Fatema Ibrahim ha perdido a cinco de sus ocho hijos. Estaban en el campo de batalla y desaparecieron sin dejar rastro. Ahora, sus fotografías están colocadas en las puertas de los hospitales, por si alguien puede aportar alguna información. Sólo en Bengasi, más de 450 personas se han desvanecido. Sus familias aguardan con la angustia […]
Fatema Ibrahim ha perdido a cinco de sus ocho hijos. Estaban en el campo de batalla y desaparecieron sin dejar rastro. Ahora, sus fotografías están colocadas en las puertas de los hospitales, por si alguien puede aportar alguna información. Sólo en Bengasi, más de 450 personas se han desvanecido. Sus familias aguardan con la angustia de no saber si están muertos o fueron capturados por las fuerzas de Muamar Al-Gadaf
Nadie ha visto a los hermanos Anwar, Adel, Faez y Fakhy Ibrahim desde hace un mes y medio. La última vez que se tuvo contacto con ellos, el pasado 15 de marzo, los cuatro avanzaban hacia Brega convencidos de que la carretera era segura. Pero cometieron un error: fiarse de algún shebab tan desinformado como ellos que les instó a seguir adelante convencido de que las tropas de Muamar al-Gadafi no estaban tan cerca. Se adentraron, vestidos de militar y armados con sus Kalashnikov, en esa larguísima recta rodeada de arena, y se los tragó el desierto. Ahora, su familia espera con la angustiosa certeza de que solo pueden haber ocurrido dos cosas: o están muertos o fueron capturados.
Como los hermanos Ibrahim, decenas de libios, algunos combatientes y otros civiles, han desaparecido desde el inicio de las revueltas. Son las víctimas que más angustia generan. Para sus familiares, ni están vivos ni pueden ser enterrados. Tampoco el régimen ofrece noticias sobre los prisioneros. Por este motivo, la ausencia condena a los que se quedan a iniciar una búsqueda suicida entre el fuego cruzado.
Desde su desaparición, las fotografías de los cuatro hermanos están pegadas, la una junto a la otra, en las entradas de los tres hospitales de Bengasi. Por si alguien pudiese ofrecer algún dato. También en la fachada del cuartel general de los rebeldes, en la plaza de los Juzgados. Junto a sus rostros, un nombre, el mismo apellido y un número de teléfono. El mismo número de Libyana, que se empeña en seguir callado y no traer noticias. Ni buenas, ni malas.
«¿Cómo puedo sentirme? He perdido a cinco hijos, sólo rezo todos los días para que se encuentren bien». Fatema Ibrahim, la madre de todos ellos, consigue controlar las lágrimas únicamente en el momento en el que encuentra alguna tarea con la que distraer su cabeza. Alá siempre es un buen recurso para una mujer que sólo conserva a tres de sus ocho hijos. Uno de ellos, en el hospital. Aunque la fotografía del quinto ausente ni siquiera puede aparecer en público. Tampoco su nombre. «Era oficial del Ejército antes de que estallase la revuelta y su caso podría ser utilizado por los medios de Al-Gadafi. Desapareció en Ras Lanuf. Algunos dicen que su chófer le abandonó y otros, que podría haber huido a Egipto», explica Mohammed Ibrahim, de 21 años, el menor de la saga, desde el colchón de una modestísima vivienda de Bengasi que comparten con otras cinco familias que, como ellos, tuvieron que huir de Ajdabiya.
El caso de los Ibrahim es desgraciadamente significativo. De hecho, alguien debería de plantearse que, si la revuelta llega a triunfar algún día, quizás su nombre podría bautizar alguna de las calles de Bengasi. Hay poca gente que haya perdido tanto en tan poco tiempo. Aunque no son los únicos.
Decenas de casos
«Sólo en Bengasi hemos contabilizado 450 desapariciones. Pero cada día llegan nuevas familias para rellenar el formulario», asegura Omar Boudadoush, responsable del área de la Media Luna Roja que se encarga de buscar a quienes han dejado su habitación vacía. Sobre su mesa, ubicada en el banco de sangre de Bengasi, decenas de expedientes, que se reducen a una ficha con fotografía y los datos básicos, especialmente, cuándo fue visto por última vez. «La gente llega desesperada. Nosotros recogemos los datos y los contrastamos en todos los hospitales. Es lo poco que podemos hacer», explica Boudadoush.
En los estantes de esta oficina de la Media Luna Roja se amontonan las fotografías. También en las paredes de la Plaza de los Juzgados. La diferencia es que, mientras que Boudadoush sólo acumula imágenes a color, el muro del bastión rebelde recuerda también a los desaparecidos en blanco y negro: desde quienes murieron ahorcados en 1973 hasta los que no han dado señales de vida en las últimas semanas.
Desde las paredes de este edificio, convertidas en murales de la memoria, los retratos de personas como Kasser Abu Turquia, de Misrata, observan las manifestaciones que mantienen la moral de la retaguardia. Abu Turquia fue encarcelado en Abu Salim, una tenebrosa cárcel de Trípoli, y murió seis años más tarde. «No nos enteramos de que había fallecido hasta 2010», recuerda su hermano Hussein.
A pesar de todo, el trabajo que todavía está por hacer, los archivos de la Media Luna Roja sólo pueden contabilizar a quienes han desaparecido desde el 17 de febrero. Quienes, como Abu Turquia, se desvanecieron en las redadas nocturnas con las que los fieles al régimen perseguían a los disidentes, ni siquiera forman parte de ningún listado oficial. ¿Quién se iba a atrever a realizar un seguimiento sobre la represión en un país dominado por la sospecha?
El único intento conocido de archivar a los desaparecidos en tiempos de Muamar al-Gadafi se registró en el hospital de Ajdabiya. Todo el mundo da por hecho que nunca volverán a casa pero, por lo menos, quedarán como reivindicación para unas familias que tuvieron que coserse la boca para evitar convertirse ellos mismos en desaparecidos. Según lamenta Boudadoush, «tendrá que pasar mucho tiempo hasta que puedan investigarse los casos anteriores al 17 de febrero». Aunque el joven voluntario ya se ha puesto en marcha para crear un comité que se centre en los desaparecidos durante las cuatro décadas de régimen gadafista. «Por el momento, no podemos hablar», asegura, escudándose en «razones de seguridad».
Contrariamente a lo que podría pensarse, el perfil del rebelde que no regresó a casa no es el de un combatiente, sino el de un civil que se metió donde no debía y no pudo escapar. «La mayoría de ellos son jóvenes que iban desarmados, que se acercaron al frente sólo para saber qué ocurría y que desaparecieron. Aunque también hay casos de secuestros en la ciudad», afirma Boudadoush, antiguo comerciante de 39 años que lidera un equipo de 15 voluntarios centrados en una búsqueda casi imposible. «Miramos hospitales, preguntamos y esperamos. Fotografiamos los cadáveres, incluso si estos han sido ya enterrados», explica. Únicamente lograron resolver 27 casos, de los que 9 estaban muertos y 22 regresaron a casa.
También ofrecen un servicio de telefonía gratuito para que las familias que residen en el extranjero puedan contactar con quienes se quedaron atrapados en Libia. En el futuro, confían en que la mediación de instancias internacionales permita, al menos, que el régimen ofrezca alguna pista sobre el paradero de personas como los hermanos Ibrahim.
A través de la línea del frente
«Prefiero pensar que están en la cárcel, pero los necesito vivos», suplica su padre, Hami Ibrahim, de 70 años, que trata en vano de esconder el sufrimiento. En una sociedad tan tradicional como la libia, hombres como Hami mantienen la creencia de que las lágrimas son propiedad exclusiva de las madres. Aunque él también llora cuando nadie le ve. «Lo está pasando muy mal», señala, en voz baja, su hijo Mohammed. Quizás por este motivo, como terapia contra la frustración, el anciano se ha lanzado a una búsqueda desesperada a través de la línea del frente en la que pone en peligro su vida por lograr cualquier información sobre el paradero de sus hijos.
El equipo de Omar Boudadoush no puede dar más de sí. Así que el rastreo termina recayendo sobre las espaldas de familiares como Hami Ibrahim. «He estado en Brega, en Ras Lanuf, en Ben Jawad, pero es muy arriesgado», sostiene el padre de los cinco de Ajdabiya, que cruza las líneas enemigas confiando en que el hecho de ser un anciano le aporte algún tipo de inmunidad.
No se puede olvidar que estas localidades son las que más veces han cambiado de manos en los últimos meses, por lo que Ibrahim nunca sabe cuál será la bandera con la que se encontrará al acceder al casco urbano. «Esquivo los combates utilizando caminos a través del desierto. Pero hay que ser cuidadoso. Si los soldados de Al-Gadafi ven la bandera tricolor que llevo en el móvil puedo darme por muerto», indica. Ni siquiera los encontronazos con patrullas de Al-Gadafi, que llegaron a amenazarle con la ejecución inmediata, le han disuadido de una investigación que no aporta novedades.
«Todo son rumores», maldice. Sobre su hijo mayor, el coronel, Ibrahim ha llegado a escuchar historias tan rocambolescas como que podría haber cruzado a Egipto para tratar sus heridas. En cambio, el resto de sus hijos deberían de encontrarse en Sirte, el bastión gadafista, que es donde los sitúan todos los murmullos. Pero nada es confirmable. Lo que aumenta su temor por lo que haya podido ocurrir. «Mucha gente ha sido ejecutada», se lamenta.
Tampoco los antecedentes sobre el trato recibido por parte de los presos en Abu Salim ofrecen buenas perspectivas. Los Ibrahim, como tantas otras familias, tienen que aferrarse a la rumorología, a las historietas que nadie contrasta y que siempre sirven para castigar, todavía más, los pocos ánimos que quedan. Las únicas certezas a las que se aferran son que algunos milicianos han aparecido en la televisión del régimen confesando (con todas las comillas que se quiera) sus vinculaciones con Al-Qaeda y con la CIA. Pero son una minoría y entre ellos no se encuentran sus hijos.
Durante los últimos dos meses, los libios han aprendido a convivir con la ausencia. En el caso de la familia Ibrahim, más dolorosa. «Lo peor de todo es no saber si están vivos, muertos o capturados», resume Mohammed, el hijo pequeño, el que ha asumido la responsabilidad de quedarse con sus padres a pesar de que el cuerpo le pide sumarse a los rebeldes y seguir el camino de sus hermanos. Por ahora, sin una solución prevista en el futuro más cercano, Hami, Fatema y Mohammed tendrán que contentarse con seguir exhibiendo las cuatro fotos y esconder la identidad del quinto hermano.
Como ellos, decenas de familias siguen esperando diariamente con la mirada clavada en su Libyana. Como si, a fuerza de mirar al teléfono, éste pudiese traer alguna noticia sobre esas caras mudas que esperan en la fachada de los hospitales a que alguien les reconozca.