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Una lectura de la historia de la humanidad

¿Debemos acabar con el Congo?

Fuentes: Oozebap

Desde el acontecimiento del 30 de junio de 1960, existe una constancia en el Congo: hace falta, cueste lo que cueste, acabar con todo atisbo de independencia real. Patrice Emery Lumumba (Primer ministro) sufrió, con su la fidelidad, esta lógica perversa. Una fidelidad que no se limitó únicamente a sus discursos, sus llamadas a la […]

Desde el acontecimiento del 30 de junio de 1960, existe una constancia en el Congo: hace falta, cueste lo que cueste, acabar con todo atisbo de independencia real. Patrice Emery Lumumba (Primer ministro) sufrió, con su la fidelidad, esta lógica perversa. Una fidelidad que no se limitó únicamente a sus discursos, sus llamadas a la unidad, su carta/testamento a su esposa y a sus hijos, sino también su vida hasta los últimos días e instantes. Fue tal la fuerza de esta fidelidad, que los asesinos, tras haberlo enterrado, profanaron su cadáver y disolvieron sus restos en un baño de ácido sulfúrico.

La rabia de acabar con Lumumba y, especialmente, con sus ideas prosiguió sin descanso desde los primeros proyectos (que son de antes del 30 de junio de 1960) a su puesta en práctica. Al observar la historia de la República Democrática del Congo (RDC) hasta estos últimos años, resulta difícil no preguntarnos si la rabia de acabar con Lumumba no se ha transformado en rabia para acabar con la RDC: descarnar el país como lo hicieron con el cuerpo de Lumumba. No es únicamente por sus riquezas, sino que esta actitud también tiende a una dinámica y a una visión de la humanidad y de su historia que ha podido y que puede comprobarse si miramos más allá de las fronteras de la RDC, de sus vecinos.

Patrice Lumumba

En Europa, uno de los ejemplos más impactantes de esta voluntad de acabar con las historias que molestan se vio con el desmantelamiento de Yugoslavia. Asimismo, allí donde se han cometido genocidios, certificados o no, encontramos la misma rabia de acabar con la memoria de esos momentos donde la humanidad se transgredió. Que cada cual confeccione su lista. Es palpable que el efecto acumulativo de las transgresiones sólo aumenta la rabia de «acabar con». Ya sea a corto o a largo plazo, en el espacio y en el tiempo.

Lo que ocurre en la República Democrática del Congo hoy en día, en particular, y no sólo en su zona oriental, es una continuación de una historia que empezó, al menos desde su «descubrimiento» por los europeos, en el siglo XV, con la pugna por los recursos y, especialmente, los esclavos. Esta carrera por los recursos continúa actualmente de una forma todavía más frenética: una fuerza de trabajo siempre más barata, sujeta a quienes, como en el tiempo del tráfico de esclavos, se enriquecen sirviendo de intermediarios para lo que fue un crimen contra la humanidad. ¿Sería excesivo preguntarnos si realmente se abolió la esclavitud mientras asistimos a lo que se está desarrollando hoy en día, que no es más que el resultado de una modernización de la lógica inaugural?

La idea de una humanidad una e indivisible no debería impedir que nos preguntáramos si no ha llegado el momento de deshacernos de la mentalidad vinculada a un sistema de pensamiento y de vida que divide el mundo entre la humanidad y aquellos que la desgarran poco a poco y la disuelven lobotomizándola. Con el riesgo, como en la actualidad, de crear una maquinaria humanitaria para disimular el impacto de un sistema depredador que pretende borrar sus lejanos orígenes genocidas.

Antes de Lumumba, existió la figura histórica de Kimpa Vita, que fue quemada en la hoguera acusada, por los misioneros capuchinos, de hereje. Esto ocurrió el 2 de julio de 1706. Para esos misioneros, como para el rey del Kongo, el crimen de Kimpa Vita fue el de decir a las autoridades de Bakongo, y a los misioneros consejeros/consultores del rey, que era inaceptable dejar que la trata de esclavos continuará impunemente. ¿Sabremos algún día si Vita habló de crimen contra la humanidad? La búsqueda de este reconocimiento del crimen y la feroz oposición suceden todos los días, como hemos visto recientemente en un artículo de los historiadores Pierre Nora y Anne Taubira (la Ley Taubira reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad), que han ilustrado a la vez la amplitud de la postura y la necesaria toma de responsabilidad si la historia de la humanidad se explicará en su conjunto y no a partir de una de sus partes, por más poderosa que ésta sea.

Lo que ocurre actualmente en la RDC es relativamente conocido. El problema no está en el inventario o incluso en el análisis (seleccionado) de los hechos. Una historia que presentara siempre todos los hechos desde la más gran fidelidad, y aparentemente sin tomar partido, nos dejaría todavía con las dudas de saber de dónde viene esta dinámica o mentalidad que, a lo largo de una docena de guerras desde la independencia, parece dispuesta a acabar con el país como Estado, como nación e incluso como sociedad. Últimamente, varios filósofos congoleños buscan explicaciones (véanse los intercambios de opinión en el periódico Le Potentiel). Sin embargo, parece que sea cual sea la sofisticación de los avanzados argumentistas, no contrarrestaran las fuerzas decididas a acabar, cueste lo que cueste, con un país que conoció, y que todavía conoce, figuras fieles a la humanidad, fieles al principio de vida.

Después del «descubrimiento» de Hispaniola (hoy en día dividida entre República Dominicana y haití) por Cristobal Colón, y la desaparición de las poblaciones amerindias, se instaló una lógica de narrar la historia de la humanidad basada en el recurso a la violencia y el terror, con frecuencia descrita como una guerra de pacificación. En la región africana de los Grandes Lagos, esta lógica de la voz de las armas prima sobre el resto. Desde 1994, existe un rechazo a solucionar la cuestión del genocidio fuera del paradigma de la venganza. Esta dificultad viene, en gran parte, del fracaso de dos modelos que, aparentemente, están profundamente relacionados: el tribunal de Nuremberg (1945) y la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica, presidida por Desmond Tutu y puesta en marcha en el fin del apartheid.

Las decisiones tomadas en Nuremberg no pudieron reconciliar la humanidad consigo misma pues, con Hiroshima y Nagasaki, se asistió a la modernización (como lo citó Dwight McDonald en septiembre de 1945) de lo que sucedió en Auschwitz, Dachau, Treblinka, etcétera. Si nos ponemos a la altura de la historia de la humanidad, de sus exigencias, debería sernos posible distinguir la doble trayectoria consciente e inconsciente, así como la trama que conecta a ambas.

Los actores conscientes, ya sean dirigentes de los Estados de la región de los Grandes Lagos, dirigentes de grupos armados o instituciones internacionales (ONU, UE, UA), ¿son conscientes de la lógica única que les vincula a, por ejemplo, quienes quisieron acabar con las mujeres, por el simple hecho de serlo, en la región de Kivu? Calificado por algunos como femicido, este crimen resulta difícilmente mesurable en la escala de las transgresiones contra la humanidad. Una vez más se trataba, para sus responsables, de «acabar con».

La ilustración más atroz del fracaso de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación fue la explosión de los sudafricanos más pobres que querían «acabar con» los extranjeros más pobres (primavera del 2008). Extranjeros, debemos añadir, que provenían de países que habían apoyado a los sudafricanos en la lucha contra el apartheid. La historia de la humanidad no difiere de la naturaleza: todo se registra y repercute, tarde o temprano. Ya sean crímenes contra los más débiles o contra quienes se consideran intocables o creen que su sufrimiento es más importante que el de los más miserables (pigmeos, sin papeles, inmigrantes, etcétera).

«Acabar con» pretende no solamente matar, sino también borrar cualquier posibilidad física de reconstituir los principios de vida, de libertad y de igualdad. El «acabar con» tiene como resultado, entre otros, la visibilidad de la destrucción del plantea y, también, la destrucción de la humanidad mediante, entre otras cosas, el humanitarismo. Frente a estos asaltos constantes de acabar con, cada cual busca protegerse metiéndose bajo la protección humanitaria incluso si es necesario, al mismo tiempo, olvidar las llamadas a la solidaridad de la humanidad. El humanitarismo es la moda caritativa de intervención inventada por los defensores a ultranza de la libertad económica para suavizar el acabar con aquellos y aquellas cuya presencia continúa incomodando su conciencia. Los supervivientes de los genocidas, certificados o no, lo han expresado de diversas formas, pero siempre de un modo muy claro: «Tenemos la impresión de que nos hubieran preferido muertos, desaparecidos».

Lo que sucede en Kivu no es único. El «acabar con» que allí se manifiesta y que pretende acabar con un Estado es, al fin y al cabo, un «acabar con» la humanidad. Pero para ser conciente de la envergadura del desafío y del ejemplo de la respuesta a dar, deberíamos entender que la historia de «acabar con» incluye a los africanos que, en Haití, de 1791 a 1804, denunciaron, con otras palabras, la brutalidad de la esclavitud.

Sin embargo, en la lógica de los «descubridores», un africano encadenado que logra liberarse, recuperando su libertad, debe ser completamente aplastado, sin excepción. El acabar con Haití persistió durante más de dos siglos. Es de esperar que el acabar con la República Democrática del Congo continúe. La exigencia de acabar con esta posible recuperación de la libertad, de vida, está reforzada por el miedo, en la cabeza de quienes quieren acabar con la libertad y la vida, de lo que un ejemplo así podría generar.

A pesar de la condición de Patrice Lumumba como héroe nacional, todo se hizo, tras su desaparición, para presentarlo como alguien que daba miedo. Con frecuencia escuchamos hablar de millones de muertos desde la guerra de 1997. Es necesario. Pero, ¿por qué se olvidan de las otras víctimas? Por ejemplo, el recuento de aquellos y aquellas lumumbistas que muertos, torturados, encarcelados durante el régimen de Mobutu, que yo sepa, nunca se ha realizado. A quienes dudan de la amplitud de ese «acabar con» los lumumbistas, basta decirles que lean los trabajos de los mercenarios como Mike Hoare o que escuchen cómo el mercenario Müller (ex SS nazi) cuenta, sonriendo, cómo no podía acordarse de cuántos congoleños había matado, pues se le había ordenado eliminar a todo aquel que se moviera en las zonas donde actuaba.

La historia de «acabar con» es muy larga y para nada rectilínea. Además de las contradicciones propias que produce, recoge las resistencias pasivas y activas, del interior y del exterior, de su lógica asesina. El reto de cómo acabar con el «acabar con» pertenece a todo el mundo. Quienes se crean más dotados que otros para responder, les deseamos que resistan a esta tentación: la respuesta debería llegar de aquellos y aquellas que han sido, y que continúan siendo, los objetivos de este «acabar con» a todos los niveles, local y global.

Jacques Depelchin es historiador congoleño, profesor en la Universidad de Dar es Salaam (Tanzania) y en el Centro de Estudios en Maputo (Mozambique). Es autor de numerosos artículos y varios libros, como el aclamado ‘Silences in African history. Between the syndromes of discovery and abolition’ ( Mkuki Na Nyota Publishers , Dar es Salaam, 2005). También es director de Alliance International Ota Benga por la paz en la República Democrática del Congo.