No hay tal cambio de época, solo un cambio de matiz pues el Partido Demócrata -al igual que el Partido Republicano- sirve a los intereses estratégicos del capital, las empresas y la clase dominante estadounidense.
No podemos comenzar este artículo sin mencionar tres acontecimientos de coyuntura ocurridos en las últimas semanas y que van a marcar el futuro del gobierno de Joe Biden, tanto en el plano doméstico, como en el internacional. En primer lugar, el retorno constitucional del gobierno del MAS en Bolivia luego del golpe de Estado perpetrado contra el gobierno legal-constitucional del presidente Evo Morales con el apoyo irrestricto del gobierno de Trump. En segundo lugar, la recuperación de la Asamblea Nacional de Venezuela por las fuerzas bolivarianas mediante elecciones democráticas y el desplazamiento de la ultraderecha fascista guaidosista subordinada a Washington y la derrota de la estrategia golpista del llamado Grupo de Lima y del Ministerio de Colonias que es la OEA encabezado por el títere Luis Almagro. Por último, los vergonzosos acontecimientos violentos y sangrientos ocurridos en plena sesión del Congreso para el conteo y certificación de los votos del Colegio Electoral que deberían de validar el triunfo de Biden, pero que debido a la irrupción de las huestes trumpistas en las instalaciones del Capitolio fue suspendida hasta nuevo aviso. La “democracia” oligárquica puesta en jaque por la arrogancia del magnate.
Por último, los últimos informes oficiales destacan la victoria en Georgia de los demócratas que se adjudican los dos escaños del Senado, con lo que ese partido consigue el control del Ejecutivo y de las dos Cámaras del Congreso. ¡Veneno puro para el esquizofrénico Trump y sus desquiciados halcones!
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El rostro de apariencia sereno de Joe Biden no debe llamar a engaño: detrás se oculta el andamiaje imperialista que es la esencia de Estados Unidos. Al grado de que el mismo expresidente James Cárter no se equivocó al caracterizar al gobierno de ese país como una “oligarquía con poder ilimitado para sobornar”: (U.S. “Is an oligarchy in which unlimited political bribery”. Sobornos multidimensionales bajo presión que, en grado superlativo, condujeron en infinidad de ocasiones a la violencia y al intervencionismo militar para doblegar gobiernos y pueblos. Es por ello por lo que Estados Unidos no es cualquier país; es el que lideró el bloque imperialista occidental, de manera especial, después de la Segunda Guerra Mundial y en las siguientes décadas.
Su ubicación geopolítica y geoestratégica en el mundo capitalista le permitió comandar el proyecto histórico del capital en función de sus intereses y empresas trasnacionales monopólicas y financieras.
Si en el período de máxima hegemonía Estados Unidos logró controlar y echar a andar a la economía capitalista mundial, en la actualidad requiere cada vez más de esa economía para mantener su supremacía en las contradictorias y multidimensionales relaciones internacionales. Hoy, sin embargo, parece reafirmar, aún más, si inminente decadencia.
Lo que antes conseguía Estados Unidos por la fuerza ( golpes de Estado, anexiones económicas y territoriales, cambios súbitos de gobierno en los países dependientes y subdesarrollados, imposición de políticas fiscales, y otras atrocidades de su menú imperialista) hoy tiene que lidiar -y a veces mediar- para conseguir esos mismos objetivos con multiplicidad de dificultades, aspectos y realidades como la fuerte oposición de gobiernos y pueblos del mundo a seguir siendo rehenes del “imperio “; recurrir cada vez más al despliegue de la guerra no convencional, también llamada guerra híbrida; al costoso Lawfare (guerra jurídica) que no funciona si no cuenta con el beneplácito del poder judicial de los Estados involucrados, y a las inútiles sanciones económicas y financieras aplicadas por Washington para —intentar— doblegar gobiernos, pueblos e individuos que no acaten sus políticas e imposiciones, como en los casos ejemplares de Irán, Venezuela y Cuba, sin mencionar a China y Rusia que, haciendo uso de la reciprocidad de potencias de “tú a tú”, responden en consecuencia, afectando también los intereses norteamericanos en varias partes y regiones del planeta.
Un nuevo mundo multipolar y policéntrico, estimulado por las terribles y catastróficas consecuencias sanitarias y humanas de la pandemia del coronavirus que los dirigentes norteamericanos se empeñan en negar y no reconocer, a pesar de ser el país más golpeado por el brote pandémico —Estados Unidos acumula casi 22 millones de casos y 367 mil muertos—; el abultado desempleo tanto emergente como estructural, la pobreza, el racismo, la crisis social y política del institucionalismo bipartidista cada vez más obsoleto de una “democracia indirecta”, alejada del pueblo, apta solo para que gobiernen los ricos para los ricos en contra de los pobres. Al respecto, el norteamericano Economic Policy Insitute, en reciente balance, destaca que, al mes de noviembre de 2020, había 10.7 millones de trabajadores oficialmente desempleados, pero aclara que esta cifra subestima la realidad ya que, calcula que, sumando 7.1 millones de trabajadores que cuentan con empleo, pero experimentan recortes salariales y de horas de trabajo; otros 5 millones que han abandonado la fuerza de trabajo, más 3.3 millones no clasificados en la fuerza laboral, el número real de víctimas fluctúa en 26.1 millones de personas, directa o indirectamente afectados por la recesión de la COVID-19: (“workers hit by the COVID downturn”).
Sin haber sido siquiera superada esa oligarquía de que habló el expresidente Carter, los mandatarios y sucesivos regímenes norteamericanos han preferido erigir su unilateralismo y el distópico “America first” que Donald Trump enarboló en su vetusto, decadente y fallido régimen proteccionista neoliberal de los “americanos blancos” que, para el supremacismo cuasi-fascista, constituyen la “esencia” de la “América buena y decente”. Lo demás, diría el todavía presidente, es “malo y horrible” porque no se encuadra en su algoritmo mental supremacista y xenófobo.
Mientras se define la elección presidencial en el estado norteamericano de Georgia, donde el magnate se ha atrincherado para intentar infructuosamente revertir la elección presidencial y proclamarse ganador para repetir su administración por cuatro años más, el país se envuelve en una serie de luchas intestinas y contradicciones que remedan los problemas histórico-estructurales de los años sesenta y setenta del siglo pasado, cuando, a diferencia de la actualidad, el imperialismo logró revertir su crisis doméstica con el artilugio de la guerra de Vietnam y la recurrencia a la imposición de las dictaduras militares que ensangrentaron a América Latina durante prácticamente tres décadas.
Hoy Estados Unidos vive lo que a lo largo de la historia han sufrido otros pueblos: inestabilidad política, imposición del toque de queda en el corazón de la capital imperial, crisis institucional y política; fuertes contradicciones y pugnas al interior de la clase dominante y la burocracia política superior; miseria, pobreza, desempleo y la devastación poblacional que está provocando la pandemia exponencial incontrolable. Unos Estados Unidos “subdesarrollados” con un centro imperialista que se resiste a abandonar su primer mundo y que poco a poco se va desdibujando al calor de la crisis y decadencia del modo capitalista de producción.
Como hemos dicho en otra ocasión no hay tal cambio de época —o advenimiento de una nueva era en Estados Unidos—; sólo registra cambios de matiz que le confiere el representante de una partido burgués e imperialista, como el demócrata que, en esencia, al igual que el republicano, sirve a los mismos intereses estratégicos del capital, las empresas y la clase dominante estadounidense. Solo hay que recordar cómo el expresidente Obama, galardonado con el Nobel de la Paz, hizo y desencadenó siete guerras y promovió y firmó una orden ejecutiva en la que declaró que Venezuela era “…una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional de Estados Unidos”, marcando desde entonces, las agresiones y el brutal bloqueo agresivo contra esa nación.
La coyuntura actual es la de una de profunda crisis global del imperialismo y del capitalismo en el centro de su dominación. Pero, al igual que como ocurrió en otros períodos históricos que sucedieron a las grandes convulsiones político-sociales y militares, como el de la Segunda Guerra Mundial, los pueblos, los trabajadores y las fuerzas revolucionarias y progresistas del mundo deben de tomarla como punto de inflexión para desencadenar sus procesos autónomos de liberación y de afirmación de su lucha anticapitalista y por la construcción de nuevos modos de vida, de trabajo y de civilización humana y social.
Adrián Sotelo Valencia: Sociólogo, catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.