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El Caudillo

Fuentes: Gara

Animado por el entusiasmo que los revisionistas, unos conversos como Pío Moa y César Vidal, otros, Ricardo de la Cierva, que siguieron fieles sin renegar, me atrevo a echar mi cuarto a espadas sobre la figura que estos días está en candelero: el Caudillo de España por la gracia de Dios. Que conste que escribo […]

Animado por el entusiasmo que los revisionistas, unos conversos como Pío Moa y César Vidal, otros, Ricardo de la Cierva, que siguieron fieles sin renegar, me atrevo a echar mi cuarto a espadas sobre la figura que estos días está en candelero: el Caudillo de España por la gracia de Dios. Que conste que escribo herido y marcado por una obsesión que no me deja, y con la que voy a morir: la guerra del 36. Sé que lo que diga está ya dicho y redicho, con cien versiones, énfasis y entonación distinta según el fervor, la pasión puesta por quien la escribió y el bando a que pertenece. Herido por el horror de esos días colecciono, impenitente, libros, papeles, datos, testimonios, acerca de lo sucedido por aquellos años y los ominosos que le sucedieron.

De las estanterías he sacado hasta doce, desde el titulado «Palabras del Caudillo», tirado el año de 1943, hasta el «Franco, un balance histórico», del ex-GRAPO, (por el mismo reconocido en el prólogo), Pío Moa, del presente año de 2005. Y hay cientos ya publicados, y los que vendrán, tocante a la figura, la del general, que nos tuvo firmes, como reclutas de cuartel, durante cuarenta años. Por tanto poco puedo añadir a no ser vivencias y recuerdos que permanecen con la viveza de lo padecido en carne propia. Había cumplido nueve años cuando el general, por errata de imprenta, «voluntaria e intencionada», se proclamó a sí mismo Jefe de Estado. Vi los primeros sellos de la Junta de Defensa Nacional, un jinete en su caballo, que podía ser el Cid campeador, y el primer clamor, con la sospechosa muerte del general Mola, en accidente de aviación dentro de un aeroplano completamente nuevo. Luego vino el «Franco, Franco, Franco Arriba España», «Por Dios, por España y su revolución nacional sindicalista. Viva Franco, Arriba España», la discusión entre generales, si era legítimo o no aquel nombramiento que se hizo a sí mismo. Y lo demás, el culto a la personalidad, el Franco, Franco, la cabeza estarcida, casi con dibujo caligráfico, en muros, paredes o tapias, cualquier pilar de porche, los retratos con capote y gorrillo de infantería con borla colgando, repartidos como estampitas de santo milagrero.

En cierto modo había un antecedente, que ignoro si se tuvo en cuenta: el del millón de copias del retrato de Carlos VII, el Chapa, distribuidos entre sus seguidores, cuando la segunda guerra carlista. Umbral tiene dicho que la del 36 fue la tercera carlista, (según) y yo quedo conforme, y ésta también perdida. Así ya por el 1937, un comandante del requeté a la pregunta de cómo va la guerra contestó: «La guerra se va ganar, pero nosotros la hemos ya perdido». La ganó el Caudillo. Se llamó así, pomposamente, en imitación al Führer Hitler (conductor) y al Duce Mussolini (también conductor), los tres convencidos de que habían sido elegidos por Dios y la Historia, o por ambas a la vez, para salvar a la Civilización cristiana, de la horda comunista y liberal. El nuevo orden que iba a durar un milenio estaba naciendo. Un césar visionario que se atrevió a decir cosas como: «en el nombre sagrado de España….me dirijo a nuestro pueblo….una guerra que ha elegido a España… como campo de tragedia y honor para traer la paz al mundo enloquecido de hoy… Lo que empezó el 17 de julio (sic) es ahora una llamarada que iluminará el porvenir por centenios (sic)» (abril.1937). O «este instante en que Dios ha confiado la vida de la Patria en nuestras manos». Y, enfático, prometió pero no cumplió: «Si las tropas rusas llegan a las puertas de Berlín, un millón de pechos españoles estarán allí para impedirlo» (este es el texto que leí en «Nueva Rioja», febrero-1942, aunque el auténtico que dan los libros tiene otras palabras de igual sentido).

Tuvo suerte, pues ni Hitler ni Mussolini tuvieron una muerte decente, sus ministros juz- gados en el Tribunal de Nuremberg, condenados a pena capital o a cárcel perpetua, el Caudillo, Gene- ralísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire (cuanto alarde y aires de grandeza), no. Con sus astucias los sobrevivió. Murió en la cama aunque diciendo «no sabía que era tan difícil morir». Ni él ni sus ministros tuvieron tribunal de Nuremberg, ningún juez los juzgó, están vivos todavía. Eso sí supo seducir a la Iglesia católica y dijo en sus arengas y discursos: «Hemos de servir a Dios porque España ha sido el pueblo predilecto de Nuestro Señor y España siempre al servicio de Dios» (año 1942), «seguiremos los preceptos del Evangelio» y de «las divinas palabras evangélicas, del amaos los unos a los otros» (1938), y mientras tanto, cínico, se fusilaba cruelmente y sin discriminar en la cárcel de Torrero, de Zaragoza, como atestigua, con patética fidelidad, el capuchino Gumersindo de Estella. Se había convertido, pues al decir de Luis Ramírez (Luciano Rincón), uno de sus biógrafos de la clandestinidad, tenía advertidos a sus oficiales, en la campaña de Marruecos, que no le gustaba verlos «ni en misa ni en casa de p…».

Capeó temporales, y antes de irse, aunque no del todo, nos advirtió que «lo dejaba todo atado y bien atado» y no se equivocó. Hoy vive su recuerdo, y su nombre en alguna calle, (pongamos de Tenerife), o con escultura en Melilla, alzó para sí, megalómano, su sepultura en el Valle de los Caídos, a donde acuden los suyos, sin molestias y en peregrinación con los adornos y símbolos de aquel tiempo. Ni siquiera el Führer o Mussolini, sus socios iluminados que con él compartían la petulancia de que «Dios y la historia nos juzgarán», han gozado, en sus países, del trato que aquí se le da. Dijo que «todo lo dejo atado y bien atado» y se ha cumplido.

Quienes vistieron la camisa azul, repitieron que la mejor urna es la que está rota, y mostraban orgullosos el carné del movimiento Nacional Salvador de España, como credencial que abría puertas y pasos, se dieron prisa en hacerse, con presunción y fanfarria, «nosotros los demócratas», y aquí no ha pasado nada. «Que todo cambie para que nada cambie» (Lampedusa).

Y ahora Pío Moa, ese converso, arrepentido de su mala vida pasada, nos dice con descarada desfachatez que «el franquismo trajo la democracia». Esto no se hubiera podido decir de Hitler o de Mussolini, en la Alemania ni en la Italia de hoy, imposible. A no ser que siga al pie de la letra el pensamiento del general, que rastreo en sus muchos discursos de entonces. Transcribo alguno de sus pensamientos: «La democracia orgánica… es la que está inspirada en el Evangelio». Oí los discursos a través de la radio, con vocecilla infantil o de mujer en los que se execraba a los políticos del siglo XIX, «los partidos no fueron más que la máscara de los apetitos, los intereses y las ambiciones bastardas», la «suprema democracia es la que reside en la ejecución del Evangelio», «el espíritu enciclopédico que tanto ha falseado el concepto de libertad» (año 1945) «no creemos en el régimen democrático liberal».

Y sigue Pío Moa, atenuando o casi negando la represión en la posguerra, en el libro citado. Acudo a mis recuerdos para replicarle: Oí, y estoy en 1950, a quienes habían pasado por cárceles, campos de concentración, y comisarías, contaron el detalle de sus condenas, y padecimientos, viví aquella democracia orgánica, y no es un relato imaginado, leído en libros revisionistas, de gente conversa. Quizá a la postre le den la razón y los testimonios nuestros serán papel muerto. Ya lo dijo el general: «Lo dejo todo atado y bien atado».

* Pablo Antoñana es escritor