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Duele Cataluña, duele España

Fuentes: Rebelión

«En algún lugar debe haber un basural donde están amontonándose las explicaciones. Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural» Julio Cortázar, Un tal Lucas Qué dolor cuando ya no sabes para quién escribes. Si para un grupo de fieles convencidos […]

«En algún lugar debe haber un basural donde están amontonándose las explicaciones. Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural»

Julio Cortázar, Un tal Lucas

Qué dolor cuando ya no sabes para quién escribes. Si para un grupo de fieles convencidos y conscientes situados a tu vereda o para la gran mayoría de eso que vete tú a saber si podemos llamar pueblo.

Hay palabras que brotan de la serenidad. Otras del entusiasmo. Las más de las veces del compromiso consecuente de cambiar las cosas para un mejor colectivo. Estas palabras nacen del dolor explícito, de la desesperación, de la matriz espiritual herida, de entender y no comprender el cómo es posible que hayamos llegado a esto. A la altura de estas incipientes líneas no sabemos con qué tono acabará este texto. Lo único que sabemos es que comienza en llanto. Llanto que nace de la emoción desgarrada de creer que se pueden cambiar las cosas pero desde la impotencia incólume de no tener la más mínima idea de cómo hacerlo.

Nos duele Cataluña. Pero antes que todo nos duele España. Nos duele España porque lo que estamos viviendo en estas últimas jornadas, tal y como hace unos días resaltó el Rey Felipe VI, es de una enorme gravedad. El relato construido por el circo mediático que padecemos podríamos calificarlo como de vergüenza ajena. Pero no. La vergüenza es propia. Toda esta actitud, todo este comportamiento que nos rodea y nos toca nace del corazón mismo de una tierra ultrajada y dirigida por las voluntades de unos poquitos pero lamentablemente aplaudida por la desorientación irresponsable y manipulada de los nuestros. Porque son los nuestros aquellos que salen a vitorear a las fuerzas represivas al grito futbolístico y vergonzoso de «a por ellos oé». Porque, siguiendo con la cultura futbolística (como tantos espacios secuestrada), son los nuestros aquellos que, protagonizando una auténtica caza de brujas del siglo XXI, gritan a un jugador «vete de la selección», «viva España» por unas declaraciones convertidas por los medios corporativos en asunto de Estado. Porque son los nuestros aquellos que aplauden la violencia ejercida por un Estado que ha perdido hace tiempo la legitimidad ahogado en su propia corrupción cultural, ideológica y factual. Porque son los nuestros los periodistas que a golpe de salario firman textos que su conciencia nunca aprobaría. Y porque son los nuestros los guardias civiles y policías nacionales que golpean sus porras cargadas de odio contra la piel de Catalunya, los que disparan balas de goma contra los ojos de Catalunya, los que «avanzan retrocediendo» frente al pueblo de Catalunya.

Nos duele la piel de Catalunya. Nos duelen los ojos de Catalunya. Pero sobre todo nos duele el alma de España. Nos duele la vergüenza de España. Vergüenza ajena no, vergüenza nuestra. Vergüenza de los nuestros. De nuestras voces hermanas, vecinas y compañeras de trabajo. Vergüenza propia. De nosotros mismos por no haber logrado hacer algo para parar esto antes. Por eso ya no sabemos para quién escribimos. Si para los nuestros, para ellos, para los demás o para nosotros mismos.

Claro que nos encanta escribir que los nuestros, que las nuestras son las millones de voluntades del pueblo catalán que desafiando el poder irracional de un Estado autoritario acuden pacífica, organizada e históricamente a votar por el derecho a decidir su futuro. Como internacionalistas así lo sentimos. Para nosotros es fácil escribir esto. El sentido común, el menos común de los sentidos, que decía Galeano, y el compromiso con la justicia social nos lleva a identificarnos con esta postura, con el derecho a decidir, con el derecho a expresarse democráticamente, con el derecho a la autodeterminación de cualquier pueblo. Pero escribir esto sin más no daría cuenta ni del dolor que sentimos en estos momentos ni del problema España. Porque nos duele Cataluña. Porque celebramos Catalunya. Porque celebramos la lección histórica que está dando el pueblo catalán. Pero sobre todo porque nos duele profundamente España, esta España que hemos construido y estamos construyendo. Esta España que no se libera de su papel de maltratador, de sojuzgador, de fagocitador del otro, de la otra.

Qué dolor más grande no saber cómo penetrar y revolver algo en esas conciencias atravesadas por tantas cosas, ese sustrato ideológico que se ha construido y se sigue construyendo bajo la idea del concepto España. De creer en la influencia de la herencia genética sobre lo cultural, uno podría inclinarse a pensar con facilidad que el sello genético de ese Imperio español donde nunca se ponía el Sol está grabado a fuego en la epidermis de nuestra identidad. Resistiéndonos a tan descabellada interpretación y dando sin embargo más legitimidad a la susceptibilidad de los sujetos y los pueblos al aprendizaje, al papel de construcción hegemónica a través de mecanismos educativos y formativos que producen marcos simbólicos llenos de contenidos, nos decantamos por pensar que los patrones culturales se crean, se construyen, son moldeables. La educación imperial y colonizadora impone constantemente los suyos. Un país históricamente colonizador antes que a cualquier otro ha colonizado a su propio pueblo. Entendiendo esto y fijándose en el signo de aquellos que han manejado el poder en estas tierras, podemos ir entendiendo el motivo por el cual la maquinaria cultural del mal ha calado en lo más hondo de las conciencias de la población.

Planea sobre nosotros como la espada de Damocles la eterna pregunta de cómo es posible que los pobres, los trabajadores y eso que astutamente se ha llamado la clase media sean aquellos que alimenten y reproduzcan los imaginarios creados por el poder reaccionario y antidemocrático. Cómo es posible que los nuestros alimenten bolsillos, lujos y sobre todo el modelo diseñado por nuestros verdugos. Cómo es posible que nos identifiquemos tanto con aquellos que nos someten. Cuál es la condición que hace a la gente sentirse cómoda con la obediencia. ¿Quizás el miedo a la marginación? La obediencia nos sitúa en el redil, nos garantiza la posibilidad de la disputa de un trozo del pastel, aunque sean las migajas del pastel. En una sociedad que no ofrece demasiadas opciones, ser obediente se convierte casi en un mecanismo de supervivencia. La desobediencia en cambio nos señala. Pensar de manera disidente te convierte en una potencial amenaza. Actuar de manera disidente te convierte en subversivo, en peligroso. Es por eso que la desobediencia se criminaliza, se castiga.

No obstante, la desobediencia también gesta héroes y heroínas, sin irse muy lejos, tenemos el ejemplo de los bomberos que en los últimos tiempos nos han dado lecciones de dignidad. La desobediencia también pare revolucionarias y revolucionarios, impulsa cambios y revoluciones. Para que la desobediencia llegue a algún lado, hay que pensar bien. Organizarse bien. Actuar de manera inteligente. ¿El pueblo de Catalunya lo está haciendo? Si nos ponemos a analizar hecho por hecho, seguramente encontraremos muchos ejemplos que demuestran que no. Pero si juzgamos a raíz de los resultados y de la crisis que están produciendo en las estructuras de poder del tinglado del 78, en el corazón corrupto del Estado español, convendremos que para sus propósitos de autodeterminación algo deben estar haciendo bien. Y habríamos de discutir si este podría ser el comienzo de un hecho revolucionario y popular.

Una grieta se ha abierto en el régimen del 78, parapetado en la unidad de España como si de una fortaleza orgánica inseparable se tratara. Fortaleza convertida en casino del modelo mercantilista. La unidad de España. Por eso claman muchas voces. No faltan los argumentos para justificar las posturas unionistas. Estos días hemos sido testigos de las más enrevesadas argumentaciones para justificar la represión. Desde poemas de Espronceda hasta barbaridades más propias de una película de José Luis Cuerda que de la realidad. Acusar al otro de las falencias propias suele ser un recurso muy manido. Sorprende el argumento de que los catalanes han sido durante años manipulados y aleccionados en escuelas donde las chicas y chicos ¡aprenden catalán como primera lengua! Tremendo sacrilegio mantener una lengua, reclamar una identidad popular, llevándonos a la locura de pensar que con ello nuestra gloriosa lengua «española», cada vez menos castellana, está siendo ultrajada, debilitada, agredida, apartada. El extraordinario movimiento popular catalán se justifica porque los catalanes han sido manipulados. Nosotros en cambio en esta España no sufrimos continuamente ningún tipo de manipulación. Nuestras actitudes excluyentes y xenófobas no son producto de un aleccionamiento continuo que genera esa mirada de odio hacia el otro. El otro catalán. El otro vasco. El otro extranjero. El otro negro. El otro inmigrante. El otro musulmán. El otro extraterrestre.

Respecto a la lengua, el maestro Manuel Vázquez Montalbán se expresó con aquel ingenio que lo caracterizaba: «cuando en buena parte de las Españas oyen hablar en catalán, gallego o euskera les suena a frotamiento de hojas de tijera podadera empeñada en la castración del pene lingüístico de la patria, una unidad idiomática absolutista y totalitaria que en la práctica jamás existió y que sólo la dictadura franquista estuvo a punto de conseguir».

Qué difícil es poner un poco de orden en medio de este basural, trayendo las palabras de Cortázar. Qué difícil encontrar las explicaciones. Qué difícil comprender. Solemos escuchar a nuestra gente hablar de corrupción, desconfiar de los políticos. Ese desapego de la política que hace decir aquello de «todos los políticos son iguales». Tremendo error que beneficia a los de siempre. Solemos reconocer muchos de los problemas actuales abordados de uno a uno. Los bancos nos roban. El gobierno nos roba. El sistema nos roba. Sin embargo, cerramos filas en esto de la unidad de España y de Cataluña, nuestra Cataluña. En esta esquizofrenia, por un lado odiamos al catalán y por otro no queremos que se vaya. Es como si la mentalidad de terrateniente apegado a sus posesiones nos hubiera penetrado de tal forma que de manera casi inconsciente defendemos «nuestros territorios» como antaño el señor feudal defendía su feudo o el Rey su reino. La pregunta es si seguimos siendo siervos con mentalidad de señores y súbditos con aspiraciones de Rey. Al menos reyes no faltan en el cuento.

Tampoco falta el argumento de tildar a los catalanes de egoístas, secesionisas, insolidarios con el resto de autonomías. Pareciera con esta afirmación que el Estado español es un ejemplo de solidaridad y hermandad entre pueblos, que vivimos en un país socialista basado en relaciones de cooperación de igual a igual. Se tilda de separatistas a los catalanes. Pero, ¿no estamos nosotros separados desde hace tiempo? «Los catalanes son unos separatistas», afirmamos. Pero no nos ponemos a pensar que este modelo, ratificado por la actual idea de España, aísla y excluye continuamente. Un modelo que separa a unas personas de otras, a unos pueblos de otros. Un modelo que califica y clasifica continuamente bajo rankings de calidad. Primero en términos de clase. Ricos, pobres, medio ricos o medio pobres. Luego en términos de raza. Blancos, negros, amarillos o azules. Y luego bajo cualquier tipo de categoría de distinta calidad. Altos o bajos, delgados o gordos, guapos o feos, listos o tontos, machos o maricones, hombres o mujeres, dueños o empleados, jefes o subalternos, triunfadores o fracasados.

Si uno se fija en qué es lo más sagrado para estos ladronzuelos ultraliberales de mucha monta quizás lleguemos al punto que verdaderamente le hace pupa a los dueños de este tinglado que han usurpado el concepto España. Resulta muy esclarecedor en estos casos recurrir al pensamiento conservador de los intelectuales de la derecha más reaccionaria. ¿Les suena aquella repetida frase de «España antes roja que rota»? Debemos hurgar en nuestra historia reciente e irnos hasta quien fuera Ministro de Hacienda durante la dictadura de Primo de Rivera, José Calvo Sotelo, pensador imprescindible de la derecha y uno de los principales conspiradores contra la República española; su asesinato sirve de excusa para dar el golpe de Estado fascista que desencadenó la Guerra Civil. Estas fueron sus palabras respecto a la unidad de España: «Entre una España roja y una España rota, prefiero la primera, que sería una fase pasajera, mientras que la segunda seguiría rota a perpetuidad».

Según el antropólogo Manuel Delgado, la actual crisis institucional nace de la herencia de los problemas no resueltos durante la Transición, que a su juicio eterniza «el régimen franquista bajo otra forma pero con los mismos sectores de poder. El PP fue fundado por una persona que había firmado penas de muerte, eso marca estilo». Lo que explica «que buena parte de los partidarios de la independencia no sean independentistas, básicamente quieren deshacerse de la monarquía y su implicación con el franquismo. Hay sectores que entienden que la movilización del 1-O tiene mucho de anti-autoritario y básicamente de descalificación de la monarquía borbónica y el régimen del 78».

¿Qué es eso que solemos llamar el régimen del 78? ¿Nos han contado bien nuestra historia? ¿Acaso nos creemos el cuento de que en una España donde todo lo que oliera a izquierda estaba marginado, extirpado, silenciado o en el exilio, tuviera condiciones propicias para negociar en condiciones de igualdad con el poder que ganó una guerra infame en el 39 e impuso un régimen dictatorial durante 40 años? Hay otro relato al que nos han contado de la transición, la constitución del 78 y la democracia. Franco se fue al otro lado sabiendo que estaba todo «atado y bien atado». ¿No deberíamos entonces centrarnos en plantear una regeneración democrática, una nueva gobernabilidad en este país, una Asamblea Constituyente donde el pueblo pueda repensar, discutir y aprobar democráticamente su ley de leyes? Esto suena a utopía en este país. Algunos parece que tienen mucho miedo con eso de consultar al pueblo, pero ¿No deberíamos desmontar el chiringuito mercantilista e infame del 78?

Poniéndonos a rastrear los motivos del conflicto en Catalunya, cabe preguntarse por los causantes del mismo. Sin duda el gobierno corrupto del PP al cual hemos votado es uno de los mayores responsables de haber llegado a esta situación. Su tratamiento del conflicto ha sido vergonzosa, lamentable, digna de un Estado que alberga en su seno la esencia franquista, la filosofía fascista. Y nosotros somos responsables de no haber logrado derribar la hegemonía del PPSOE con una propuesta de Estado para todas y todos, con una nación de naciones, con un estado plurinacional donde se respeten las diferentes sensibilidades nacionales y la soberanía de los pueblos a decidir su futuro político.

No obstante, de todos los escenarios posibles, ¿por qué el gobierno del PP elige este? ¿A quién beneficia? ¿Realmente juega a favor de los intereses que pretenden la unidad de España? ¿Son tan torpes que no se dan cuenta que sus posturas sitúan al pueblo catalán y a sus actores políticos más atrincherados en su idea de autodeterminación? Parecería más inteligente para los destinos de la Unidad de España la estrategia seguida por Zapatero con la puesta en marcha de un Estatuto que fue aprobado por el parlamento catalán y español pero tumbado y recortado en aspectos clave en 2010 por un Tribunal Constitucional de mayoría conservadora ante el recurso de inconstitucionalidad presentado por el PP, hecho que desencadena la radicalidad del conflicto. ¿No será acaso que este escenario de confrontación le da réditos electorales a un PP más descompuesto que nunca ante sus escándalos de corrupción? ¿No será que hay momentos en la historia que conviene despertar los fantasmas del independentismo? Vázquez Montalbán de nuevo nos arroja algo de luz histórica para comprender el presente: «Si la amenaza contra la unidad de España considerada como una satisfactoria identidad de nación y Estado único había sido una de las causas de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, también lo fue para los golpes de Estado dados o ensayados a lo largo del primer lustro de la nueva democracia. Sin decantarse hacia la nostalgia golpista de los militares y el ultrafranquismo residual, al principio Alianza Popular y luego el PP, su hijo natural, utilizaron esa amenaza contra la unidad de la patria como argumento electoral primero y posteriormente para justificar su gestión de gobierno». En cualquier caso, puede que en esta ocasión su producción constante de enemigos se les haya ido de las manos. Los pueblos no siempre son bueyes de carga al servicio de los intereses de sus amos. El poder popular a veces depara sorpresas.

Todas las cadenas de televisión retransmitían el pasado martes 3 de octubre a las 21:00 el mensaje del rey. «Estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática», comenzaba, como si no fuera consciente que con su mensaje estaba poniendo en cuestión precisamente todo ese orden democrático. Con un mensaje más propio del portavoz del gobierno que del Jefe del Estado, se saltaba precisamente su carácter de mediador recogida en la venerada Constitución de 1978, donde en el artículo 56 se afirma que el Rey «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones». En ningún momento llega a pronunciar la palabra diálogo. Sólo al final, y después de una absoluta toma de posición, habla de entendimiento y concordia, pero subraya: «entre españoles», y a continuación reitera su «compromiso como Rey con la unidad y la permanencia de España». El citado artículo 56 de la Constitución efectivamente lo sitúa como símbolo de la unidad y permanencia de España, pero para ello le asigna su papel de árbitro. Su función era pues el de la llamada al diálogo para reconducir la crisis institucional. En cambio, el jefe máximo de la Fuerzas Armadas, con su lenguaje militar da legitimad a las acciones represivas. Contrasta ese tono marcial de amenaza con la utilización de términos tan hermosos como solidaridad, paz o libertad. Ya estamos acostumbrados al manoseo impúdico de las palabras, pero llaman poderosamente la atención la utilización de las palabras democracia y soberanía. ¿Democracia? Un rey que hereda su corona por derecho divino o herencia de sangre hablando de democracia. Un jefe de estado durante un mensaje que respalda la violencia desmedida hacia una población pacífica que mete papeletas en una urna hablando de democracia. ¿Soberanía? Pero ¡por dios y por el rey!, si España perdió la soberanía que le quedaba hace tiempo. Cercenada durante el gobierno de Felipe González con la entrada en esa alianza militar promotora de guerras imperialistas que es la OTAN y ultimada más recientemente con la modificación a puerta cerrada entre PSOE y PP (durante el gobierno de Zapatero) para someternos al garrote vil del pago de una deuda ilegítima generada por ese mismo mercado que amordaza la soberanía del pueblo.

Cómo los mismos poderes que venden al mejor postor la soberanía de España van a permitir a otros ser soberanos. Cómo un rey va a permitir que millones de súbditos dejen de serlo así, democráticamente, por las buenas. Lo que el pueblo catalán está planteando es un pulso a la corona. A la monarquía y a todo lo que representa, a esa España amarrada en el 78 por el régimen genocida anterior. Lo que el pueblo catalán está planteando es un pulso al rey, diciendo precisamente: «queremos dejar de ser súbditos para ser ciudadanos».

La responsabilidad de lo que está pasando en Catalunya es colectiva, es nuestra, de no haber parado a tiempo sino por el contrario alentado el odio de hedor fascistoide y partidista creado por los grandes poderes contra Cataluña, representados por esa España «de charanga y pandereta, cerrado y sacristía», que dijera Antonio Machado. De confundir el amor a una nación o bien con posiciones egoístas, elitistas o chovinistas o bien con razones étnicas o fascistas.

La catalanofobia viene alimentada de bien atrás. Sin irnos al período franquista, donde personajes como Serrano Suñer, Ministro del Interior y cuñado de Franco, afirmaron que el nacionalismo catalán era «una enfermedad» y como tal la trataron, podemos encontrar la gestación de la presente catalanofobia en la última legislatura del PSOE de Felipe González, entre 1993 y 1996, cuando pierde la mayoría absoluta y se ve obligado a pactar con el nacionalismo burgués de Catalunya representado por Pujol en un momento de caída en picado del PSOE ante los casos de corrupción, terrorismo de Estado (caso GAL) y neoliberalización de la economía. Así lo explica Manuel Vázquez Montalbán en su libro La Aznaridad. Por el imperio hacia Dios o por Dios hacia el imperio. La derecha liderada por el PP desata entonces una campaña anticatalanista brutal. El periódico ABC y la cadena COPE, controlada por la Conferencia Episcopal, se sitúan en la vanguardia mediática. Comienzan las descalificaciones xenófobas más burdas, los insultos y el relato excluyente, ayudado por el enfrentamiento futbolístico. Recordemos aquello de «polaco el que no bote» coreado en los partidos entre Barça y Real Madrid. Comienza en ese tiempo el boicot a los productos catalanes. No hay que ser adivino para entender que los catalanes «ratificaban su impresión histórica de que eran rechazados por el resto de España, al mismo tiempo que explotados como una de las comunidades más contribuyentes a las recaudaciones de los tesoros nacionales», afirma Montalban. Increíblemente, toda esta campaña anticatalanista desaparece en 1996, con la victoria electoral del PP. ¿Adivinan? El Partido Popular para formar legislatura debe pactar con CIU y PNV, los nacionalismos burgueses catalán y vasco. Son los tiempos en los que José María Aznar habla catalán en la intimidad o dice aquello del Ejército Vasco de Liberación Nacional. Pero los amantes de la catalanofobia, ya sembrada en la población española, volverían a la carga. En los últimos años hemos asistido a una escalada del rechazo a lo Catalán, una estigmatización que va de nuevo desde las campañas de boicot comercial hasta el señalamiento de Cataluña como causante de la pobreza de los demás pueblos de España, insolidario con la España pobre. Junto a esto, la reafirmación y la vindicación de los peores valores ligados al término España. Símbolo que el poder, en este circo mercantilista, maneja como una marca, «La marca España», a la vez que insignia chovinista y de raza, recordando los peores tiempos de nuestra historia.

Es recurrente a un lado y otro de los actores del conflicto Catalunya-Estado español acudir a argumentos económicos para justificar sus respectivas posiciones ideológicas. Este debate lo zanja a nuestro juicio la postura del economista catalán e internacionalista Arcadi Oliveres: «Si alguien quiere la independencia por motivos económicos, son malos independentistas. Los motivos son históricos, políticos, de lengua, de idiosincrasia, de forma de actuar. Al fin y al cabo, el motivo básico es que Catalunya es una nación y tiene derecho a la autodeterminación. La independencia debe estar por encima de balanzas fiscales. Mala táctica es esa que se está usando los últimos meses, que si Catalunya se independiza saldría seguro beneficiada económicamente, eso es engañar a la población, aparte de ser una injusticia». Ante la pregunta de cómo afectaría la independencia de Catalunya a España argumenta que depende de los términos que se haga el acuerdo, «si es pacífica y amigable, que es lo que yo deseo, no debería haber problema porque la colaboración con España debería seguir siendo igual que ahora, una colaboración basada en buenas relaciones comerciales y financieras».

Estos días, al ver a un pueblo luchando por su derecho a decidir y su soberanía política de manera organizada y pacífica, no podíamos menos que quedar sorprendidos y admirados ante esa muestra de dignidad. Pero esta expresión de poder popular contrasta con la vergüenza de un Estado represor que envía a sus mercenarios legales, a gente del pueblo, no lo olvidemos, a reprimir al pueblo. Parte del pueblo que cumple órdenes pero a la vez se identifica con su idea de España reprimiendo a otro pueblo identificado con otra idea de Catalunya. ¿Esas ideas ligadas a un territorio están construidas bajo los mismos fundamentos? ¿Lo simbólico actúa en condiciones de igualdad? Muchos estos días alegan que sí, que se trata de un enfrentamiento por dos trapitos. Pero la realidad es más compleja y afortunadamente más rica que esa visión simplista y posmoderna.

La locura españolista que estamos viviendo nos convierte en espectadores de escenas cotidianas lamentables para un Estado supuestamente democrático. Hace unos días, caminando por el barrio madrileño de Usera, observábamos una estampa digna de análisis: un vecino a paso ligero se cruzaba con nosotros en la acera mientras saludaba a un amigo asomado a su balcón. «Dónde vas», gritaba el segundo desde cuatro pisos más arriba. «Me voy para Catalunya a matar a unos cuantos catalanes, ¿te vienes?». «Espérame, que bajo».

Estamos contemplando a raíz de este conflicto las más lamentables expresiones fascistas. Las agresiones de grupos de extrema derecha han ido en aumento. Pero que nadie se engañe. Aparecen porque están ahí. Estas expresiones son la radicalidad consecuente de los cimientos franquistas del régimen del 78 y del caldo de cultivo generado día a día desde los diferentes poderes. Alimentado día tras día desde nuestros medios de comunicación, desde nuestros programas educativos, desde la construcción de nuestros símbolos, desde nuestras actitudes como pueblo. Porque no se trata ya de estos grupos fascistas organizados. Se trata de las actitudes excluyentes que la gente supuestamente no politizada despliega sin rubor alguno, arropados por una propaganda ideológica constante que nos sirve en bandeja sus argumentos antidemocráticos y de esencia fascista, ese «fascismo social» que anida en la ideología capitalista y que en muchos momentos de la historia utiliza el fascismo explícito para sus propósitos de pervivencia y acumulación.

Por todo esto y mucho más no tenemos la más remota idea de para quién escribimos. Nos gustaría pensar que para las nuestras, para los nuestros, que en principio somos todos aquellos ajenos a altas cotas del poder y centros de decisión político, víctimas activas o pasivas de éstos, pero siempre, aunque verdugos, víctimas. Lo cierto es que andamos perdidos, desorientados entre tanto basural y tan pocas explicaciones. Quizás estas palabras extraviadas en el océano de opiniones en el cual vivimos sólo sirvan para acallar un llanto. En tal caso, no habrá sido tarea menor, aunque sí egoísta. Por ello esperamos al menos hacer reflexionar a algunas de las nuestras y los nuestros acerca de qué país queremos construir, si el del sometedor que obliga a un pueblo a mantener una relación, si no rota, muy debilitada, o el del compañero de viaje que da la libertad al otro de elegir si permanecer o no en el mismo barco, respetando democráticamente la voluntad popular.

Hay muchas más cosas que discutir y repensar acerca de este conflicto. Seguiremos discutiendo y repensando. Hoy queremos acabar con las palabras del político y militar Francesc Macià en su alegato tras fracasar la revuelta armada de Prats de Molló en 1927: «Con nuestra libertad, queremos la libertad de todos los otros pueblos de España que, igualmente como nosotros, sufren la esclavitud de la España oficial».

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