Cierras los ojos en Washington estos días y casi se pueden oír los ecos de 1932. Hace ochenta años, al igual que hoy, una crisis fiscal dominaba casi por completo la capital del país. Entonces, como ahora, los conservadores fiscales exigían actuar de inmediato para poner remedio a un presupuesto federal repleto de números rojos. […]
Cierras los ojos en Washington estos días y casi se pueden oír los ecos de 1932. Hace ochenta años, al igual que hoy, una crisis fiscal dominaba casi por completo la capital del país.
Entonces, como ahora, los conservadores fiscales exigían actuar de inmediato para poner remedio a un presupuesto federal repleto de números rojos. Y entonces, como ahora, el norteamericano medio se preguntaba a qué venía tanto alboroto por el déficit. La Depresión iba por su tercer año y había millones de personas sin trabajo. ¿Por qué andaban los políticos regateando para equilibrar el presupuesto?
¿Se repite la historia simplemente? Si es el caso, que se repita, con el mismo resultado final. Esa crisis fiscal de 1932 produjo un punto de inflexión inesperado e imponente en la historia norteamericana, el momento en que los ricos y poderosos de Norteamérica comenzaron a perder su capacidad de bloquear el pulso político del país.
Hasta el momento, los dirigentes electos habían aceptado en lo esencial la perspectiva plutocrática. La Depresión, insistían quienes tenían a su favor las finanzas, equivalía a un desastre natural. Debía permitirse que la naturaleza siguiera su curso.
Las recomendaciones políticas que los funcionarios electos promovían en este clima político se reducían a apelar a los ricos para que hicieran lo correcto. Lo equivocado, convenían el presidente Hoover y los líderes de ambos partidos en el Congreso, sería cualquier medida que pudiera poner en peligro la «confianza empresarial» en el país.
Los progresistas veteranos estaban que echaban humo. El Congreso estaba legislando «sobre cimientos asentados en la época de las diligencias», declaró el congresista Fiorello LaGuardia (diputado republicano por Nueva York). Esa forma de hacer las leyes había concentrado «una enorme riqueza controlada por unas pocas familias» y tenía «a grandes masas de trabajadores enteramente a su merced».
Esa forma de legislar había dejado un agujero en el presupuesto federal. En la década de 1920, el Congreso le había dado un tajo de dos tercios al impuesto a las rentas más altas, dejándolo en un 25%. Para finales de 1931, el gobierno federal, convenían todos, necesitaba desesperadamente recaudar más ingresos para poder funcionar.
Pero estos nuevos ingresos, convenían también en la cúpula demócrata y republicana, no podían provenir de los ricos. La gente seria entendía, tal como sostenía el líder de los demócratas en el Senado, Joseph Robinson, de Arkansas, que el gobierno sólo podía gravar fiscalmente a los ricos lo bastante como para «no desalentar la inversión y la producción». El portavoz de la Cámara, John Nance Garner (demócrata por Tejas) recalcaba la misma cuestión. Propinó lo que un despacho de Los Angeles Times llamó una «suave azotaina» a sus colegas demócratas que se habían atrevido a sugerir un incremento del impuesto sobre la renta a los ingresos más elevados.
El país nunca podría resolver su emergencia fiscal «poniendo en remojo a los ricos», añadió otro demócrata, Charles Crisp, de Georgia. El norteamericano medio tendría que «ceñirse» a «tremendos sacrificios»: un impuesto nacional al valor añadido o alguna otra clase de impuesto que exigiera «temple» de todos los norteamericanos, afirmó.
La Casa Blanca estuvo en parte de acuerdo. El Departamento del Tesoro de Hoover pidió al Congreso que sancionara impuestos nuevos o más elevados sobre numerosas compras y servicios cotidianos. Pero Hoover, que se presentaba a la reelección, no podía acceder a un impuesto nacional sobre ventas. Pidió en cambio al Congreso que elevara el impuesto a las rentas más altas del 25% al 40%.
Eso puso fuera de sí a William Randolph Hearst, poderoso magnate de los medios de comunicación y el más ferviente defensor de la propuesta del impuesto sobre ventas. Hearst y sus colegas en la opulencia no le tenían especial cariño a gravar fiscalmente las ventas. Querían sencillamente que el Congreso estableciera una alternativa a gravar fiscalmente la renta…su renta.
El Comité de Recursos condescendió y repudió a Hoover, aprobando en su lugar una exacción general a los fabricantes del 2,25 % con la única excepción de los alimentos.
Lo que pasó a continuación dejó a Washington asombrado. El norteamericano medio contraatacó, bombardeando el Congreso con airadas quejas por la puñalada en trámite del impuesto nacional sobre ventas. Las filas demócratas del Congreso respondieron rápidamente. Se unieron a los republicanos progresistas y acabaron con la propuesta de impuesto de los conservadores.
Entre gritos de «¡que se mojen los ricos!» entre las paredes de la Cámara [de Representantes], los legisladores rebeldes elevaron entonces el impuesto de las rentas más altas del 25% al 63%.
El líder de la mayoría en la Cámara, Henry Rainey (demócrata por Illinois), intentó limitar los daños. Habló en directo por la radio nacional y trató de convencer a los norteamericanos de que los ricos ya se habían sacrificado bastante. Los legisladores, declaró Rainey, habían elevado el impuesto sobre la renta de los ricos «hasta el mismísimo límite». Habían «puesto a los ricos a remojar».
De hecho, el remojo fue algo más que un rápido enjuague. La legislación sobre la renta aprobada por el Congreso todavía dependía enormemente de los impuestos al consumo, muchos de ellos sobre artículos de uso diario. Aun así, la batalla fiscal de 1932 marcó un punto de inflexión. Los ricos ofrecieron una chuchería de premio, el impuesto sobre ventas, y la gente se la tiró a la cara.
En Nueva York, un ambicioso gobernador tomaba nota. Sólo dos semana después de la batalla fiscal, Franklin D. Roosevelt, candidato a la nominación presidencial demócrata en 1932, iniciaría una serie de discursos que alinearían su candidatura con el impulso de la base contra la plutocracia. «Hagamos todo lo posible por insuflar vida a nuestro achacoso orden económico», explicaría FDR, «no podemos hacer que perdure a menos que apliquemos una distribución más juiciosa, más equitativa de la renta nacional».
Había empezado el «New Deal».
¿Qué empezaremos nosotros?
Nota: Este artículo está adaptado de un fragmento del nuevo libro de Pizzigati, The Rich Don’t Always Win: The Forgotten Triumph over Plutocracy that Created the American Middle Class, 1900-1970 [Los ricos no siempre ganan: el triunfo olvidado sobre la plutocracia que creó la clase media norteamericana, 1900-1970].
Sam Pizzigati , miembro asociado del Institute for Policy Studies, ha escrito extensamente acerca de la desigualdad.