Recomiendo:
0

Egipto, Túnez, Libia....

¿Dónde está la ONU, matarile, rile, rile…?

Fuentes: Rebelión

Mientras las poblaciones del mundo árabe y berebere escriben hoy, demasiadas veces con sangre, una de las que sin duda será de las más bellas páginas de su larga e importante historia, aquella que por la parte que les toca y nos toca ojalá les permita, y no con nuestro apoyo, y no con nuestra […]

Mientras las poblaciones del mundo árabe y berebere escriben hoy, demasiadas veces con sangre, una de las que sin duda será de las más bellas páginas de su larga e importante historia, aquella que por la parte que les toca y nos toca ojalá les permita, y no con nuestro apoyo, y no con nuestra solidaridad activa, pasar de la condición de súbditos a la de ciudadanos. Página, todo hay que decirlo, mucho más bella e importante que la caída del muro de Berlín por mucho que ahora, en un afán de destacar para minimizar, traten de compararlas; hoy son los parias los que se rebelan, aquellos a quienes Frantz Fanon, en el título de su obra principal, tildó de forma hermosa y contundente como los «condenados de la tierra», condición ésta que no compartían con ellos buena parte de los pueblos del este de Europa, no sólo porque disfrutaban de una cobertura social incomparable, sino también porque el espacio geopolítico y cultural que siempre compartieron fue el espacio europeo, que aunque negado fue siempre una aspiración legítima que, más haya del timo que ha supuesto para no pocos de estos ciudadanos, no hay duda de que en los tiempos que corren los hace, todavía, menos vulnerables.

Pues bien, mientras estas poblaciones árabes y bereberes escriben esta hermosa página de su historia, ¿dónde está la ONU?, ¿dónde aquellas instituciones internacionales, pocas, con las que todavía hoy haríamos el esfuerzo de darles el mínimo de credibilidad que permitiría su reconstrucción?. Tal vez, como continúa el estribillo de la canción que da título a este artículo, en el fondo del mar o, más aún, como decía aquella vieja canción protesta española: «enterrados en el mar«.

Si algo ha quedado definitivamente claro para quien hasta hoy se resistiese a la evidencia, es la inepcia total de estas instituciones creadas en el seno de un sistema de explotación mundial, fabricante de la desigualdad más absoluta y cruel, como es el sistema capitalista. Estas instituciones son incapaces porque justamente nacieron para eso, para la impotencia cuando no para la complicidad y la coartada.

Pero no sólo estas instituciones han de cargar con el fardo de la vergüenza, también nuestras sociedades civiles lo comparten cuando son incapaces de movilizarse para mostrar su apoyo a pueblos que hoy luchan por la libertad y la dignidad. Los están matando ahí, al lado de nosotros, pero no va con nosotros, nada tiene que ver con estos gobiernos que pulcramente elegimos cada cuatro años, esbirros de nuestras transnacionales, que también ellos pulcramente miran para otro lado, susurran con la boca chica, porque a quienes esos pueblos persiguen hoy, a quienes pretenden expulsar del poder en un acto de coraje y máxima democracia, son sus amigos, sus socios, aquellos que llevan décadas ofreciéndoles los magníficos recursos de estos pueblos, que ya los querría Europa en su subsuelo o en sus mares, a precio de risa y comisión salvaje, aquellos que con el tinglado terrorista montan, siguiendo consignas importadas, estados policiales que siegan la vida de decenas de miles de personas que sólo pretenden una vida que en su casa se les niega de forma sistemática. Aquellos que sólo con su patrimonio robado y bien guardado en nuestras entidades bancarias, pagarían dos y tres veces la deuda inmoral que atenaza a sus pueblos.

Pues bien, Europa, en otro tiempo faro de revoluciones y libertades, es hoy un lugar timorato y envejecido que paradójicamente asiste confusa al espectáculo vivo de una democracia que ya no puede soportar. Los jóvenes alzados de todos esos países están ahí recordándole a los nuestros que son incapaces de movilizarse para defender siquiera sus derechos, cuanto menos aún para apoyar una lucha que incluso ignoran que, de triunfar, acabaría también por liberarlos a ellos, por darles un espacio de derechos cada día más conculcado y una utopía por la que luchar.

He ahí la paradoja, alguna vez escribí sobre el capitalismo actual calificándolo de capitalismo saturnal porque con su actitud depredadora e indiferente hacia sus niños mimados de siempre, sus enfants gâtés blancos, me recordaba el cuadro de Goya del dios Saturno devorando a sus hijos. Hoy podríamos dar un paso más y decir que la inmovilidad del blanco mientras le usurpan derechos conquistados también en batallas sangrientas como las que hoy tiñen las calles de tantos países, es una vuelta de tuerca del discurso de alienación creado desde su cultura par envolver con él a las otras culturas. Hoy el blanco es la principal víctima de su discurso histórico de alienación, hoy se queda quieto, convencido de vivir en el mejor de los mundos posibles mientras le roban el derecho al trabajo, a la vivienda, a la salud y a la educación; mientras la mayoría de los servicios, privatizados, propiedad de un cártel de multinacionales, se han convertido con el consentimiento de sus gobiernos, triste orgía de nombres y apellidos entremezclados, en un robo, una burla y un desprecio; mientras sus medios, confiscados también por las multinacionales del sector, le narcotizan con un argumento que acaba de caer destrozado por los suelos, el de lo guapo, lo culto, lo libre, demócrata y avanzado que es frente a esa masa de atrasados, fanáticos ultrareligiosos y vengativos que pueblan, más allá de los muros, el resto del planeta.

No creo en el progreso, ni tengo una visión teleológica de los acontecimientos, ni pienso que la historia tenga un final, siquiera feliz. Pero si estoy sin embargo convencido de que es posible, aunque nunca de forma definitiva, la conquista de espacios de libertad y de justicia y de que esto es, en esencia, la democracia; un sistema nunca construido, siempre en construcción, y en esa obra, los albañiles árabes y bereberes nos están dando una de esas lecciones que, ya nos daremos cuenta, nunca vamos a olvidar porque, como decía el filósofo francés Jacques Rancière al final de su libro «La haine de la démocratie» («El odio de la democracia»):

«… La democracia no es ni esta forma de gobierno que permite a la oligarquía reinar en nombre del pueblo, ni esta forma de sociedad regulada por el poder de la mercancía. Ella es la acción que sin pausa arranca a los gobiernos oligárquicos el monopolio de la vida pública y a la riqueza la omnipotencia sobre las vidas. Ella es la potencia que debe, hoy más que nunca, batirse contra la confusión de estos poderes en una única y misma ley de la dominación. Reencontrar la singularidad de la democracia, es también tomar conciencia de su soledad […] Ella no es el resultado de ninguna necesidad histórica ni es portadora de ninguna. Se confía sólo a la constancia de sus propios actos. La cuestión tiene pues de donde suscitar miedo, luego odio, en aquellos que están habituados a ejercer el control del pensamiento. Pero entre aquellos que saben compartir con cualquiera el poder igual de la inteligencia, ella puede suscitar por el contrario coraje, luego alegría…» (1).

(1) RANCIÈRE, Jacques: «La haine de la démocratie» («El odio de la democracia») La fabrique éditions, 2005

Juan Montero Gómez es Coordinador Área África, Centro Unesco Gran Canaria

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.