Estados Unidos tiene unas 750 bases militares en más de 80 países y se dice que existen para garantizar la democracia en el mundo. Una justificación con muy poco fundamento.
De 1945 a 2022, Estados Unidos ha impulsado o apoyado 350 operaciones destinadas a acabar con gobiernos instituidos en diferentes partes del mundo. De todos ellas, sólo el 12,5 % buscaron promover o trajeron la democracia. Quizá ocurra eso porque nadie puede exportar hacia fuera lo que no tiene en su interior.
No voy a referirme a las múltiples manifestaciones de falta de democracia que tiene el régimen político estadounidense (campañas billonarias financiadas por las grandes fortunas y corporaciones, sistema electoral que permite ganar a quien no tiene mayoría de votos, o que las políticas sanitarias, educativas o fiscales que se aplican sean contrarias a las preferencias manifestadas reiteradamente en encuestas por más de las tres cuartas parte de la población, entre otras). Hoy sólo mencionaré la que quizá sea la más patente y lacerante: la creciente exclusión del derecho al voto de quien se presume que no va a votar lo que interesa al poder económico.
Según el Centro Brennan para la Justicia, tan sólo de enero a octubre de 2023 se habían aprobado en Estados Unidos 17 leyes restrictivas del voto en 14 estados, mientras que había 325 proyectos de ley de ese tipo en otros 45.
Lo que buscan estas normas es hacer cada vez más difícil que los estadounidenses elegibles emitan libremente su voto al establecer restricciones al emitido por correo o anticipado, una identificación de votantes más estricta que afecta desproporcionadamente a los de color y a las personas con discapacidades, reasignando zonas electorales para favorecer a los republicanos en el cómputo final, o -entre otras- disminuyendo el número de colegios en las zonas de presumible mayoría de voto demócrata, para que emitirlo comporte mucha más incomodidad.
En los últimos censos electorales se han eliminado más de 19 millones de registros de las listas de votantes, y no más del 20% de esas bajas estaba justificada por cambios en la situación objetiva de los votantes.
La estrategia de restringir el derecho al voto, sobre todo a la población negra, de origen inmigrante o a los jóvenes, no es nueva, aunque el Partido Republicano la ha exagerado en los últimos años. Uno de los fundadores de la muy influyente Fundación Heritage, Paul Weyrich, lo dijo ya muy claro en 1980: «No quiero que todos voten (…) nuestra influencia en las elecciones aumenta claramente a medida que disminuye la población votante». Y las reformas legales para restringir el voto no son, desde luego, una simple ocurrencia de los republicanos. Las campañas para aprobarlas las financian grandes empresas, sobre todo de la industria de los combustibles fósiles, gastando para ello muchos millones de dólares.
Lo más bárbaro de todo esto quizá fue lo de Georgia: se criminalizó proporcionar alimentos y agua a las personas que, por los motivos que he mencionado, tenían que hacer colas durante largas horas para votar.
No es de extrañar que, incluso en un diario tan conservador como The Washington Post, se reconociera hace unos días «el miedo a una inminente dictadura de Donald Trump» (traducido aquí). Objetivo al que justamente se orientan todas estas nuevas leyes.
Quienes hacen todo eso con el voto y la democracia en Estados Unidos son los que dicen que van a llevar la democracia el resto del mundo y hay millones de personas ingenuas que se lo creen.
Cuánta razón llevaba Paulo Freire cuando decía en Pedagogía del oprimido que se estimula la ingenuidad para satisfacer los intereses de los opresores.