Foto: Obama, Joe Biden y Hillary Clinton en la Casa Blanca (Pete Souza, fotógrafo oficial de la Casa Blanca. CC BY 2.0)
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
El sofocante sol del desierto se cuela a través de las rejillas del ventanuco. Un ratón atraviesa velozmente el agrietado suelo de cemento y el sonido de voces lejanas hablando en árabe ahoga el sonido de sus patitas. Charlan en un dialecto de Libia occidental diferente del dialecto oriental más utilizado en Bengasi. A lo lejos, más allá del resplandeciente horizonte se encuentra Trípoli, la joya de África, ahora sometida a una guerra perpetua.
Esta fría y húmeda celda de un viejo almacén en Bani Walid, no encierra contrabandistas, violadores o asesinos. Aquí hay simples africanos procedentes de Nigeria, Camerún, Chad, Eritrea y otras partes del continente capturados por traficantes cuando buscaban una vida libre de guerra y de pobreza, el fruto podrido del colonialismo angloamericano y europeo. Las marcas de ganado grabadas sobre sus rostros cuentan una historia mucho más trágica que cualquiera de las historias producidas por Hollywood.
Son esclavos: seres humanos comprados y vendidos como mano de obra. Algunos irán a trabajar a la construcción y otros a los campos. Todos se enfrentan a la realidad de una servidumbre forzada, una pesadilla lúcida convertida en su realidad cotidiana.
Esta es Libia, la auténtica Libia. La Libia levantada sobre las cenizas de una guerra de Estados Unidos y la OTAN que depuso a Muamar el Gadafi y al gobierno de la Yamahiriya Árabe Libia [el Estado de las masas]. La libia fracturada en facciones beligerantes, cada una apoyada por diversos actores internacionales cuyo interés por el país es cualquier cosa menos humanitario.
Pero esta Libia no es producto de Donald Trump y su banda de degenerados fascistas. Fue el gran humanitario Barack Obama, junto a Hillary Clinton, Joe Biden, Susan Rice, Samantha Power y su armonioso círculo de paz de intervencionistas liberales, quien trajo esta devastación. Con encendidos discursos sobre libertad y autodeterminación, el Primer Presidente Negro y sus camaradas franceses y británicos de la OTAN desataron los perros de la guerra en una nación africana que gran parte del mundo consideraba un ejemplo de desarrollo económico y social.
Este artículo no es un mero ejercicio periodístico para documentar uno de los innumerables crímenes ejecutados en nombre del pueblo estadounidense. Este no es el caso. Aquí se trata de que nosotros, la izquierda de Estados Unidos contraria a la guerra, observemos a través de las grietas del artificio imperial –desmoronado por la podredumbre interna y la decadencia política– para encender una luz en la penumbra de la era Trump que ilumine directamente el corazón de la oscuridad.
Hay verdades que deben ser esclarecidas para que no queden enterradas como tantos cuerpos en la arena del desierto.
La guerra de Libia: Una conspiración criminal
Para comprender la enorme criminalidad de la guerra de EE.UU.-OTAN contra Libia es preciso desentrañar una historia compleja en la que participan actores tanto de Estados Unidos como de Europa que, literalmente, conspiraron para desencadenar esta guerra, y al mismo tiempo desvelar la presidencia inconstitucional e imperial encarnada por el propio Mr. Hope and Change (1).
Al hacerlo descubrimos un panorama completamente contradictorio con el relato dominante sobre buenas intenciones y malos dictadores. Porque si bien Gadafi ha sido presentado como el villano por excelencia de esta historia contada por los escribas del Imperio en los grandes medios de comunicación, de hecho las verdaderas fuerzas malévolas son Barack Obama, Hillary Clinton, Joe Biden, el expresidente Nicholas Sarkozy, el filósofo francés metido a aventurero neocolonial Bernard Henry-Levy y el exprimer ministro británico David Cameron. Fueron ellos, no Gadafi, quienes libraron una guerra descaradamente ilegal montada sobre pretextos falsos en beneficio de su propio engrandecimiento. Fueron ellos, y no Gadafi, quienes conspiraron para hundir a Libia en el caos y en una guerra civil de la que todavía no ha salido. Fueron ellos quienes golpearon los tambores de guerra mientras proclamaban paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.
Quizás la guerra de EE.UU. y la OTAN contra Libia sea uno de los casos más atroces de agresión e ilegalidad cometidos por Estados Unidos en la historia reciente. Claro que ese país no actuó solo. Un amplio electo de personajes interpretó su papel correspondiente porque tanto británicos como franceses estaban ansiosos por reafirmar también su dominio sobre una nación muy lucrativa emancipada del control europeo por el malvado Gadafi. Y todo esto ocurrió apenas pocos años después de que el exprimer ministro británico y criminal de la guerra de Irak Tony Blair se reuniera con Gadafi para anunciar una nueva era de apertura y cooperación mutua.
La historia da comienzo con Bernard Henry-Lévy, el filósofo, periodista y diplomático aficionado que se creía un espía internacional. Como no pudo llegar a Egipto a tiempo de reforzar su ego capitalizando el levantamiento popular contra el dictador Hosni Mubarak, centró rápidamente su atención en Libia, donde se estaba produciendo una revuelta en el vivero anti-Gadafi de Bengasi. Tal y como informó Le Figaro, Henry-Lévy consiguió reunirse con el entonces presidente del Consejo Nacional de Transición (CNT) Mustafa Abdul Jalil, antiguo ministro de Gadafi convertido en cabeza del Consejo contra Gadafi. Pero Henry-Lévy no pretendía únicamente entrevistarle para su periódico francés, sino contribuir al derrocamiento de Gadafi y, con ello, convertirse en una estrella internacional.
Rápidamente Henry-Lévy echó mano de sus contactos franceses y consiguió el teléfono del presidente Sarkozy para preguntarle sin rodeos si estaría de acuerdo en reunirse con Abdul Jalil y con la dirección del CNT. Pocos días después Henry-Lévy y sus colegas llegaron al palacio del Elíseo con la dirección del Consejo Nacional de Transición. En medio de la conmoción absoluta de los libios allí presentes, Sarkozy les informa de que planea reconocer al CNT como legítimo gobierno de Libia. Henry-Lévy y Sarkozy ya habían, al menos en teoría, depuesto al gobierno de Gadafi.
Pero las victorias militares de Gadafi, y la posibilidad muy real de que pudiera salir victorioso del conflicto complicaban las cosas, pues el público francés ya conocía el plan y estaba arremetiendo, con razón, contra Sarkozy. Henry-Lévy, siempre oportunista, avivó el fervor patriótico anunciando que, sin la intervención de Francia, la bandera tricolor que ondeaba sobre los hoteles de cinco estrellas de Bengasi quedaría manchada de sangre. La campaña de relaciones públicas se puso en marcha mientras Sarkozy daba vueltas a la idea de una intervención militar.
No obstante, Henri-Lévy tenía que interpretar un papel más importante: atraer a la maquinaria de guerra estadounidense al complot. Con ese fin, organizó la primera de varias conversaciones a alto nivel entre representantes de la administración Obama y los libios del CNT. Y, sobre todo, puso en marcha la reunión entre Abdul Jalil y la secretaria de Estado Hillary Clinton. . Aunque esta se mostró escéptica durante la reunión, sería cuestión de meses que junto a Joe Biden, Susan Rice, Samantha Power y otros planificara la ruta política, diplomática y militar hacia el cambio de régimen en Libia.
Estados Unidos se une a la contienda
Si la maquinaria política, diplomática y militar de Estados Unidos no se hubiera puesto en marcha, no habría habido guerra en Libia. En este aspecto, a pesar de la relativamente escasa intervención militar de EE.UU., la guerra de Libia fue una guerra estadounidense. Es decir, la guerra no habría sido posible sin la colaboración activa de la administración Obama junto a la de sus homónimos franceses y británicos.
Como Jo Becker del New York Times explicó en 2016, Hillary Clinton se reunió con Mahmud Jibril, un prominente político libio que se convertiría en el nuevo primer ministro de la Libia post-Gadafi, y sus socios, con el fin de asesorar a la facción que pretendía obtener el apoyo de EE.UU. La función de Clinton, según Becker, era “calibrar el peso de los rebeldes a quienes apoyamos” –una pretenciosa manera de decir que Clinton asistió a esa reunión para determinar si el grupo de políticos que hablaba en nombre de diversas voces contrarias a Gadafi (que incluían desde los activistas por la democracia hasta descarados terroristas afiliados a las redes globales del terror) era merecedor del apoyo de Estados Unidos con dinero y armamento.
La respuesta, en último término, fue un rotundo sí.
Pero es evidente que, como con todas las desventuras belicistas de Estados Unidos, no existía un consenso sobre la intervención militar. Como explica Becker, parte de la administración Obama tenía dudas sobre la consecución de una fácil victoria y sobre las repercusiones políticas del conflicto. Una de las principales voces discrepantes, al menos según Becker, era la del antiguo secretario de defensa Robert Gates. Aunque él mismo no es ninguna paloma, a Gates le preocupaba que la actitud de halcón de Clinton y Biden respecto a Libia provocara en último término una pesadilla política al estilo de Irak, que si duda acabaría creando un Estado fallido y luego abandonado, exactamente lo que ocurrió después.
Es importante apuntar que Clinton y Biden eran dos de las principales voces favorables a la agresión y a la guerra. Ambos apoyaron la zona de exclusión aérea desde el principio y ambos defendían la intervención militar. De hecho, ambos habían visto con agrado cada crimen de guerra cometido por Estados Unidos en los últimos 30 años, incluyendo el que tal vez sea el crimen de guerra más atroz cometido por Bush contra la humanidad, lo que llamamos la segunda Guerra de Irak.
Como explicó el antiguo lacayo de Clinton (subdirector de personal de planificación política) Derek Chollet: “[Libia] parecía un caso sencillo”. Chollet, uno de los principales participantes en la conspiración estadounidense para llevar la guerra a Libia que posteriormente pasó a servir directamente a Obama en el Consejo de Seguridad Nacional, pone inadvertidamente en evidencia la arrogancia imperial del campo intervencionista liberal de Obama-Clinton-Biden. Es obvio que al considerar a Libia “un caso sencillo” quería decir que era un candidato perfecto para la operación de cambio de régimen cuyo principal beneficio sería impulsar políticamente a quienes lo respaldaron.
Chollet, como muchos estrategas de la época, veían a Libia como una oportunidad de película para convertir las manifestaciones y revueltas de 2010-2011, que pronto se conocerían como la Primavera Árabe, en capital político para el campo Demócrata de la clase dominante de Estados Unidos. Clinton adoptó rápidamente la misma posición, que pronto se convirtió en el consenso de toda la administración Obama.
Las cuentas de la guerra de Obama
Uno de los mitos más perniciosos de la guerra de EE.UU. en Libia es la idea –propagada sumisamente por los cabilderos-periodistas de los principales grandes medios– de que fue una guerra barata que no costó casi nada a Estados Unidos. No hubo pérdida de vidas estadounidenses en la propia guerra (Bengasi es otra mitología que desvelaremos más adelante), y tuvo un coste muy limitado en términos del “tesoro”, por usar esa despreciable frase imperialista.
Pero aunque el coste total de la guerra palidece en comparación con los crímenes a escala monumental de Irak y Afganistán, los medios con los que fue financiada han costado mucho más que dólares a EE.UU.; la guerra en Libia fue una empresa criminal e inconstitucional que preparó el camino para la presidencia imperial y el poder ejecutivo sin restricciones. Como informó en aquella época el Washington Post:
Al observar que Obama había declarado que la misión podría costarse con el dinero ya asignado al Pentágono, [el antiguo portavoz de la cámara de representantes] Boehner presionó al presidente para saber si solicitarían al Congreso más dinero.
Las operaciones militares imprevistas que exigen desembolsos como los realizados en Libia suelen requerir asignaciones suplementarias, ya que no entran en el presupuesto principal del Pentágono. Esa es la razón por la que los fondos para Irak y Afganistán van aparte del presupuesto regular del departamento de defensa. Los costes adicionales para algunas de las operaciones en Libia fueron mínimos… pero los desembolsos en armas, combustible y equipamiento perdido son otra cosa.
Como la administración Obama no solicitó asignaciones al Congreso para financiar la guerra, hay pocos documentos escritos que permitan saber el verdadero coste de la guerra. Al igual que el coste de cada bomba, avión de combate y vehículo de apoyo logístico desaparece en el abismo del olvido contable del Pentágono, lo mismo ocurrecon cualquier apariencia de legalidad constitucional. En esencia, Obama contribuyó a establecer una presidencia sin ley que no solo no tuvo ningún respeto por las cuentas y balances exigidos por la constitución, sino que ignoró por completo el Estado de derecho. En realidad, algunos de los delitos de los que son culpables Trump y su fiscal general son consecuencia directa de la participación de la administración Obama en la guerra de Libia.
Entonces, ¿de dónde provino el dinero y adónde fue? Eso es algo que todo el mundo se pregunta, excepto los palurdos que creen a pie juntillas las palabras del Pentágono. Según afirmó el portavoz del Pentágono a la CNN en 2011, “a fecha de 30 de septiembre el departamento de defensa gastó en las operaciones en Libia 1.100 millones de dólares. Esto incluye las operaciones militares diarias, municiones, la retirada de los suministros y la asistencia humanitaria”. Para ilustrar la absoluta imposibilidad orwelliana de discernir la verdad, el vicepresidente Joe Biden duplicó esa cifra en declaraciones a la CNN, al señalar que “la alianza de la OTAN funcionó como se supone que debe hacerlo, compartiendo los costes. En total nos costó 2.000 millones de dólares y ninguna vida estadounidense”.
La triste evidencia es que no hay manera de saber cuánto se gastó, aparte de confiar en la palabra de quienes llevaron adelante la guerra. Sin supervisión del Congreso ni registros documentales claros, la guerra de Libia desaparece en el agujero de la memoria, y con ella la idea de que existe una separación de poderes, una autoridad del Congreso para declarar la guerra o una constitución que funcione.
La guerra sucia de Estados Unidos en Libia
Aunque lo que queda en la memoria de la mayor parte de los estadounidenses en relación con Libia es el teatro político resultante del ataque a las instalaciones de EE.UU. en Bengasi que causó la muerte a varios ciudadanos de este país, incluyendo al embajador Stevens, este hecho no es ni mucho menos el más relevante. Desde una perspectiva estratégica, el auténtico legado probablemente sea la utilización por parte de EE.UU. de grupos terroristas (y de los insurgentes que surgieron de ellos) como combatientes en su nombre. Porque si bien los grandes medios de comunicación contaron que las protestas y levantamientos espontáneos provocaron el derrocamiento de Gadafi, lo cierto es que fue una red informal de grupos terroristas la que realizó el trabajo sucio.
Aunque gran parte de esta historia reciente ha quedado enterrada por la desinformación, la mitología elaborada por el establishment y la sucia manipulación de la verdad, las informaciones publicadas cuando los hechos tuvieron lugar fueron asombrosamente acertadas. Por ejemplo, el New York Times informaba así de una de las principales fuerzas sobre el terreno apoyadas por EE.UU. durante la guerra en 2011:
“El Grupo Islámico Combatiente Libio se creó en 1995 con el objetivo de destituir al coronel Gadafi. Empujados a las montañas o al exilio por las fuerzas de seguridad libias, los miembros del grupo fueron de los primeros en unirse para luchar contra las fuerzas de seguridad de Gadafi […] Oficialmente el grupo ya no existe, pero sus antiguos miembros están luchando principalmente bajo la dirección de Abu Abdallah Assadaq [alias Abdelhakim Belhadj]”
Incluso entonces, los estrategas de Washington mostraron su malestar al considerar que la aceptación por parte del gobierno de Obama de un grupo terrorista con conocidos vínculos con Al Qaeda podía ser un error garrafal. “Los servicios de inteligencia europeos, estadounidenses y árabes reconocen su preocupación por la influencia que antiguos miembros del grupo puedan ejercer en Libia tras la desaparición de Gadafi, y están evaluando su influencia y cualquier vínculo residual con Al Qaeda”, como señaló el Times.
Es evidente que quienes estaban al corriente dentro de las diversas agencias de inteligencia de EE.UU. eran bastante conscientes de a quién estaban apoyando, o al menos de los elementos que probablemente participarían en alguna operación estadounidense. En concreto, Estados Unidos sabía que las zonas de las que provenían las fuerzas opositoras a Gadafi eran un vivero de actividades criminales y terroristas.
En un estudio de 2007 titulado “Los combatientes extranjeros de Al Qaeda en Irak: Una primera mirada a los archivos de Sinjar” que analizaba los orígenes de diversos grupos criminales y terroristas activos en Irak, el Centro de Combate del Terrorismo con sede en la Academia Militar de West Point concluía que:
“Casi el 19 por ciento de los combatientes de los archivos de Sinjar proceden exclusivamente de Libia. Además, Libia ha contribuido con más combatientes per cápita que cualquier otra nacionalidad, incluyendo Arabia Saudí […] El aparente aluvión de reclutas libios desplazados a Irak puede estar relacionado con el vínculo cada vez más estrecho de Grupo Islámico Combatiente Libio (LIFG, por sus siglas en inglés) con Al Qaeda, que culminó cuando dicho grupo se unió oficialmente a Al Qaeda el 3 de noviembre de 2007 […] Las ciudades de las que procedía un mayor número de combatientes eran Derna (Libia) y Riad (Arabia Saudí), con 52 y 51 combatientes respectivamente. Derna, con una población de 80.000 habitantes (frente a los 4,3 millones de Riad) aporta con diferencia el mayor número de combatientes per cápita del archivo de Sinjar”.
Entonces era de sobra conocido que la mayoría de las fuerzas opositoras a Gadafi procedían de la región en la que se encuentran Derna, Bengasi y Tobruk –la “Libia Oriental” a la que se suele considerar anti-Gadafi– y que existía una alta probabilidad de que entre las filas reclutadas por Estados Unidos hubiera muchos miembros de Al Qaeda y otros grupos terroristas. En todo caso, Estados Unidos prosiguió en su empeño.
Tomemos el caso de la Brigada de los Mártires 17 de Febrero, encargada por Estados Unidos de vigilar la instalación de la CIA en Bengasi en la que murió el embajador Stevens. El diario Los Angeles Times informaba en 2012:
“A lo largo del pasado año, cuando la milicia encargó a dos de sus miembros colaborar en la protección de la misión estadounidense en Bengasi, el personal de seguridad estadounidense les entrenó sobre el uso de armamento, la seguridad de las entradas, la escalada de muros y el combate cuerpo a cuerpo […] La milicia negó rotundamente haber apoyado a los atacantes, pero reconoció que su extensa fuerza aliada del gobierno, conocida como la Brigada de los Mártires 17 de Febrero, podía incluir elementos antiamericanos […] Se considera a dicha brigada como una de las milicias más preparadas de Libia Oriental”.
Pero no fueron únicamente el LIFG y los grupos aliados a Al Qaeda los que se unieron a la contienda gracias a la alfombra roja cubierta de sangre extendida por Washington.
El general Jalifa Hifter, un antiguo aliado de Estados Unidos, y su denominado Ejército de Liberación Nacional Libio llevaban preparándose sobre el terreno desde 2011 y estaban considerados como una de las principales fuerzas en liza por el poder en la Libia posterior a la guerra. Hifter cuenta con un prolongado y sórdido historial de colaboración con la CIA en sus intentos por derrocar a Gadafi en la década de los 80 antes de ser convenientemente reubicado cerca de Landley, Virginia [sede de la CIA]. El New York Times informaba en 1991:
“La operación paramilitar secreta puesta en marcha en los meses finales de la Administración Reagan proporcionó asistencia y entrenamiento militar a unos 600 soldados libios que estaban entre los capturados durante el combate fronterizo entre Libia y Chad en 1988 […] Fueron entrenados por oficiales de inteligencia estadounidenses en sabotaje y otras técnicas de guerrilla, según los oficiales, en una base próxima a Yamena, la capital del Chad. La idea de usar a los exiliados encajaba perfectamente en el afán de la Administración Reagan por derribar al coronel Gadafi”
Hifter, el cabecilla de esta iniciativa fracasada, era conocido como el “hombre clave” de Libia, ya que había formado parte de numerosos intentos de cambio de régimen, incluyendo el intento fallido de derrocar a Gadafi en 1996. Por tanto, su llegada en 2011, en el apogeo de la revuelta, señaló una escalada del conflicto, al convertirlo en una operación internacional. Es irrelevante si Hifter trabajaba directamente con la inteligencia estadounidense o si simplemente complementaba los esfuerzos de EE.UU. al continuar su guerra personal de décadas contra Gadafi. Lo que importa es que Hifter y el Ejército de Liberación Nacional Libio, como el LIFG y otros grupos, se convirtieron en parte del esfuerzo general desestabilizador que consiguió derribar a Gadafi y creó el caótico infierno que es la Libia moderna.
Ese es el legado de la guerra sucia de Estados Unidos en Libia.
El pasado es prólogo
Es septiembre de 2020. Estados Unidos está centrado en la elección entre un criminal anaranjado fascista y un Demócrata de derechas de la vieja escuela criminal de guerra. Si el futuro con Donald Trump vaticina caos y desorden, con Joe Biden vaticina estabilidad, orden y un regreso a la normalidad. Si Trump es el virus, Biden debe ser la cura.
Es septiembre de 2020. Libia se encamina a su octavo año de guerra civil. Los mercados de esclavos como el de Bani Walid son tan habituales como lo eran los centros de alfabetización de jóvenes en tiempos de Gadafi. Las bandas armadas y las milicias ejercen el poder incluso en zonas nominalmente bajo control del gobierno. Un señor de la guerra se reagrupa en el este y mira a Rusia, Arabia Saudí, Egipto y Emiratos Árabes en busca de ayuda.
Es septiembre de 2020 y la guerra de Estados Unidos y la OTAN en Libia se ha desdibujado y convertido en un recuerdo lejano mientras otros temas como Black Lives Matter y el asesinato policial de jóvenes negros han captado la imaginación y el discurso del público.
Pero, en realidad, estos temas están unidos por el vínculo de la supremacía blanca y el odio a la negritud. La Libia que era conocida como “la joya de África”, un país que acogía a muchos trabajadores migrantes subsaharianos y mantenía su independencia de Estados Unidos y las antiguas potencias coloniales, ya no existe. En su lugar ahora se levanta un Estado fallido que refleja el perverso racismo anti-negro suprimido a la fuerza por el gobierno de Gadafi.
Libia como modelo global de explotación y desechabilidad del cuerpo negro.
Si entornamos ligeramente los ojos podremos ver al presidente Joe Biden reuniendo de nuevo a la vieja banda. Hillary Clinton es bienvenida como una voz influyente en el Despacho Oval para dar voz a las ideas perturbadas del cadáver viviente que actúa como comandante en jefe. Derek Chollet y Ben Rhodes ríen juntos mientras piden otra ronda en su garito preferido de la capital, y brindan por el restablecimiento del orden en Washington. Barack Obama es la eminencia gris oculta tras el resurgimiento de la estructura dominante liberal-conservadora.
Pero en Libia no hay vuelta atrás, no es posible arreglar el pasado para escapar del presente.
Puede que ocurra lo mismo con Estados Unidos.
N.deT.: La campaña presidencial Obama se basó en los conceptos de “hope” (esperanza) y “change” (cambio), de ahí que se le conozca irónicamente con ese sobrenombre.
Eric Draitser es un analista político independiente y colaborador de CounterPunch Radio. Puede encontrar sus artículos, podcasts, poemas y más en patreon.com/ericdraitser. Se le puede contactar en [email protected]
Fuente: https://www.counterpunch.org/2020/09/08/the-plot-against-libya/
La presente traducción puede reproducirse libremente siempre que se respete su integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del mismo