del martes del coronel Gadaffi, en la que culpaba de sus males a «los medios de comunicación árabes» y convocaba a los libios a «prepararse para defender el petróleo».

A la sombra del tirano, sin que ni él ni los asesinos y matones que le rodeaban lo supieran, la lucidez moral se apareció a los hombres y mujeres corrientes. No les preocupaba que una tiranía secular fuera reemplazada por una teocracia; el fantasma de un «emirato islámico» invocado por el dictador no los paralizó ni atemorizó.

No hay forma de exagerar la importancia del hecho de que estas revoluciones árabes son obra de los propios árabes. Ningún buque acorazado extranjero había acudido al rescate, la causa de su emancipación se alzaría o caería por sus propios medios. Intuitivamente, los manifestantes entendían que los gobernantes habían sido ladinos y habían convencido a las democracias occidentales de que había que elegir entre el gobierno de los tiranos o el caos y los desórdenes.

Así que ahora, emancipados de la cárcel, construirán su mundo y cometerán sus propios errores. La analogía histórica más próxima es la de las revoluciones de 1848, la primavera de los pueblos de Europa. Aquella revolución estalló en Francia, luego alcanzó a los Estados italianos y a los principados alemanes y, finalmente, llegó a los confines más remotos del imperio austríaco. Unos 50 levantamientos locales y nacionales, todos en nombre de la libertad.

Massimo d’Azeglio, un aristócrata piamontés tonificado por el espíritu de aquellos tiempos, escribió lo que a mi juicio son las palabras más deslumbrantes sobre la esperanza de libertad y los riesgos que comporta: «El don de la libertad es como el de un caballo apuesto, fuerte y brioso. En algunos despierta el deseo de montarlos; en muchos otros, por el contrario, acrecienta la necesidad de caminar». Durante décadas, los árabes caminaron agachados y temerosos. Ahora parecen impacientes por subirse al caballo de la libertad. Muy sabiamente, no hacen el menor caso a quienes prefieren hablarles de los riesgos de la libertad.

Fouad Ajami, profesor de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins y catedrático de la Hoover Institution, es autor de The Foreigner’s Gift: The Americans, the Arabs and the Iraqis in Iraq.

Fuente: http://www.nytimes.com/2011/02/27/opinion/27ajami.html