La última intervención militar occidental en Libia está dando lugar a un debate bastante extraño entre la conciencia crítica, y siempre tan inquieta, de la izquierda: la tarea parece ser distinguir entre buenas y malas invasiones de países del Sur, en función del momento o de los intereses en juego, se trata de decidir si […]
La última intervención militar occidental en Libia está dando lugar a un debate bastante extraño entre la conciencia crítica, y siempre tan inquieta, de la izquierda: la tarea parece ser distinguir entre buenas y malas invasiones de países del Sur, en función del momento o de los intereses en juego, se trata de decidir si las muertes provocadas por los bombardeos de Libia están justificados o no por un bien mayor.
Es más, la versión de lo que está pasando en este país nos las dan los medios de comunicación de masas, que no son más que meros portavoces de esas mismas potencias occidentales ansiosas por intervenir y, por lo tanto, son fuentes de poco crédito. Las mentiras continuadas sobre armas de destrucción masiva y amenazas terroristas para justificar invasiones hacen dudar de los argumentos empleados ahora para dar cobertura a esta nueva intervención.
Se mueve de esta manera el debate a un punto en el que se han superado las preguntas más necesarias: ¿Dónde está escrito el derecho a intervenir, por parte de Occidente, en cualquier territorio? ¿Quién crea el ranking entre dictadores atacables, soportables o directamente apoyables? ¿Dónde se decide cuándo cambia el estado de esos dictadores? ¿Con qué criterios? Y además existe otra cuestión de vital importancia: si en este orden mundial actual, son las potencias occidentales las encargadas de llevar a cabo estas intervenciones, ¿quien interviene para parar los crímenes de EEUU y Europa? Son precisamente esas potencias la principal amenaza hoy en día para la paz mundial y los principales terroristas de estado.
Esas preguntas no se plantean o se dan por contestadas: parece que no haya una historia detrás de cada uno de estos casos; la cuestión se centra en que éste o aquel dictador, en este mismo momento, sin tener en cuenta ni su currículo ni sus previos apoyos por parte de Occidente, merece ser castigado por sus males, y serán EEUU y Europa los brazos ejecutores de esta justicia divina.
El debate no debe estar en si tenemos o no derecho a quitar, a nuestro antojo, dictadores; existe otra cuestión previa: ¿con qué derechos los promovemos y apoyamos? Porque son muy pocos los casos en que estos regímenes han tomado el poder sin apoyo externo occidental, y apenas ninguno que no haya contado con el apoyo para mantenerse en el poder de una u otra potencia colonial o neocolonial, o de todas ellas. Parece, entonces, que el derecho a quitarlos viene de un simple hecho: somos nosotros mismos los que los hemos colocado en el poder y tenemos, por tanto, derecho a quitarlos cuando nos interese.
Y queda por aclarar quién y dónde se crea el listado de objetivos, en qué institución o sede gubernamental está la sala de espera donde los dictadores aguardan su turno para ser atacados, quién da los números para ser atendidos en esta cirugía bastante invasiva que se les aplica y cual es el motivo de que algunos se salten su turno y sean atendidos antes.
Al igual que la decisión sobre la aplicación de la pena de muerte no debe estar en función de un caso concreto ni de una situación específica, no se puede decir que esta invasión sí está justificada por el terror ejercido por este dictador en concreto, y criticar otras intervenciones militares, guiadas por objetivos similares.
No podemos caer en el error de cuestionarnos, uno a uno, los casos de invasiones militares que se vayan presentando, cuando de lo que se trata en realidad es que no tenemos ningún derecho, como potencias hegemónicas, a creernos los únicos con capacidad de solucionar situaciones de crisis en países extranjeros que, en la mayor parte de los casos, hemos ayudado a crear.
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