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Derecho a Decidir versus Democracia Radical

Fuentes: El Viejo Topo

¿Existe el derecho a decidir? Si existiera, ¿puede ejercerse democráticamente? ¿Puede aplicarse el derecho de autodeterminación a las modernas sociedades contemporáneas por su heterogeneidad? ¿Tiene algo que decir la izquierda en todo esto? Democracia secuestrada vs democracia radical Hay ciertas adjetivaciones de la democracia, como «democracia radical», «democracia deliberativa» o «democracia participativa», que resultan pertinentes […]

¿Existe el derecho a decidir? Si existiera, ¿puede ejercerse democráticamente? ¿Puede aplicarse el derecho de autodeterminación a las modernas sociedades contemporáneas por su heterogeneidad? ¿Tiene algo que decir la izquierda en todo esto?

Democracia secuestrada vs democracia radical

Hay ciertas adjetivaciones de la democracia, como «democracia radical», «democracia deliberativa» o «democracia participativa», que resultan pertinentes por su acento en conceptos y procedimientos democráticos que van más allá de las libertades individuales y los mecanismos representativos. En el actual contexto español, pero también en el europeo y el global, estas adjetivaciones tienen un claro significado, como sucede en el caso de «democracia radical».

Con el objeto de delimitar el concepto y la exigencia de democracia respecto a factores que la han secuestrado o desvirtuado cabe señalar, en concreto, dos factores relevantes que de hecho han convertido el ejercicio de la democracia en una simulación:

• 1. La usurpación de las instituciones democráticas por el régimen de partidos que llamamos partitocracia, que afecta además a la independencia del poder judicial y que contamina con la corrupción todo el entramado institucional.

• 2. La concatenación de agentes y factores políticos, económicos y sociales interconectados entre sí, que han conducido a la servidumbre del poder político ante el poder financiero y las grandes corporaciones.

Por su incidencia en la degeneración del sistema democrático conviene señalar algunas manifestaciones políticas y sociales de esos dos factores, tales como la reclusión (reducción) de la participación ciudadana en la elección de listas cerradas de los partidos, los graves déficits democráticos del sistema electoral y representativo y la utilización de la administración y recursos públicos para la creación de una red clientelar y de una administración pública paralela, ambas ligadas a la partitocracia. Estos factores, interconectados entre sí, constituyen una compleja urdimbre de mecanismos, instancias y entes que han secuestrado el protagonismo de los ciudadanos en el ejercicio de la soberanía y, por el contrario, han permitido establecer una «puerta giratoria» estructural entre las élites del poder político y las de los poderes financieros y las grandes corporaciones, sobre todo de la energía y los medios de comunicación.

Los agujeros negros del sistema democrático español han estado blindados durante décadas de un modo bastante eficaz debido al funcionamiento electoral de la partitocracia y a la vigencia política y social de las ideologías y siglas del sistema de partidos (las de los partidos nacionales o estatales y las de los nacionalistas). Pero a estas alturas tales agujeros negros resultan de sobra conocidos y forman parte del debate político y de la opinión pública desde la eclosión de la «revolución ciudadana» que supuso el 15M y el movimiento de los ciudadanos indignados.

Por ello, aunque la existencia de diferentes interpretaciones puede hacer polémica la definición, en un sentido estricto y unívoco, del concepto de «democracia radical», los debates, ideas y datos surgidos a raíz del 15 M y de los movimientos derivados del mismo (a este respecto tienen particular relieve los supuestos programáticos de «Red ciudadana-Partido X») permiten centrarnos en ciertos procedimientos y principios que socialmente aceptamos como constitutivos de una «democracia radical» o de una «regeneración democrática» de la política y lo público.

En este sentido, la radicalización de la democracia como idea y sistema político no es solo, o no debiera ser solo, un postulado político y una demanda ciudadana sin más, sino un ejercicio de plenitud constitucional que permite a los ciudadanos actuar sin esperar a que la situación cambie mediante elecciones o referéndums, que no vienen sino a legitimar las listas cerradas y demás artilugios de simulación de los partidos vigentes y de los sucedáneos, casi religiosos, de los nacionalismos de los «pueblos» o comunitarismos identitarios. Nos referimos, en concreto, al sistema electoral vigente y al modelo de consulta o referéndum auspiciado desde el poder, al margen de mecanismos o reformas constitucionales, y diseñado expresamente para dar cobertura a las decisiones del poder que los convoca en nombre de supuestas legitimidades democráticas de constructos nacionales étnicos.

Con el término «democracia radical» tratamos, de este modo, de focalizar la atención y el debate en los movimientos ciudadanos que se proponen la recuperación de la ciudadanía como único sujeto político soberano y fuente de legitimidad democrática.

Esto implica, en las circunstancias actuales, participar y centrar el análisis en la defensa de lo público ante su invasión por intereses y corporaciones privados, de partido y de entes nacionalistas, la implantación integral de leyes de financiación y transparencia de todas las organizaciones políticas, sindicales y sociales subvencionadas, las auditorias del funcionamiento democrático de todos los partidos políticos y entes que reciben fondos públicos, la eliminación de las administraciones públicas paralelas, la supresión de los privilegios de casta de los políticos, el control público exhaustivo de los bancos y de las operaciones financieras y especulativas…

Tratamos, en definitiva, de centrar nuestra atención y debate en cuantos movimientos y plataformas ciudadanas se proponen el ejercicio pleno de los derechos constitucionales contra todo el sistema político e institucional que han conformado y usufructuado las élites políticas, sociales y económicas y las castas autonómicas a lo largo de más de tres décadas.

Nos parece prioritaria esa «metodología democrática» que fija su atención y su objetivo en las múltiples manifestaciones de la «ciudadanía en acción», que en el momento actual constituye la mejor expresión del sujeto político de la democracia y la única alternativa a largo plazo al vigente régimen de partidos y a las castas autonómicas. Nos referimos en concreto a los movimientos y plataformas que promueven la exigencia de responsabilidades políticas y penales a los responsables de la crisis, la fiscalización de la gestión de lo público, las denuncias de la corrupción institucional, la eliminación de las «malas prácticas» de los bancos, los movimientos contra los desahucios y las hipotecas, la defensa de la sanidad y educación públicas, etc. Y si los partidos políticos siguen puntual y eventualmente el ejemplo de los movimientos de la «ciudadanía democrática en acción», han de ser tratados como simples agrupaciones de ciudadanos que por una vez cumplen con su deber.

Sin menoscabo de esa «metodología democrática» los puntos que siguen serían, en sustancia, los elementos principales que caracterizarían lo que entendemos como democracia radical:

• Un sistema en el que la toma de decisiones se realiza con la participación ciudadana.

• Un sistema representativo con mecanismos de revocación y de seguimiento permanente y en el tiempo de la actuación de los representantes.

• Un sistema donde el voto de cada ciudadano tenga el mismo poder (valor) político independientemente de sexo, condición o lugar de residencia.

• Un sistema donde la igualdad y justicia sean una realidad. O dicho de otro modo: un sistema en que la fiscalidad redistributiva progresiva, la plena igualdad de oportunidades y los derechos sociales estén totalmente garantizados.

• Un sistema deliberativo que precisa de la información y la formación necesaria y suficiente de los votantes.

• Un sistema de democracia política, económica y social cimentado en valores democráticos «republicanos».

• Un sistema en el que el demos -la ciudadanía- lo determina el alcance y efecto de la decisión.

La democracia en Cataluña

Antes de entrar en el debate sobre el «derecho a decidir» es preciso contextualizarlo y determinar si es el derecho de autodeterminación lo que se reclama en Cataluña y Euskadi.

En cuanto al contexto, conviene tener en cuenta que la tendencia de la izquierda española en la oposición al franquismo y desde la Transición ha sido la de empatizar o participar de los nacionalismos llamados «periféricos», en radical oposición no solo a la tradición del federalismo republicano español (el de Pi i Maragall) y del anarquista mayoritario sino también en oposición al liberalismo progresista y democrático del que surgió el republicanismo. No es insustancial que en las guerras civiles entre liberales y carlistas que recorren todo el siglo XIX español, Cataluña y el actual País Vasco fueran un feudo del carlismo y de la reacción al liberalismo, al progresismo democrático y al republicanismo. No resulta difícil rastrear en las manifestaciones actuales de los nacionalismos las huellas de la ideología carlista (la de la «patria» elaborada en el Antiguo Régimen) que pasó a formar parte de las fuerzas conservadoras.

El posicionamiento de la izquierda española sobre la llamada «cuestión nacional» choca de lleno, además, con la tradición intelectual e ideológica mayoritaria de la izquierda europea, que entronca con la tradición democrática jacobina (punto de partida de la democracia «radical» y «republicana») y, asimismo, con las ideas básicas de Marx, Otto Bauer y Rosa Luxemburg respecto a los nacionalismos. Al contrario que en España, la tradición de las izquierdas europeas no ha comulgado, ni comulga, con la teorización y aplicación soviética del principio leninista/estalinista de autodeterminación de los pueblos en que se apoyan muchos de los nacionalismos contemporáneos.

Adentrándonos más en ese contexto es plausible contemplar el actual revival de los movimientos nacionalistas en Europa dentro del proceso de «balcanización» política que generó el desplome del bloque soviético, al emerger los conflictos multiculturalistas que la URSS y el bloque soviético habían incubado durante décadas de tiranía burocrática, de la que fue pieza importante el relativismo étnico que supuso la aplicación estalinista del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Y a la vez es asimismo plausible contemplar las dinámicas nacionalistas en la UE como piezas de las fuerzas que ven en el proceso de globalización la oportunidad de generar una fuerte onda expansiva de reacción a la democracia, de modo semejante a como la Restauración europea de 1814-1830 generó un sistema legitimista de reacción al jacobinismo, es decir a la democracia, tras la caída del Imperio napoleónico y del mismo modo en que los nacionalismos y fascismos asumieron, en tiempos del imperialismo, una violenta y agresiva reacción a la democracia de masas contemporánea tras la crisis de la Gran Guerra y del crack del 29.

La reacción nacionalista actual, lo que llamamos «balcanización política» subyacente en la UE de los Estados constitucionales o nacionales, nos parece, sin duda, una potente reacción de una «Europa de los pueblos» contra el proceso en ciernes de una ciudadanía democrática europea o de una Europa de los ciudadanos y no de los «pueblos» o comunidades identitarias, cuya existencia se justifica en la mayoría de los casos por ideologías historicistas y medievalizantes (románticas) de pasados ancestrales y por la existencia de «naciones» identitarias previas y de orden «superior» a la ciudadanía democrática.

No es casual que la onda nacionalista de la «balcanización política», rediviva con el estallido de los nacionalismos en la antigua Yugoslavia y la Europa oriental, haya crecido en el transcurso de la crisis económica y social como réplica no democrática a una progresión de la ciudadanía democrática (de la que formaba parte el 15 M). Adscribimos al mismo proceso de «balcanización política» de la democracia el resurgimiento de variantes nacionalistas a los populismos homólogos de Austria, Holanda y Francia (lepenismo) que suelen ser silenciados como tales para no deslegitimar el aura romántica y populista de las «naciones sin Estado».

La simpatía de buena parte de la izquierda española y de ciertas corrientes progres de la UE por el multiculturalismo las viene incapacitando para cuestionar la validez democrática de la terminología «comunitarista» y étnica relativa a esos entes ( «naciones sin Estado», «pueblos», «Estado plurinacional», «federalismo diferencial», etc.) y las incapacita aún más para situar los procesos soberanistas en curso dentro de los movimientos europeos y globales a los que nos hemos referido con anterioridad.

Las organizaciones españolas de izquierda, ajenas a la tradición de la izquierda europea antinacionalista, situadas en la órbita del multiculturalismo y ligadas a la inercia heredada del lenguaje antifranquista y de la Transición, se encuentran huérfanas de debates críticos con un mínimo de rigor y de argumentos en este terreno. Por esa falta de rigor en el lenguaje político e ideológico se consideran «normales» hechos radicalmente contradictorios con la democracia y con nuestro concepto de izquierda. Por ejemplo: que el PSOE respete el «derecho a decidir» del PSC y apruebe un marco federal para España regido por las asimetrías, diferencialismos y desigualdades de estatus; que IU (con sus homólogos ICV-EUiA y EB) posea asimismo un programa federal diferencial y asimétrico, se asocie a los nacionalistas más recalcitrantes y postule un sistema de privilegios fiscales (régimen foral o sistema de concierto) para las regiones ricas; y que, en consecuencia, unos y otros apoyen el «derecho a decidir» de los catalanes (y vascos) sobre el conjunto de los ciudadanos españoles y sobre los principios de soberanía constitucional que afectan a todos los ciudadanos por igual.

Paradójicamente, el éxito de esos postulados nacionalistas en las izquierdas de Cataluña no se explica si la mayoría de los ciudadanos de Cataluña no hubieran votado PSOE cuando se trataba del PSC y no hubieran votado PCE (o IU) cuando se trataba del PSUC (o IC-V) inducidos a la hora de votar por la inercia de las siglas de partido, que reflejan bien la herencia nacionalista de la «cuestión nacional». Sin esa paradoja, que está en la base del sistema político catalán desde la Transición a nuestros días, resulta muy difícil explicar la hegemonía nacionalista de la que ahora disfrutan Artur Mas y los socios del pujolismo, ERC y todo el magma nacionalista de ANC, las CUP y Procés Constituent.

Volviendo al hilo de la cuestión, resulta realmente significativo que los productores de ideología y dirigentes políticos de las «izquierdas» nacionalistas se resistan a considerar cuestionables los supuestos «derechos colectivos» y a exponerlos a las argumentaciones de quienes piensan en contra, acusándoles de negar supuestos derechos democráticos y, aún más, el democrático derecho de votar y otras simplezas por el estilo. Los mentores de las «izquierdas» nacionalistas suelen, además, descalificar las posiciones críticas como si éstas propugnaran el establecimiento de una mordaza a un ineludible derecho democrático, coartado y negado por el nacionalismo mayor, el españolista. Cualquier intento serio de análisis ha tropezado siempre con la estrategia nacionalista de atrapar a los ciudadanos dentro del «círculo perverso» de los nacionalismos que describió Ignatieff: si criticas el catalanismo es porque eres un españolista en algunas de sus expresiones (lerrouxista, neolerrouxista, vidalquadrista de izquierdas, facha…).

Las izquierdas a las que nos referimos, tras más de tres décadas de régimen constitucional democrático y de modo similar a los ideólogos de ETA, piensan que el nacionalismo español (que existe y es injusto, antidemocrático e insolidario como todos los nacionalismos) hace bueno al nacionalismo catalán, por mucho que se les inste a no confundir nacionalismo español con constitucionalismo ni con «patriotismo constitucional». Es algo básico, una especie de abecé democrático que les resulta imposible admitir. Por la misma razón no pueden pararse a relacionar el constructo soberanista del «derecho a decidir» con las muy xenófobas, reaccionarias e imperialistas manifestaciones que han caracterizado también a los nacionalismos «periféricos», desde Sabino Arana y Prat de la Riba a Arzallus, Ibarretxe, Pujol, Mas o Francesc Homs. Sin embargo, esa conexión es uno de los factores explicativos del significado del neologismo y eufemístico «derecho a decidir».

Ni siquiera se plantean que un referéndum convocado bajo un régimen político que se encuentra sometido a la hegemonía de los nacionalistas -en el que éstos ejercen un control excluyente de las instituciones, de los medios y de la opinión pública- y que pretendía imponer una iniciativa de referéndum al margen de la legalidad constitucional, de modo unilateral, con una pregunta tramposa y aun antes de que exista una legislación parlamentaria ad hoc , es un perverso montaje político que carece de cualquier validez democrática y que, incluso, podría considerarse un prototipo de referéndum antidemocrático. Con los inevitables cambios de escenario tal iniciativa, en nuestra opinión, no tiene más crédito que los referéndums organizados por regímenes dictatoriales, como fueron los que organizaban los franquistas para refrendar sus grandes decisiones políticas.

Sorprende que, como mínimo, no choque que el ejercicio de fraude y manipulación que implica la actual escenificación del «derecho a decidir» o a votar se dé la mano con el desprecio a las «líneas rojas» de las libertades individuales y de los derechos democráticos por parte de las instituciones y entes convocantes. Manifestaba un analista y escritor, Eduardo Jordá, que «el ideal nacionalista -que aquí defiende una parte de la izquierda- es un atlas minucioso de la más miserable vida provinciana franquista: beatas vigilando a los vecinos, maestros que enseñan Formación del Espíritu Nacional y censuran las redacciones de los alumnos, entrenadores de fútbol que cobran un sobresueldo como informantes, etc., etc. Y todo, por supuesto, camuflado con una sonriente actitud festiva que oculta su propósito (el «derecho a decidir»). En relación con esto, uno de los grandes misterios de nuestra época es el papel que juegan IU y Podemos en esta comedia que puede terminar en una película de terror».

Desde las atalayas de estas organizaciones que operan en nombre de la izquierda tampoco se repara en que, como afirmaba un periodista, «cualquier posible pregunta es, en sí misma, e independientemente de la respuesta, la avanzadilla de una intención determinada. Y la intención puede ser pérfida, además de política. ¿Qué pensaría IU de un referéndum convocado para pedir a los ciudadanos su opinión sobre la idoneidad de recuperar los presos de conciencia o la pena de muerte? ¿No consideraría que con ello, fuese cual fuese el resultado, se daría un enorme paso atrás en materia de derechos humanos y razón democrática? ¿No es capaz entonces el partido de prever las consecuencias sociales que acarrearía la consulta que propone Mas? Pues no. Parece que no». Nosotros añadiríamos: ¿no le ha pasado a nadie por la cabeza que por ese camino puede llegarse a plantear una consulta o elecciones plebiscitarias entre fascismo y democracia como en la Alemania de 1933?

El contexto, en suma, viene dado por el hecho de que los partidos que se presentan en estas «naciones» como los principales valedores de la igualdad, de los valores republicanos e incluso de la utopía, ven con buenos ojos y no cuestionan una consulta dirigida exclusivamente a culminar la hegemonía nacionalista sobre la sociedad y a segmentar a la ciudadanía con el único fin de otorgar privilegios a una parte y negárselos a los restantes.

El derecho de autodeterminación

Una vez contextualizado el debate hablemos del derecho de autodeterminación. Primero conviene recordar que el derecho a la autodeterminación está perfectamente definido en la legislación internacional. No tenemos dudas de que tal derecho asiste al Sahara Occidental, antigua colonia española actualmente ocupada por Marruecos, y a Palestina, ocupada, sitiada y desangrada por Israel. Pero plantear que dicho derecho le asiste a Cataluña o a Euskadi es cuanto menos una temeridad.

Primero habrá que determinar, por ejemplo, en qué momento Cataluña ha sido o es una colonia de España, algo imposible a la vista de una historia seria y no manipulada. Pretender situar un origen en 1714 es algo ahistórico que no concuerda con la realidad. Aquello no fue una guerra entre dos identidades, sino una guerra por la corona española, y la posición de Cataluña no fue unánime, como no lo fue en el resto de España. Tras 1714, además, se elimina el monopolio del comercio con América que tenía el puerto de Sevilla, y eso supuso el inicio de la época de máximo desarrollo económico y social de Cataluña, que consiguió una relación mercantilista privilegiada con las colonias al controlar el monopolio de las manufacturas textiles y de las indianas en que se fundamentó la protoindustrialización catalana. Y eso sin entrar a valorar las formas de obtención de plusvalías poco humanitarias con el tráfico de esclavos y que sentaron las bases para esa burguesía que conforman las conocidas 300 familias.

Son estas élites las que convirtieron un acontecimiento, el de la derrota de la facción austracista, en la reclamación «nacional» de un régimen estamental, preliberal y preconstituyente, cuya «legitimidad» se impone a la soberanía y legitimidad democrática de los ciudadanos. Así fue durante el siglo XIX de forma paralela a como crecía el miedo de esas burguesías comerciales e industriales a la conflictividad social y a la «cultura popular» (motines, «rebomboris», ludismo, huelgas, modos de vida alejados del «pairalismo»…), que caracterizó la industrialización en Cataluña. Dentro de una sociedad y de una cultura dual como pocas se fue forjando la mitología de una legitimidad historicista, estamental, tradicionalista, que funcionó como una cruzada contra la nueva sociedad y cultura popular urbana de la España liberal que «contaminaba» a Cataluña.

Lo que fue un lento proceso de construcción regionalista y nacional de signo romántico y herderiano, emparentado con el foralismo, acabó metamorfoseado en un movimiento nacionalista reivindicativo de protección arancelaria para monopolizar el mercado textil y de otros productos en el proceso de formación del mercado español (que entonces englobaba los restos del imperio colonial). De hecho la protección arancelaria, que se inició en 1821, ha persistido hasta bien avanzado el régimen franquista; a la protección arancelaria se sumaron otros privilegios, como el monopolio de ferias de muestras internacionales, que estuvo vigente hasta 1979. La reconversión del regionalismo en nacionalismo se debió, además, a una agresiva reacción contra la sociedad de masas y los movimientos sociales y democráticos nacientes, que se consideraban contrarios a la idiosincrasia catalana, procedentes del anárquico y «atrasado» ser español.

Fue el golpe a esa posición privilegiada, protegida y prominente, que supuso la pérdida de las últimas colonias y la crisis finisecular, lo que convirtió 1714 en el símbolo de un nacionalismo victimista, nostálgico del imperio español perdido y tendente a considerar a España como una nación atrasada, impermeable a la modernidad y «argárica» (africana), no sin fuertes tintes xenófobos. Esa España anacrónica y sin jerarquía de valores morales y sociales era, además, la culpable del fantasma que penetraba en el imaginario orden social tradicional catalán: el asociacionismo republicano federal y radical, el anarquismo y las ideas socialistas, todo ello encarnado en la figura del «forani». El fantasma interno venía del Sur.

Del victimismo se pasó, en los años 30, a la contabilidad de las «relaciones comerciales con España» y a formulaciones incipientes del «déficit fiscal». El victimismo nacionalista mostró sus veleidades con el independentismo cuando la depresión económica de los 30, la crisis social de la II República y el estallido de la guerra civil y la revolución social les hizo pensar a los nacionalistas que había que exorcizar a los demonios propios y que el culpable era España. La eclosión actual del nacionalismo catalán (soberanismo, independentismo, derecho a decidir), manteniendo esa línea de continuidad, se ha visto exacerbado tras perder el privilegiado nivel de protección y localización industrial y de flujos financieros y de fuerza de trabajo de que dotaron a Cataluña los vencedores de la Guerra Civil, es decir, el régimen de Franco. La conformación del mercado nacional español contemporáneo protegió y favoreció la localización industrial y los flujos financieros, de capital y de mano de obra del resto de España hacia Cataluña en detrimento de regiones a las que se «especializó» en el sector agrario, y esa relación desigual, ventajosa y segura para la economía catalana ha persistido hasta nuestros días.

No se trata, pues, de un movimiento soberanista de víctimas a las que mueven unos insoportables agravios sino de un nacionalismo de regiones ricas que se empeña en mantener su situación de superioridad y que trata de poner tierra por medio con la hacienda, la legalidad y la justicia estatales, por la sencilla razón de que constituyen una amenaza para el estatus de la actual «casta autonómica». En esto se iguala con las amenazas que la ley común representa para todas las «castas autonómicas», implicadas en mayor o menor grado en la corrupción institucional y en el saqueo de recursos públicos, y con la posibilidad de una fiscalidad redistributiva más progresiva y democrática. La igualación -sobre todo, a la hora de compartir las secuelas de la crisis- resulta un agravio insoportable para quienes se sienten «diferentes» y consideran que disfrutan de un diferenciado «derecho a decidir».

Para entender con rigor la coyuntura actual es preciso, pues, tener presente esa relación desigual entre las CC. AA. en España, que sigue vigente y en algunos aspectos se ha agrandado, a pesar del efecto nivelador o compensatorio que durante unos años supuso el Estado autonómico. El pasado año, según la Oficina de Estadística de la UE (Eurostat), la renta media en Cataluña fue de 28.400€, solo superada por Navarra (29.100€), Madrid (31.500€) y País Vasco (33.500€) frente a los 16.700€ de Extremadura, los 18.300€ de Andalucía y los 19.300€ de Castilla La Mancha. La renta per capita más alta, País Vasco, dobla la más baja, Extremadura. La renta media catalana supera en un 55% la andaluza y en un 70% a la extremeña, y es del 125 % respecto a la media española (22.700€), mientras que la andaluza se sitúa en el 86 %, curiosamente justo al contrario que a principios del siglo XIX. Aun así Cataluña ha venido recibiendo fondos europeos como región de España, que no hubiera recibido de ser destinados dichos fondos a las regiones españolas de modo diferenciado. Y además Cataluña ha recibido en el último reparto del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA) el 30 % del total (14.800 millones de euros), con una media por habitante casi el doble que la andaluza. En el mismo orden, en los presupuestos estatales recientemente presentados por el Ministro de Hacienda, Cataluña sale beneficiada del gasto por habitante previsto, si se compara por ejemplo con Andalucía.

En realidad, el presunto maltrato que recibe Cataluña de España se ha convertido en una recurrente justificación para no rendir cuentas de la gestión de su Gobierno, que ha sido alumno aventajado en la política de recortes sociales y en el endeudamiento público. Cataluña destaca por ser la comunidad autónoma que mayor deuda tiene con sus proveedores autónomos y la que más tiempo tarda en saldarla. Comparte con Andalucía el liderazgo en asignar a la sanidad el menor gasto por habitante de todas las CC. AA. Ese liderazgo compartido se extiende asimismo a la corrupción institucional, que se ha convertido en un rasgo casi identitario de este patriotismo de faltriquera. Los cambios acaecidos durante las más de tres décadas de gobierno nacionalista han convertido a la Generalitat en un régimen en el que tienen un peso determinante las nuevas élites económicas surgidas de la especulación inmobiliaria y financiera y de la corrupción institucional. Por vez primera en la historia contemporánea de Cataluña, además, existe una administración pública clientelar de tal magnitud que hace que el funcionariado autonómico y las clases medias clientelares tengan una influencia decisiva en la sociedad y la opinión pública de Cataluña. Se ha creado, asimismo, un mercado cultural «propio», acotado para los intelectuales, agentes culturales, empresas y profesionales de los medios de comunicación. El monopolio institucional y el manejo de los recursos públicos que ostentan los nacionalistas blinda a esas élites, excluye la competencia (principalmente la del «mercado» político, social y cultural español) y mantiene «protegido» ese sector de clases medias y trabajadores de cuello blanco, que se han convertido en el principal sostén del régimen catalanista. Y, para redondear el panorama, el proyecto soberanista cuenta con la adhesión de las principales organizaciones de izquierda y de jóvenes radicales, espoleados por la crisis.

Es pues un contexto propicio para ejercer una decisión (la del «derecho a decidir»), que significa una fuga hacia adelante ante a la amenaza, como decíamos, de la legalidad estatal y de la «ley común», que amenazan la existencia misma del régimen catalanista.

Pretender que en Cataluña hay un pueblo oprimido, potencial sujeto del derecho a la autodeterminación, es de imposible demostración. Para ello deberíamos aceptar que la mayoría de la población pertenece a una cultura que está oprimida, impidiéndole utilizar su idioma y siendo explotados sus ciudadanos por empresas propiedad de la supuesta nación opresora. La realidad es tozuda. En los puestos de poder político y económico está la burguesía catalana, y esta tiene grandes propiedades e intereses y ligazones con el resto de las burguesías españolas. La población catalana tiene orígenes e identidades diversas, la pluralidad es el hecho más distintivo (diferencial según el discurso nacionalista). La lengua más hablada es el castellano y la segunda el catalán; en cambio esta goza de un estatus de privilegio social, de exclusividad como lengua vehicular en la enseñanza, contraviniendo las sentencias que sobre conjunción lingüística ha emitido tanto el Tribunal Constitucional como el Supremo y el Superior de Justicia de Cataluña. La política lingüística es la columna vertebral para un proyecto de ingeniería social de asimilación identitaria y de aculturación de las clases populares, mayormente de origen castellano hablante.

Derecho a decidir

En los últimos años se ha acuñado el constructo «Derecho a Decidir» (que vino a suceder al del «derecho a la autodeterminación», para el que se recogieron firmas durante muchos años), pero tal vez es bueno replantearse su origen y significado. Aparte de su uso por Ibarretxe con el mismo criterio que el actual, existe otro precedente: «el derecho a decidir sobre el propio cuerpo» que reclama el feminismo frente al machismo, frente a la penalización del aborto y frente a la pretendida superioridad masculina. Es un derecho individual, de la mujer, que define el objeto sobre el que se reclama el derecho, su propio cuerpo. No hay equívoco posible.

Otros antecedentes no españoles invitan a una seria reflexión. Cuenta Eduardo Jordá que «en los años 60, en el sur de Estados Unidos, los blancos que aplicaban la segregación racial contra los negros esgrimían siempre su derecho a decidir. Y como eran mayoría, siempre conseguían imponer la segregación racial. Así que, si los negros consiguieron sus derechos civiles, no fue porque se aplicara la democracia en sentido estricto sino porque se obligó a los Estados del Sur a cumplir unas leyes federales que nunca habrían sido cumplidas por ellos. Es decir, que los derechos civiles se impusieron en virtud de un principio superior que desterraba el derecho a decidir». El hecho, de paso, aclara cuál es el significado real y democrático del federalismo.

Qué, quién, cómo. Si analizamos la frase: «derecho a decidir» es evidente que carece de significado por si misma ya que no determina ni qué se quiere decidir, ni quién, ni cómo. Sin embargo los defensores del supuesto derecho parecen tener claro que se refieren a una decisión unilateral de una parte de un territorio sobre su deseo de separarse restringiendo tal decisión a la parte que lo desea (afinando aun más: a la parte de la parte/territorio). Es decir, no es un derecho individual, no es un derecho humano fundamental. Ignora a otra parte de la ciudadanía en el ejercicio democrático, negándoles la participación en el supuesto derecho, arrogándose un privilegio sobre los otros (39 millones de ciudadanos españoles) en base a criterios de corte étnico o de interés económico. Finalmente no parece claro cómo se establece ese derecho, cuáles son los porcentajes en participación y en votos que dan validez a la decisión de segregación de la parte.

Si aceptamos que «derecho a decidir» es la capacidad de una parte de un Estado para separarse según sus propios criterios y sin contar con el resto de sus conciudadanos habremos de determinar qué partes/territorios tienen ese derecho y en base a qué.

Acudir a la historia para reclamar este derecho no parece un argumento serio. La ficción histórica se da hoy en Cataluña con tanto ahínco como en pleno franquismo. Y aunque la comparación puede resultar odiosa lo realmente grave es que se dé en un sistema que se autodenomina democrático. ¿O es que cuando criticamos a la casta del régimen del 78 por la degradación de la democracia la crítica no afecta a nuestra Cataluña?

Usar el trato fiscal desigual parece propio de las élites insolidarias de territorios ricos, como sucede en la Padania, en el norte de Italia, con las campañas auspiciadas por la Liga Norte. «Roma ladrona» es uno de sus más conocido eslóganes, así como el desprecio xenófobo por los conciudadanos de las zonas menos desarrolladas del país. En Italia la izquierda no tiene dudas sobre la adscripción derechista del nacionalismo, como indicábamos antes.

También se argumenta que la simple voluntad de un grupo de esa parte que se sienta incómodo con la pertenencia al todo puede plantear dicho «derecho a decidir» cual si fuera un matrimonio en el que uno se quiere separar, olvidando que una comunidad es un conjunto de sujetos con sentimientos e intereses variados y encontrados entre sí. Es esta una comparación recurrente y bastante pueril en sí.

Si se aceptaran cualquiera de los criterios anteriores para iniciar un proceso de «secesión» nos encontraríamos con llamativos absurdos. El déficit fiscal de La Moraleja en Madrid o de Sarriá en Barcelona con sus conciudadanos menos favorecidos es tal que podría tentar a sus vecinos a querer segregarse de su ayuntamiento, constituirse en comunidad autónoma o en estado libre asociado.

¿Existe pues el «derecho a decidir»? Taxativamente no. No existe ni internacionalmente, ni en la ONU, ni en ninguna constitución. Sólo puede entenderse como una demanda, nunca como un derecho.

Si planteamos una sociedad más democrática, en la que las decisiones políticas han de contar con la participación de toda la ciudadanía, estamos hablando de democracia radical y no de otra cosa.

Rafael Núñez fue dirigente del histórico Partido del Trabajo y es profesor de historia jubilado.

Vicente Serrano es miembro de la asociación Alternativa Ciudadana Progresista y del Círculo Podemos de Nou Barris (Barcelona).

Fuente: El Viejo Topo, noviembre de 2014